Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El carlitos

viernes, 24 de octubre de 2014

El carlitos

Alicia vista por Arthur Rackham

A los mayores no les gustaban ni un pelo aquellos compañeros nuestros de juegos, forasteros de cuna desconocida, reciente arraigo en Andalucía y nombre impronunciable, cubiertos a menudo de jirones. Pero nosotros, indiferentes al esnobismo familiar, nos escapábamos de la casa a la hora de la siesta para reunirnos con los intrusos indeseables que, melena al viento y sin miedo a la canícula, se erguían en el jardín. Eran dos hermosos eucaliptos. Fáciles de trepar —cosa rara en ellos, salvo cuando han sido ramoneados de jóvenes— y de piel sedosa bajo los andrajos de corteza vieja, eran a la vez atalaya y gimnasio, montura agitada por el levante y lecho de siestas heroicas, barco pirata y penacho de rebeldía.

No entendíamos los reproches de las gentes cultas contra nuestros refugios: que eran plantas advenedizas, recién traídas de un país bárbaro llamado Australia, que desnaturalizaban con su silueta desgarbada el paisaje clásico mediterráneo, que nada crecía a su derredor y que ni aun sombra verdadera daban. Luego comprendí que las plantas, como las palabras, estaban sujetas a los crueles vaivenes de la moda, y que la moda, mal que les pese a los marxistas y demás hombres de fe, no siempre obedece al racional egoísmo y sí con frecuencia a la simple estupidez humana. Recuérdese la tulipomanía holandesa de 1638, cuando se especuló con los bulbos como hoy con acciones en plena histeria bursátil. El mismo eucalipto, aclimatado a principios del siglo XIX en los exquisitos invernaderos de la Malmaison como primor exótico, pronto se convierte en típico cultivo industrial, apto para producir celulosa, drenar pantanos o eliminar paludismo, pero desterrado de cualquier jardín que se respete.

Me he preguntado a veces si estos invasores exóticos (como algunos botánicos llaman a ciertas plantas aclimatadas con éxito excesivo) no habrían suscitado menos ojeriza de haberse aclimatado también el nombre a lo español. A fin de cuentas buena parte de nuestra flora es de origen foráneo. Pero, claro está, la mayoría de estas plantas fue introducida en épocas de vigor lingüístico capaz de adaptar a los idiomas peninsulares los vocablos exóticos, y a nadie se le ocurrió seguir llamando a la naranja por su nombre sánscrito, nagrunga, o al albaricoque por el suyo árabe, al birkuk, y ni siquiera mucho más tarde al aguacate por su nombre azteca, ahuacatl. Pero a partir del siglo pasado nos volvimos pedantes o acoquinados y aceptamos sin chistar los trabalenguas de los nombres científicos grecolatinos o del idioma de origen.

El pueblo andaluz tuvo un postrer destello de sentido común y bautizó carlitos o calisto o calistro al eucalipto, pero no ha logrado convencer a botánicos ni gramáticos, aferrados al vano purismo de que eucalyptus en griego quiere decir bien cubierto, en alusión inventada en 1788 por L’Héritier al descubrir este árbol de flor con pétalos que forman tapadera. Sin embargo, cuánto más natural y eufónico es el cateto andaluz diciendo un calistral que el ingeniero de montes hablando de una plantación de eucaliptos.

Problema distinto es el de otra planta de reciente introducción en España, el ailanto (ailanthus altissima). Árbol, ese sí, odioso y de expansión incontenible, seguirá siendo una plaga, aunque se imponga su otro nombre más lisonjero, árbol del cielo, que es lo que significa ailanto en chino según unos y en moluqués según otros. En cambio merecería nombre vernáculo más amable y menos frío el olmo siberiano (ulmus pumila), una de las pocas especies de olmos inmunes a la devastadora enfermedad del graphium ulmi y por ello de implantación creciente y muy de agradecer.

