Don Francisco Umbral y doña Pilar Urbano son una sola y misma persona. Se hizo un tenso silencio y todos miramos atónitos al ordenador que acababa de revelarnos uno de los secretos mejor guardados de este final de siglo. Las batas blancas acentuaban la lividez del rostro de nuestro equipo de analistas literarios que habla alimentado al monstruo informático con varios miles de artículos de ambas firmas. Pedimos explicaciones al aparato y en el acto llegó la rotunda contestación: Nadie en el mundo real habla ni escribe con barras y guiones. Si Umbral/-Urbano tienen la misma obsesión por puntuar de forma incomprensible es que son un solo ente o entelequia. Los ordenadores no se equivocan. Sólo nos queda aconsejar al prolífico periodista que se quite el disfraz hermafrodita y diestro/siniestro (hombre-mujer-de-izquierdas-y-de-derechas, para entendernos) y firme todos sus artículos con el anagrama Umbrano.
Este singular enigma al fin desvelado no pasaría de ser una curiosidad literaria si no fuese porque ayuda a refutar una triple falacia muy de moda hoy en día. Para justificar su lenguaje pobre, obscuro, feo e impreciso —fruto de la pereza, la cursilería y la ignorancia— los políticos y los periodistas suelen, en efecto, alegar estos tres pretextos:
1º «Hablamos y escribimos mal en mítines, periódicos, radio y televisión porque así se expresa el hombre de la calle». Mentira descarada. ¿En qué calle hay un solo hombre con garganta capaz de reproducir con mugidos las barras y guiones de Umbrano? ¿Qué español de a pie dice la pasada jornada (oído en Radio Nacional) por ayer? ¿A qué pueblo llano creía imitar Antena 3 cuando dijo el 22 de octubre pasado «el armador posibilitó a los marineros tres coches»? ¿Cree ABC que un hombre con los huesos rotos exclama que su coche colisionó con otro? ¿Piensa El País (15 de diciembre) que los pescadores del Mar Menor dicen «a las cuatro semanas de iniciarse formalmente la captura de este molusco», en lugar de «al mes de empezar en serio a coger ostras»?
La verdad es que el hombre de la calle puede —y aun suele— ser vulgar, pero rara vez es cursi. La obscuridad relamida y el barbarismo redicho no nacen en el desgarro achulado de las calles y menos en la claridad brutal de los campos. Nacen en el quiero y no puedo cosmopolita de quienes han leído por el forro y con diccionario a un sociólogo francés de tercera o han ido a Londres en vuelo «charter».
2° «Lo único que le está pasando a nuestra lengua es lo que siempre le ocurrió: que evoluciona». Mentira piadosa. Si tan sólo hubiese evolución natural no tendríamos motivos de preocupación. Los neologismos suelen ser útiles y más cuando surgen con espontaneidad. No es una tragedia que vale substituya a de acuerdo o sí señor. Hoy por hoy no es más que una falta de educación y mañana ni eso será. Además nos salva de la invasión del O.K. norteamericano o del correcto hispanoamericano (que aquí los cursis hubieran terminado pronunciando correzto y los catetos correto). La tragedia está en el empobrecimiento gradual y en la creciente imprecisión del lenguaje. Claro que hay evolución. Pero cuando la evolución es a peor se llama degeneración.
Alguno de nuestros cientos de doctorandos que se dedican a hacer tesis a golpe de fusilar fuentes secundarias podía ocuparse con más provecho en contar el número de vocablos distintos empleados en un editorial de principios de siglo y en otro actual de la misma longitud. Encontraría casi con seguridad que el antiguo usaba un léxico dos veces más rico que el moderno.
3° «La degradación del español sólo afecta a la estética del idioma». Mentira suicida. La pobreza y la imprecisión de una lengua la hacen inútil para tratar asuntos complejos en la política, el derecho y la filosofía. Ya Unamuno, socarrón, aconsejó a sus paisanos que intentasen traducir la Crítica de la razón pura, de Kant, al vascuence antes de dar el espaldarazo a dicha lengua. Sin riqueza lingüística no se pueden analizar ni resolver los problemas llenos de matices de una civilización complicada. En bantú no se puede redactar un Código Civil. En bantú lo probable es que ni se pueda escribir a la novia nada más sutil que yo querer cama con tú.
Un político cínico podría —borracho— contestar que nada de esto le importa puesto que la pobreza de su habla le permite desconcertar a los cultos y la obscuridad engañar a los incultos. Pero a nuestros políticos les puede salir el tiro por la culata. Deberían leer un artículo en Le Point (3 de diciembre) donde se señala que, según un estudio del Institut Infométrie, el éxito de Le Pen y su movimiento de extrema derecha populista en Francia se debe a que es el único que se atreve a hablar a la gente llamando al pan, pan, y al vino, vino. Claro que las perogrulladas no suelen resolver los problemas enrevesados. Pero el hombre de la calle puede empezar a preferir las perogrulladas claras a las perogrulladas obscuras y salpicadas de barras y guiones. Y lo malo de un tiro así por la culata sería —en frase de Foxá— que a los políticos les darían una patada en nuestro culo.
(Este artículo se publicó en el ABC del 15 de Junio de 1985, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Escribí esto hace 31 años; ahora no lo escribiría así sino con peor humor. Pero por pereza y rectitud lo dejo tal cual, sin cambiar ni una coma.
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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ResponderEliminar¿Qué diría Edward Sapir?
Alberto.