Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El Rompimiento de Gloria (cap. XVIII)

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XVIII)

XVIII




— Don Grabié está muy ocupado. ¿No quieren los señores ir antes a sus habitaciones y pasar por el cuarto de baño?

Acabábamos de llegar a San Francisco, un caserón perdido en medio de la dehesa, ya de noche, después de tres horas de tren y una de tartana, sucios, despeinados y hambrientos. Era natural que nos mirase con poco aprecio aquel hombre menudo, cetrino y muy pulcro en su traje de pana castaña.

— No, queremos ver a mi tío ahora —replicó Elena.

— Como gusten.

Seguimos al criado a través de varias estancias bien iluminadas con reverberos y cada una con su chimenea encendida. Al llegar a una puerta de cuarterones cerrada, el hombre titubeó con la mano en el picaporte. Dentro un vozarrón colérico gritaba:

— ¡ Paco, so hijoputa, me las vas a pagar! ¡Y tú, Curro, eres un cabrón! Y tú, Quico, ¿qué? Eres un suave ladino, eso es lo que eres, el peor de todos. ¡Hacerme eso a mí, a vuestro amo, que os ha sacado de la miseria! ¡Os voy a moler a palos!
Nadie contestaba al amo energúmeno. Yo anuncié fríamente que me volvía a Madrid, pero en ese momento el criado abrió la puerta con un suspiro de resignación.

— Don Grabié tiene su genio.

Vimos a un hombre enorme, rubicundo, empuñando un periódico enrollado con el que gesticulaba delante de un sofá vacío. Bajo el mueble, seis ojillos brillaban con el reflejo del fuego del hogar. En cuanto su amo se volvió para recibirnos, tres chuchos indescriptibles salieron en un torbellino de brincos y ladridos de alegría. Con su natural inteligencia, los mil leches habían comprendido que si aprovechaban para escaparse tarde o temprano les llegaría el castigo, pero si hacían fiestas la tormenta pasaría. Eran todos de color canela, cortos de patas, prógnatas y algo bizcos. Uno de ellos, más joven, intentó enseguida fornicar con la pierna de Elena.

— ¡Quieto, salido, o te mato!

— ¿Se llama Salido?

— No, todos se llaman Francisco. He escrito al Kennel Club en Londres para inscribir su casta. La voy a llamar Franciscan Pure Thoroughbred Mongrel. Aunque ya no sé, de un tiempo a esta parte me dan muchos disgustos. Ahora tienen la manía de comerse el Country Life, les atrae el olor. Por su culpa me he quedado sin saber quién ganó el Test Match de cricket en Australia.

Nuestro anfitrión, vestido de pana parda y camisa blanca de cuello cerrado, parecía, pese a la indumentaria idéntica a la de su sirviente, un militar retirado inglés por su aspecto físico y por sus gustos. Durante la cena estuvo galante con su sobrina, paternal con su sobrino —de quien había sido jefe— y afable conmigo.

— Mi comandante, no debiste dejar el ejército en el 31 —le dijo Miguel.

—¿Y ya qué pintaba yo allí? Sin Rey en España, ni guerra en Marruecos, ni caballos en mi regimiento... ni nada...

— Ya, pero... ¿está el campo tranquilo por aquí?

— Sí. Bueno, nunca se sabe, pero a mí ya poco me pueden hacer. El médico me ha dicho que me quedan tres meses de vida. Por eso le avisé a Elena de que debíais venir pronto por aquí.

Miré de reojo a los asistentes, pero todos, incluido el criado, tomaban con gran naturalidad la situación. Al cabo de unos instantes de silencio, Elena le tomó una mano a su tío y se la besó, y Miguel levantó la copa sonriente.

— Aquí o en otro sitio volveremos a vernos, mi comandante.

— De eso sí que estoy seguro, mira tú. Bueno, Jesús, venga, llévanos corriendo el café y los licores y los puros a la biblioteca.

— ¡Pero si todo eso se lo tiene a usted prohibido el médico, don Grabié! —levantó la voz el criado, por una vez saliendo de su impavidez.

— ¡No discutas, Jesús, que más prohibido todavía me tienen el sulfurarme!

Más tarde, en una biblioteca enorme donde sólo había libros sobre el campo, la caza y los caballos, don Gabriel siguió hablando, hundido en un butacón que compartía con dos o tres perros y envuelto en una nube de humo azul.

