Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El Rompimiento de Gloria (cap. XXI)

martes, 10 de noviembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXI)

XXI


— Dicen las monjas del hospicio que por qué no llevamos algún domingo a los niños a la Sierra. Se están asando allí encerrados y cada día parecen más verdosos. Las monjas aseguran que las madres de las criaturas ya no creen que somos unos sacamantecas, pero yo tengo mis dudas —dijo Elena una noche de mucho calor.

Miguel siguió absorto en Top hat, white tie and tails al piano, el gato saltó por la ventana para pasear en el jardín y yo me debatía en silencio entre el sentido común y el sentido político.

— Bueno, ¿qué pensáis? —preguntó Elena.

Miguel cerró el piano con un suspiro.

— Mañana preguntaré en el cuartel cuándo puedo robar el camión. Cuanto antes, mejor.

— ¿Crees que es prudente? Con la huelga de albañiles y todo eso... Las familias de los niños deben de andar revueltas, digan lo que digan las monjas —objetó Elena.

— De perdidos al río —replicó Miguel, encogiéndose de hombros.

Y al río nos fuimos, el domingo 12 de Julio. Al Jarama, que en su curso alto tenía buenas praderas y buena sombra de hayas, espesa y fresca, pero no tanta agua como para que corrieran peligro los niños. Miguel iba al volante del camión y en la cabina lo acompañábamos Elena y yo. Detrás, en bancos de madera, traqueteaba una veintena de hospicianos, vigilados por Paco el asistente, de uniforme y con una fusta en la mano.

— Es po - po - po- por si se desmandan, que están muy resabiados.

El día estaba hermoso, corría un poniente largo y yo sentía el muslo de Elena contra el mío en cada bache de la carretera. Los niños se desgañitaban cantando el Tápame, tápame:


En la playa se bañaba
una niña angelical
y acariciaban las olas
su figura escultural.
Al entrar en la caseta
y quedarse en bañador,
le decía a su bañero
con acento encantador:


Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que estoy helada.
Para mí será taparte
la felicidad soñada.
Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que tengo frío.
Si tu quieres que te tape
ven aquí cariño mío.



Seguro que las monjas les tienen prohibida esa copla en el hospicio, pensé. Iba contento, pero los hermanos parecían preocupados. Luego, en el prado junto al arroyo, todos nos reímos organizando juegos y manteniendo el orden.

— Pablito, ponte el sombrero —le dije a un bizco que bizqueaba más que de costumbre con el sofoco.

— Es que tengo calor.

— Pues por eso. Póntelo ahora mismo o te daré un fustazo.

— Sí, don Sátur, lo que usted mande.

— Veo que le has cogido gusto a la disciplina del Arma de Caballería, Sátur. Y eso que no has hecho todavía la mili —observó Miguel.

— En cuanto la haga perderé el gusto por las órdenes. Si es que la hago... —repliqué, pensando no en algún cataclismo social sino en mis esperanzas de que la Junta de Ampliación de Estudios me enviase al extranjero.

Pero dejé de pensar en el porvenir al ver a Elena vadeando el arroyo con las faldas subidas a medio muslo.

— Por aquí debe de haber nutrias, pero esta tropa que traemos las habrá ahuyentado.

— Pues podemos nosotros tres buscarlas río arriba y llegar hasta el manantial, detrás de ese pico, a unos dos mil metros. Paco se basta para lidiar con los chicos hasta que volvamos —sugerí.

— Ni hablar —contestó Miguel —Cuando se es responsable de la gente no la puede uno abandonar. Nunca. Nos jorobamos una de las últimas excursiones y ya está.

— Os vais a Hungría en Agosto, ¿no?

— Supongo. Sabe Dios...

Mi único proyecto era ir a León, pero tampoco eso lo veía claro, tal como estaban las cosas. Miré a los hermanos tumbados en la sombra. Aun taciturnos como hoy, y de seguro refractarios a la marcha de la Historia, me inspiraban ternura. Y el muslo de Elena era perfecto y ella, cerca de mí, olía a hierba. Continué pensando en voz alta.