Por último, y en la esperanza de que alguno de mis lectores sea sabio micólogo —o, mejor aún, psicólogo perspicaz— y pueda ilustrarme, quiero exponer la curiosidad que me devora desde que durante el pasado otoño, tan lluvioso, hubo la habitual racha de muertes por ingerir setas venenosas. ¿Cómo puede haber insensatos capaces de comer un hongo tóxico que parece lo que su nombre dice, falo perruno (mutinus caninus)? Y, por el contrario, ¿a quién se le ocurrió denominar falo hediondo (phallus impudicus) a un hongo comestible e incluso sabroso? Por algo Platón desconfiaba de la teoría de Heráclito según la cual los nombres son justos por naturaleza. Sería que entendía de hongos.

                                              * * *

«Para su archivo le añadiré la versión cántabra del carlitos: es ocálito» (Carta de don Emilio Lorenzo, 14-2-87).
«Sobre el carlitos: en Galicia a los eucaliptos les llaman arcolitos» (Carta de don Ernesto López, 26-1-87).
«Aquí, en Asturias, se desprecia al eucalipto (se le llama eucálitro)» (Carta de don José Ignacio Gracia Noriega, 24-1-87).
Está claro, pues, que la palabra eucalipto se le atraganta al español; tal vez por eso lo use como expectorante.
En cuanto al sabio micólogo, cuya intervención yo impetraba, apareció bajo la forma de un joven diplomático, don Carlos Fernández-Arias, que con fecha 6-3-87 me escribió:
«Tal y como te prometí, te envío un breve comentario a tu artículo “El carlitos” publicado en “ABC” el pasado mes de enero. Al final del artículo hacías una referencia a la seta Phallus impudicus que deseo aclarar.
Primero debo decir en honor de quien bautizó este hongo como falo hediondo que pocas veces he visto un nombre mejor escogido y apropia do para una seta. El anónimo bautista no hizo sino describir fielmente lo que tenía ante sí, una seta de buenas proporciones que se erigía obscenamente en medio del bosque y de la que emanaba un olor fétido percibible —y de ello puedo atestiguar— a varios metros a la redonda.
Por otra parte, no es del todo correcta la referencia a la comestibilidad de esta seta que los franceses llaman satyre puant. Ni el Phallus impudicus ni su congénere el Phallus hadriani de menor tamaño —a pesar de su imperial apellido— son comestibles. Sin embargo, estas setas en su estadio juvenil viven bajo tierra con forma de huevo y reciben el nombre de huevo de bruja, ou del diable en Cataluña. Según algunos libros, los huevos de bruja son comestibles siendo incluso exquisitos. En cualquier caso, creo que hace falta algo más que una simple curiosidad micófaga para guisar y comer un falo hediondo o un huevo de bruja


(Este artículo se publicó en el ABC del 24 de Enero de 1987, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005). Ya que estamos en temporada otoñal, viciosa en setas, me ha parecido oportuno reproducirlo un cuarto de siglo después y reiterar mi agradecimiento a mi compañero diplomático y micólogo don Carlos Fernández-Arias. Y también agradecer a Alicia en el País de las Maravillas, a punto de cumplir 150 añitos, su aparición junto a la seta mágica y tal vez alucinógena). 


Enlaces relacionados:
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

2 comentarios:

  1. Justicia, Rodriguezia, Quezadea, Laurus, Aristolochia son sólo cinco nombres de las 20 mil especies vegetales de la llamada Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada que un sabio gaditano, (valga la coincidencia si no estoy mal con su origen), Don José Celestino Mutis inició 1783, en esa tierra poblada de variedades en nombres nativos, para llevarlas al mundo en forma de latín y castellano. El proyecto de describir la flora del virreinato se hizo con belleza y suma fidelidad a las características del objeto, mostrando las sutiles y complejas formas de esas especies, hoy ya algunas desaparecidas por cuenta de esa especie nociva y peligrosa que es el “homo sapiens”, que de sapiens tiene más bien poco.
    Gracias a usted por su entrada porque me ha hecho pensar en lo que nombramos y su motivo.

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