— Se ha exagerado mucho la importancia de morirse. Me da la lata el cura, pero yo siempre rezo un padrenuestro por la noche y ya está. Además el cura quiere que vote por la Ceda, yo, que nunca he votado en mi vida. Qué disparate. Los Franciscan Thoroughbred Mongrels volverán a su ser natural, que es vivir a salto de mata, salvo que antes les arregle los papeles en Londres y entonces se volverán respetables y quizá burgueses. Lo único que me preocupa es qué va a ser de Jesús. Ya me he acordado de él en el testamento, pero, claro, por aquí hay mucho envidioso y además la gente es jaranera; Jesús en cambio es de Ronda y taciturno. Y me salvó la vida una vez en Marruecos, como sabéis. En fin, os ocupareis un poco de él, ¿verdad?

— Sí —contestaron los hermanos, y yo también aunque no era asunto mío, así es que me sonrojé pero a nadie pareció chocarle mi intromisión.

— La otra cosa que me gustaría antes de morirme es tener instalada la antena de radio para oír por la BBC las carreras de caballos y el cricket.

— Pues por eso que no quede. Yo te mandaré a un compañero del Regimiento de Transmisiones que te la instalará.

— Gracias, hijo. Bueno, y ahora a dormir, que mañana os espera un día duro. ¡Qué envidia me dais! Fijaos bien en todo y contádmelo luego por la noche. Ya habrá narcisos, aunque no estará en flor todavía el pseudo narcissus confusus hispanicus, que es el que más me gusta, sobre todo por su nombre. ¡Menuda redundancia! Falso, narcisista, confuso, hispánico... Parece una descripción de Unamuno.

Don Gabriel se fue por un pasillo, riéndose, hacia su cuarto. Nosotros subimos al piso de arriba, donde estaban nuestras habitaciones. Nos quedamos un rato de charla en la de Elena, que era la mejor, con una buena estufa de leña y las paredes cubiertas de acuarelas desvaídas que representaban castillos adustos y niños risueños.

— Era escocesa y muy guapa —dijo Elena.

— ¿Quién?

— La pintora. Este era su cuarto. Estuvo casada un año con tío Gabriel y murió de parto. El hijo también.

— ¡Pobre don Gabriel! ¿Qué hizo entonces?

— Lo normal. Irse a la guerra e intentar que lo matasen. Lo malhirieron pero lo salvó su asistente, Jesús, llevándoselo a cuestas hasta el puesto de socorro. Casi siempre ocurre algo así —musitó Miguel como hablando consigo mismo.

— ¿Qué quieres decir?

— No sé bien por qué, pero he visto un par de casos parecidos. Creo que en la guerra es imposible morirse de pena. Hace falta una cierta alegría, aunque sea desesperada, para atraer el rayo. Tío Gabriel estaba sombrío y la sombra lo protegió. Jesús me contó que su jefe estuvo varios días sin hablarle, hasta que una tarde, aprovechando que la monja había salido de la enfermería, le gritó: “So animal, tenías que haber dejado que me desangrase, ¿no entiendes?” Y se hartó de llorar y luego se limpió los mocos y se echó a reír. Y hasta ahora. Cada día más reconciliado con la vida y disfrutando de más cosas. Y ahora se morirá —concluyó Miguel encogiéndose de hombros.

Elena estaba tumbada en la cama con las manos cruzadas bajo la nuca y mirando al baldaquín. Su pecho se movía al compás apacible de la lenta respiración. Miguel se había sentado en el suelo, al pie de la cama. Tenía el don de ponerse cómodo en las posturas más molestas; supongo que cualquiera que sabe estar cómodo a caballo es capaz de estarlo en las situaciones más difíciles de la vida. Ambos eran la viva imagen de la fuerza serena y contenta.

— Chicos, ¡qué raros sois!

— ¿Tú crees? —me replicó Elena incorporándose un poco en la cama, como con leve curiosidad.

— Sí. Habláis de la muerte próxima de un hombre a quien supongo que queréis sin darle mayor importancia.

— Él mismo se la quitaba esta noche durante la cena.

— Es que don Gabriel también es raro. Será cosa de familia. O de casta. Esa indiferencia...

