Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: diciembre 2010

jueves, 30 de diciembre de 2010

El Rompimiento de Gloria (cap. XXV)

Reanudo y termino con este capítulo XXV y por último con el Apéndice la publicación de la novela El Rompimiento de Gloria. La interrumpí, por prescripción facultativa de la editorial, en Febrero pasado (http://marquesdetamaron.blogspot.com/2010/02/el-rompimiento-de-gloria-cap-xxiv.html). Ahora me encuentro en la jungla bloguera con malentendidos o alusiones más o menos insidiosas cuyos autores pueden excusarse en que no habían terminado de leer el libro. Ahí van pues, primero el último capítulo y luego el Apéndice, que quedará para el año que viene.


XXV


En cuanto terminé con los interrogatorios en Berlín me inventé otra misión —la guerra acaba de terminar y todavía en mi oficio se podía uno inventar misiones— en Francia. Me fui a París y a Toulouse. Encontré a Gutiérrez y lo obligué a darme la pitillera.

— Los rojos no somos rateros —le dije, y el hombre se sonrojó, así es que no debía de ser tan miserable.

Fue la última vez que me definí como rojo, y lo hice con orgullo. Le devolví la pitillera a Adam a través de un oficial francés del ejército de ocupación en Alemania, que comprendió muy bien el encargo y lo cumplió de inmediato, pues al poco, en el primer día de mi vida civil, recibí en Londres una carta de mi amigo en la que me daba las gracias y añadía:

Veo que sigues siendo puntilloso, así es que tengo que advertirte de otra cosa. No te molestes en seguir buscando a tu dadivoso benefactor anónimo de 1938, que te facilitó ir a Cambridge. Fue un legado —el último— de quienes tú sabes, que a su vez lo habían heredado en 1936 de su tía Muriel (la que encontraba terribly middle-class todo lo contemporáneo, ¿te acuerdas?) y me encargaron hacértelo llegar en el momento oportuno.

Me fui a pasear por Hyde Park, hacia Mayfair. Pensé en mis deudas de honor, casi todas saldadas menos la grande, la inmensa. Oí un mirlo en el parque pero ahora ya no me producía tristeza sino esperanza. Mientras me afeitaban y me cortaban el pelo en Trumper’s me amodorré y conseguí soñar proyectos humildes y grandiosos. Prepararía ediciones bilingües y anotadas de los clásicos y las publicaría con mi amigo editor. Crearía una colección mejor que Loeb, que no tiene notas. Volvería a España y allí fundaría una sucursal. No necesitaría pasar por la aduana ideológica y casposa de la Universidad española para alcanzar con mis libros a quienes me interesaba hablar de los dioses y de los árboles. ¿Cuántos llegarían a entender la tristeza de las estaciones, la locura de las lunas? Con uno solo que aprendiese a ver el rompimiento de gloria me bastaría para cumplir con mi obligación de salvar el legado.

Entré en Heywood Hill, la tienda de libros junto a la peluquería. Compré a una mujer joven una edición antigua de las Geórgicas. Me dolían las dos piernas, la republicana y la monárquica; se conoce que el tiempo iba a cambiar, yo lo que necesitaba era la sequedad perenne del aire castellano. Pero seguí andando camino del Athenaeum Club, donde estaba citado con David Campbell, hasta que tuve que sentarme en un banco en St. James’s Park. Abrí las Geórgicas y leí al azar: Fortunatus et ille deos qui novit agrestis. Saqué un lápiz y decidí empezar mi nueva vida traduciendo y anotando cuidadosamente en los generosos márgenes la advocación, afortunado también aquél que ha llegado a conocer a los dioses agrestes.


F I N


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008


Otras entradas relacionadas:
El Rompimiento de Gloria (apéndice)
El Rompimiento de Gloria (cap XXIV)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Valentín García Yebra

Ha muerto un hombre bueno, un verdadero sabio y, como tal, modesto: Valentín García Yebra. Falleció en Madrid, el pasado día 13 de Diciembre, a los 93 años. Se aprendía mucho leyéndolo y hablando con él. Y se disfrutaba. Descanse en paz.

Hace veinticinco años escribí este artículo, antes de conocerlo en persona. Me atrevo a reproducirlo aquí y ahora, porque sigo pensando en don Valentín García Yebra con la misma admiración que entonces, y a ella se fue añadiendo el afecto y ahora la pena.


El triunfo de Calibán


El azar —o la misericordia divina— ha hecho que cuando empezaba a agobiarnos el estudio de la estupidez y de la ignorancia humanas cayeran en nuestras manos dos libros inteligentes: el discurso de ingreso en la Real Academia de don Valentín García Yebra y After Babel, de George Steiner. Acaso habríamos ido demasiado lejos en nuestra curiosidad —¿masoquista?— por el lenguaje pobre y mendaz de la política y del periodismo. Quizá tenía ribetes morbosos nuestra caza de la presuntuosa traducción errónea. O no; puede que esa catarsis sea necesaria. De cualquier manera, cansa a la larga vivir rodeado de idiotismos y de idioteces, de falsos amigos y de amigos falsos, de traidores y de traductores, con solo el sarcasmo por defensa. No es bueno reducir las emociones a la ironía. A veces hay que volver los ojos a la belleza y admirarla.

