XXV
En cuanto terminé con los interrogatorios en Berlín me inventé otra misión —la guerra acaba de terminar y todavía en mi oficio se podía uno inventar misiones— en Francia. Me fui a París y a Toulouse. Encontré a Gutiérrez y lo obligué a darme la pitillera.
— Los rojos no somos rateros —le dije, y el hombre se sonrojó, así es que no debía de ser tan miserable.
Fue la última vez que me definí como rojo, y lo hice con orgullo. Le devolví la pitillera a Adam a través de un oficial francés del ejército de ocupación en Alemania, que comprendió muy bien el encargo y lo cumplió de inmediato, pues al poco, en el primer día de mi vida civil, recibí en Londres una carta de mi amigo en la que me daba las gracias y añadía:
Veo que sigues siendo puntilloso, así es que tengo que advertirte de otra cosa. No te molestes en seguir buscando a tu dadivoso benefactor anónimo de 1938, que te facilitó ir a Cambridge. Fue un legado —el último— de quienes tú sabes, que a su vez lo habían heredado en 1936 de su tía Muriel (la que encontraba terribly middle-class todo lo contemporáneo, ¿te acuerdas?) y me encargaron hacértelo llegar en el momento oportuno.
Me fui a pasear por Hyde Park, hacia Mayfair. Pensé en mis deudas de honor, casi todas saldadas menos la grande, la inmensa. Oí un mirlo en el parque pero ahora ya no me producía tristeza sino esperanza. Mientras me afeitaban y me cortaban el pelo en Trumper’s me amodorré y conseguí soñar proyectos humildes y grandiosos. Prepararía ediciones bilingües y anotadas de los clásicos y las publicaría con mi amigo editor. Crearía una colección mejor que Loeb, que no tiene notas. Volvería a España y allí fundaría una sucursal. No necesitaría pasar por la aduana ideológica y casposa de la Universidad española para alcanzar con mis libros a quienes me interesaba hablar de los dioses y de los árboles. ¿Cuántos llegarían a entender la tristeza de las estaciones, la locura de las lunas? Con uno solo que aprendiese a ver el rompimiento de gloria me bastaría para cumplir con mi obligación de salvar el legado.
Entré en Heywood Hill, la tienda de libros junto a la peluquería. Compré a una mujer joven una edición antigua de las Geórgicas. Me dolían las dos piernas, la republicana y la monárquica; se conoce que el tiempo iba a cambiar, yo lo que necesitaba era la sequedad perenne del aire castellano. Pero seguí andando camino del Athenaeum Club, donde estaba citado con David Campbell, hasta que tuve que sentarme en un banco en St. James’s Park. Abrí las Geórgicas y leí al azar: Fortunatus et ille deos qui novit agrestis. Saqué un lápiz y decidí empezar mi nueva vida traduciendo y anotando cuidadosamente en los generosos márgenes la advocación, afortunado también aquél que ha llegado a conocer a los dioses agrestes.
F I N
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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