— No es indiferencia, Sátur. Es un intento sensato de separar lo principal de lo accesorio y de mitigar lo mitigable. No sabemos lo que le ocurre a quien se muere, “what dreams may come”... Pero sabemos muy bien lo que le pasa a quien sobrevive. Se empobrece. Por eso echa de menos al muerto, por eso se siente solo. Pero todo ello es mitigable si se toma a tiempo la precaución de aprender de los mortales, de recoger de sus manos y de sus bocas lo esencial de sus saberes, sus destrezas, sus emociones. Lo que se transmite no muere y tampoco quien lo transmite muere del todo. La traditio no es más que eso en latín, entrega. Por eso Virgilio no está muerto del todo, ni Hans el viejo guardabosques que me enseñó a imitar el canto de la alondra, ni Luna, la podenca que sabía mordisquear la oreja sin hacer daño y yo lo ensayé con Miguel pero le dolió y me dio un cate en el culo, ni Pepa la cocinera tuerta de quien aprendí a reír cuando algún guiso se echaba a perder en la cocina después de horas y horas de trabajo. Así es que como tío Gabriel nos ha entregado mucho, el guiño, el coraje y la ternura, pues ya...

Elena, apoyada con un codo en la cama, hizo un gesto con la mano que indicaba fatalismo y gratitud.

— Y también nos enseñó unas aleluyas —interrumpió Miguel— para distinguir siete matas de flor amarilla que la gente llama retama sin más precisiones.


Echa pringoso retoño
el cambroño.
Un primo suyo más tieso
es codeso.
La cuneta lleva rama
de retama.
Alto crece y retozón
escobón.
Bien apartado del ojo
el tojo.
Corta peor que una daga
la aulaga.
Y con olor a vainilla
amarilla
llega el piorno serrano
en verano.


— ¿Y todas son la zarza ardiente?

— No, todas no... —me contestó Elena medio dormida— Algún día lo comprenderás.

Con las buenas noches le di un beso en la mejilla, procurando acercarme al cuello. Olía a sueño tibio, quizá a piornal en verano.

Antes del amanecer estábamos en el comedor ante un desayuno de migas, fiambres, alfajores, café y aguardiente. Jesús, inquieto, nos interrogaba.

— ¿Seguro que no quieren los señores que los acompañe? Conozco bien las veredas.

— No gracias - contestó Elena apurando el café.

— Pues no se entretengan ahí arriba, que los días son todavía cortos. Calculen por lo menos ocho horas de marcha —advirtió Jesús con el tono de quien ha pasado su vida entre la Serranía de Ronda, el Rif y Gredos.

— Yo he hecho ese recorrido una vez en seis horas y hoy no tenemos por qué tardar más. Descansaremos en el llano, a la vuelta —zanjó Miguel.

— Como usted mande, mi capitán —masculló Jesús mirando compasivamente a Elena.

Fue una marcha áspera y casi tan agotadora para mí como la de aquel día, muchos meses atrás, en que fui puesto a prueba por los hermanos. Había poca agua pues bajar a las gargantas de los arroyos hubiese supuesto retrasos considerables. La única comida que llevábamos era algo de chocolate y unos puñados de higos secos y orejones. El tiempo estaba tristón y aburrido; si hubiese tenido algo de particular —sol de justicia, niebla espesa, lluvia o nieve— los dos mil metros de subida y luego de bajada, todo ello sin apenas descanso, habrían sido una proeza arriesgada, un reto más que un calvario. Pero echar los bofes entre nubes plomizas y sin perfiles, por cuestas pedregosas e interminables, era tan penoso como frustrante resultó no ver casi el paisaje desde la cima, envuelta en los mismos vapores tristes y grises que cubrían los cielos. Ni siquiera hicieron falta los crampones; unos días de blanduras insólitas habían dejado las cumbres con muy poca nieve salvo en las umbrías. Eso sí, el ascenso me puso como nunca a prueba el pecho y el descenso las rodillas.

No así la mente, absorta en la tarea urgente y banal de evitar el desfallecimiento del cuerpo. Cruzamos pocas palabras hasta que, de regreso al llano, hicimos alto junto a una fuente rodeada de fresnos ya cubiertos de yemas y renuevos.

— No era una broma, ¿verdad? —pregunté mientras ponía al remojo las mataduras de los pies.

— No —contestó Miguel —Y aunque has aguantado bien el esfuerzo, te habrían podido matar varias veces. No te percataste de nada durante toda la marcha. ¿A que no viste al pastor que nos miraba desde unas peñas, al poco de empezar la subida?

— Pues no.

— ¿Y una mancha de narcisos pálidos en la pinaza, a media ladera?