— El futuro es que ésos —y señalé a la caterva de adefesios —sean un día como vosotros, no que vosotros dejéis de ser.

— Eso dependerá de la gente como tú, Sátur.

— Somos muchos.

— No, no me refiero a tus conmilitones sino a la gente de tu índole. Y la gente de tu índole es escasa. Siempre fuimos pocos y ahora somos menos todavía —terminó Miguel, bostezó y se durmió en el regazo de su hermana.

Elena me miró en silencio largamente, con ojos de interrogación, pero como yo no sabía qué me estaba preguntando, permanecí también callado. El tiempo se paró y dejé de oír los chillidos estridentes. La tarde quedó honda y serena.

Llegó la hora de irse. Las piernecitas flacas de los niños estaban cubiertas de arañazos, sus caras sonreían, algunas con expresión idiota, unos pocos cojeaban y todos parecían felices.

— ¿Estáis todos? —pregunté.

— ¡Sííí!

— Venga, a formar y a numerarse —ordenó Miguel.

— ¡Uno!

— ¡Dos!

— Deprisa, ¿quién tiene el número tres?

— Manolo —contestaron varios.

— ¿Cuál de los Manolos?

— Manuel Pérez Expósito.

— ¿Y dónde está?

— Se fue a orinar.

— ¿Cuándo?

— Hace un buen rato.

Lo llamamos todos a voz en grito y con la bocina del camión, pero Manolo no aparecía ni contestaba.

— Cuidado que les dije que no se apartaran sin avisarme, ni para mear. ¡Estos pu- puñeteros niños! - repetía Paco con rabia.

Pero al cabo la ira se convirtió en preocupación de los mayores y desasosiego de los niños, que se apiñaron inquietos alrededor de Elena. Por fin Miguel, que se había alejado un trecho, encontró huellas del niño en la ribera.

— Voy a buscarlo arroyo arriba. Habrá remontado el curso porque estaba cerca de nosotros cuando hablamos de las nutrias y sentiría curiosidad por verlas y quizá por descubrir el nacimiento del río.

— Te acompaño —dijo Elena con vehemencia.

— No, quedaos todos aquí y cuidad de los niños. Haced una hoguera de ramas verdes, para que se vea el humo, y cuando anochezca, de ramas secas, para que se vea el fuego. En cuanto sea noche cerrada, si no he vuelto, llevaos a los niños al hospicio y volved mañana temprano con la Guardia Civil.

— Por favor, Miguel, deja que vaya contigo —insistió Elena.

— No, te he dicho que eres más útil aquí.

Elena bajó la voz y su tono se hizo suplicante.

— Es que he tenido un presentimiento.

— Y yo otro; el chiquillo está allá arriba en las peñas y lo traeré sano y salvo. Adiós —zanjó Miguel.

Elena inclinó la cabeza como una niña castigada y se sentó en una piedra, con la mirada fija en la dirección por donde había desaparecido su hermano. Ahí siguió mientras Paco y yo repartíamos órdenes, consuelo y onzas de chocolate. Al final nos pareció más seguro subir a los niños en la batea del camión, para mantenerlos bien concentrados.

Encendí un pitillo y me fui a sentar con Elena.

— No te preocupes, que Manolo aparecerá.

Ella me miró con ojos apagados.

— ¿Quién es Manolo?

— Mujer, ¿quién va a ser? El chaval que se ha perdido.

Comprendí que en esa situación el niño le importaba un bledo.

— Y Miguel se mueve por el monte como un lobo, de día o de noche. Bien lo sabes tú.

Pero no me escuchaba, y me inquietó reconocer en su rostro, a la vez tenso e ido, la misma expresión que le había visto aquella vez en que hablamos de Aldana. Renuncié a razonar con una visionaria; le besé la mano, que estaba fría, y la frente ardiente. Le eché una manta sobre los hombros.