Pues bien, a eso nos incitan García Yebra y Steiner, cada cual a su manera, a propósito de las traducciones. Ambos son políglotas —de los de verdad, no de los que pululan en TVE— y conocen a fondo tanto la cultura clásica como la moderna. Dicho de otra manera, son fósiles vivientes. Pertenecen a la noble tribu —hostigada, diezmada y ya casi extinta— de los humanistas capaces de leer a Horacio en latín y a Proust en francés, y además disfrutarlo. Eso, no nos engañemos, está desapareciendo. Cierto sistema común de referencias culturales, en vigor durante muchos siglos, ha sido eliminado de los planes educativos y ya empiezan a surgir generaciones de jóvenes bárbaros, afables y bien nutridos, limpitos de cuerpo y de mirada, lobotomizados por un bachillerato analfabético, a quienes nada dicen el misterio del Gólgota o los de Delfos, la belleza de Helena o la de María Magdalena. J. J. Rousseau (il a été laquais et cela se voit, decía de él Voltaire) ha triunfado. Cuando el buen salvaje entra en el Museo del Prado y ve a un imponente barbudo con cuernos de luz y unas lápidas en la mano, o a tres mujeres en cueros ante un joven que ofrece una manzana, sonríe con la mirada beatífica del mulo y sigue su camino. No sabe, no puede saber, de qué va.

García Yebra sí sabe de qué va. Su reciente discurso, Traducción y enriquecimiento de la lengua del traductor, síntesis de una vida de trabajo y de disfrute intelectual, es a primera vista un resumen de la historia de la traducción y del catálogo de las influencias mutuas entre las lenguas. En el fondo es mucho más, es un retrato del entramado que une a unas culturas con otras tras siglos de fértiles cruces. Es el árbol genealógico de la cultura humana. No busca limpiezas de sangre; cuando encuentra a un abuelo pirata o cuatrero lo reseña complacido. La raigambre latina de nuestra lengua no ningunea al vocablo moruno o caribeño. Todos concurren a crear un idioma viejo, rico y sutil, en perpetua transformación. García Yebra no es inmovilista ni menos retrógrado. Acepta sin miedo la evolución lingüística. Pero toda su exposición rezuma una pregunta no formulada: ¿y ahora, qué? ¿Continuará la evolución enriquecedora o hemos entrado en la evolución empobrecedora, es decir, la degeneración lingüística, camino del «español básico» de mil palabras, casi todas ambiguas e imprecisas?

George Steiner, más pesimista, aborda el problema y no ve solución. En realidad no necesitaba mencionarlo; también en su obra —más filosófica que la antes citada— hay implícito un retrato casi póstumo de nuestra civilización. Un detalle hacia el final de After Babel nos parece revelador. Cuando decide citar dos ejemplos supremos de traducción perfecta, el autor —judío y liberal, no se olvide— acude a un reaccionario católico y a un jesuita del siglo pasado. El primero es G. K. Chesterton, autor de una versión inglesa exacta y a la vez conmovedora del famoso soneto «Heureux qui, comme Ulysse...», de Joachim du Bellay. El segundo es Gerard Manley Hopkins, cuya poesía religiosa, tan rica y compleja que a veces anonada, ha sido objeto de una traducción al francés por Pierre Leyris rayana en el prodigio. Al leer Pied Beauty (Beauté Piolée) en versión bilingüe fuerza es preguntarse quién será capaz de hacer algo comparable dentro de cincuenta años. ¿Cómo traducir Calderón al español básico? Será un empeño vano, tanto como esperar generosidad ecléctica en un crítico literario.

Y es que la guerra contra Calibán la hemos perdido, aunque por fortuna no nos hayamos enterado. Tan sólo cabe seguir amando la causa perdida y, en los raros momentos de triste lucidez, consolarnos con el famoso epitafio de A. E. Housman: «What God abandoned, these defended». No, no es difícil de traducir. Hasta nuestros nietos mostrencos podrán decirlo en español básico: «Lo que Dios había abandonado, éstos defendieron».

(ABC, 19 de Octubre de 1985)

jueves, 16 de diciembre de 2010

Por último

Por último, y como siempre, la ironía (¿divina o humana?) de la Historia: los textos de este Aleluya son todos del Apocalipsis. Así es que el ser apocalíptico no excluye la esperanza, ni la alegría. Al contrario.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Aleluya

http://www.youtube.com/user/AlphabetPhotography#p/a/f/0/SXh7JR9oKVE

Me pregunto si lo que aparece en este enlace estará ya prohibido en España, o a punto de estar proscrito por nuevas leyes.

Así es que, mientras aún podamos, felicitemos a creyentes y agnósticos, a izquierdas y derechas, a todos los capaces de apreciar la alegría y la belleza sencilla, sin asomo de vulgaridad y tampoco de pedantería. O sea, felicitemos a todos menos a los tontos malévolos.

Hay que darse prisa porque hoy la alegría empieza a ser subversiva. Modernamente, para que la alegría sea aceptable en público debe tener un punto de sordidez (botellón con vomitera) o un punto de salvajismo cobarde (hinchas futboleros con bates de béisbol). Y litúrgicamente –en demasiadas iglesias de España– la alegría ha de ser un poco o un mucho cursi (cánticos sosos y ñoños, en las antípodas del gregoriano e incluso de esta música coral del siglo XVIII que acabamos de oír).

Y sin embargo este Aleluya del Mesías de Haendel es tan hermoso como sencillo y asequible al hombre de la calle. De ahí su popularidad en muchos países, desde que se estrenó en Londres en 1743. Dicen que ese día el Rey Jorge II se levantó espontáneamente en honor del Rey de Reyes, y desde entonces muchos lo hacen cuando se escucha en público.

Por último, y como siempre, la ironía (¿divina o humana?) de la Historia: los textos de este Aleluya son todos del Apocalipsis. Así es que el ser apocalíptico no excluye la esperanza, ni la alegría. Al contrario.