— Abrígate, que el crepúsculo es muy traicionero.

Paco empezaba a arrojar ramas secas al fuego, para que se viese desde lejos en el lubricán. Me llamó para cuchichear.

— Dentro de media hora tendremos que irnos. Pero la Señorita no querrá.

— Pues nos quedaremos un rato más.

— Pero las órdenes del Capitán...

En efecto, Elena ni siquiera escuchó nuestros ruegos cuando cayó la noche honda y sin luna. Siguió inmóvil con la mirada perdida en la oscuridad.

— Podemos colocar el camión con el morro un poco en alto y mirando hacia el Norte, y encender los faros —se me ocurrió.

Pero Elena salió de su letargo para quejarse con un hilo de voz:

— Con ese ruido no oigo, con esa luz no veo...

Abandonamos el intento y me senté con ella a escudriñar la negrura lejana. El fuego sólo iluminaba los primeros árboles, en el silencio sólo resaltaba el ulular del búho real.

— ¡Es él! ¡Lo oigo! —gritó Elena.

— ¡Cálmate por Dios, Elena! Es un búho.

— ¡Es él, me está llamando! ¡Está cantando triste!

Antes de que pudiera detenerla corrió hacia la linde del bosque. La seguí pero nos paramos los dos al aparecer Miguel entre los troncos. La incierta luz de la hoguera lo teñía todo de rojo, salvo la cara, negra de chorreones de sangre. Llevaba a cuestas al niño, inerte.

Elena se abalanzó sobre su hermano y lo besó en la boca entre sollozos. Con voz ronca gemía palabras incoherentes.

— Vida mía, mi amor... yo sabía que ibas a morir, anoche lo soñé, te vi así, con la cara ensangrentada... y me desperté y te busqué a mi vera en la cama pero no te encontré, mi vida... pero la cama estaba todavía caliente de tu cuerpo fuerte y del mío y de habernos abrazado... y no estabas, vida mía, ¿te habías muerto ya, te habías muerto?

Miguel, muy derecho y con la cara desencajada, me entregó al niño, cogió a su hermana por los hombros y se internó con ella en la espesura, murmurándole:

— Ya pasó, vida mía, ya pasó... Estoy muy bien, esto es sólo un rasguño, acompáñame a lavarlo en el arroyo... tú me lavarás... Beberemos agua.

Me volví al camión con Manolito, que lloriqueaba medio dormido. Paco se hizo cargo de él. El soldado no parecía haber oído nada y los niños, alborotados, menos.

— Sólo tiene un desguince y el susto. Ahora mismo hay que irse, antes de que sea demasiado tarde —me dijo sin sonreír y sin tartamudear.

Volví a Madrid en la batea del camión, con Paco y con los niños. Pedí que me dejaran en una boca del Metro, pero ya no había servicio y llegué a casa andando y llorando.




* * *



Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

4 comentarios:

  1. Esta escena me ha conmovido al releerla. "But yet the pity of it, Iago! O Iago, the pity of it, Iago!"

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  2. El egoísmo innato del montañero solitario es una muy interesante y acertada observación, pues éste lo experimenta tal cual. Llevo pensando en comentar este punto desde el capítulo I de esta novela.

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  3. Maurice Baring
    El egoismo del montañero es tan inevitable como útil.¿Pero que pasa con el egoismo del viajero que transita por caminos llanos? Muchos montañeros son a su vez viajeros y les resulta muy dificil desprenderse de esa útil "mochila"que tantas veces les ha salvado la vida en las escarpadas cumbres.

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  4. Es harto interesante este comentario pero ¿es cita de mi admirado Maurice Baring, que llamaba mochila a sus álbumes de recortes y citas literarias? ¿O es que el Sr Anónimo ha pasado a usar el pseudónimo de Maurice Baring?

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