— Tampoco.

— ¿Y un macho montés a la derecha del camino de vuelta? ¿Y el águila imperial?

— No, no vi nada de eso... Además, con tantas fatigas, ¿para qué demonios iba a escrutar cualquier cosa pálida o parda a lo largo del camino?

— Porque la muerte siempre es pálida o parda y algún día te acechará junto al camino —me replicó Elena mirándome fijamente y sin sonreír.

Me encogí de hombros y gruñí alguna ironía, pero durante lo poco que nos quedaba por andar me fijé en todo lo que me rodeaba y no sólo en dónde ponía mis doloridos pies para evitar una torcedura. Tomé buena nota taquigráfica, como al dictado rápido, de vislumbres fugaces: el gesto alegre de Elena desabrochándose tres botones de la camisa en cuanto salió el sol, su ademán resignado abrigándose al volver las nubes a cerrarse, el vuelo afanoso de la cigüeña, recién llegada de Africa y ya acarreando leña menuda para rehacer su nido en un chopo desmochado, los montoncitos de tierra fresca en la yerba, señal de que el topo redoblaba su humilde briega, unas volutas de humo lejanas. Por primera vez me sentí más a gusto en el valle que en la montaña. Ese día la montaña me había parecido inhóspita, más que por su enormidad o su dureza por su condición inescrutable y un punto desdeñosa. Algo de razón tenían los hermanos, había que aprender no sólo a mirar sino a ver. Pero eso era a todas luces, hasta en el lubricán, más fácil en el llano que entre precipicios. Me volví para explicarles mi descubrimiento, pero ellos una vez más me habían madrugado y saludaban con la mano hacia lo lejos, donde en efecto acababa de aparecer el caserón de San Francisco en un altozano.

Don Gabriel nos esperaba sentado en el gran balcón de su torre con un telescopio pequeño. Cubierto con una soberbia pelliza y gorro de pieles parecía una mezcla de Atila y Copérnico.

— ¡Chicos, qué rapidez, habéis tardado seis horas menos un minuto! Ni que os estuvieseis entrenando para el maratón. ¿De verdad habéis subido hasta el Pico de Almanzor? Yo quería seguiros con este trasto, pero había calinas y no se veía nada. Ahora os bañáis y cuando estéis limpitos merendamos y luego me contáis lo que habéis visto —nos gritó desde su atalaya.

Durante la merienda, que empezó con morcilla y terminó con torrijas, don Gabriel nos asaeteó a preguntas sobre los signos precursores de la primavera, en plantas y aves, a todas las alturas de la solana de Gredos. Necesitaba datos para completar el informe que periódicamente enviaba al Instituto Meteorológico de Berlín con sus observaciones fenológicas. Sabía que éste sería el último informe de su vida y quería hacerlo muy detallado.

Miguel y Elena estaban de humor lacónico pero dieron cumplida noticia de mil pormenores que a mí se me habían escapado por agotamiento, desde los cantos del cuco y del críalo hasta los bandos de grullas. Lo que más interesaba a don Gabriel eran los fenómenos individuales y anómalos, el florecimiento precoz de tal narciso de roca a tantos metros o la aparición de un quebrantahuesos divagante, como si estuviese a la espera de un portento.

— Pues yo vi antier un águila culebrera con una víbora hocicuda en el pico —intervino Jesús, tocando la madera de la biblioteca con disimulo.

— Muy temprano es para que haya llegado esa águila y más aún para que se hayan despertado las víboras —murmuró don Gabriel, pensativo —¿Y cómo sabes que no era una culebra?

— Porque yo llevaba los prismáticos esos tan grandes que me regaló el Señor Príncipe, don Adán.

— ¿Y tú crees que lo que has visto es bueno o es malo?
Jesús tardó en contestar.

— Digo yo que será bueno para el águila y malo para la víbora.

Al día siguiente, en el tren, descargué mi preocupación.

— Oye, ¿no habéis sido poco expresivos con vuestro tío? El hombre debe de sentir agobio.

—¿Agobio? No creo... Más bien curiosidad. Va a morirse y sabe o cree saber que lo que le espera es bueno. Va a volver a abrazar a su mujer, va a desentrañar misterios que a él le importan mucho como el aspecto del oso de las cavernas o el sabor de la carne de mamut. Su cielo, apenas cristianizado, sigue siendo el de los bárbaros. Tío Gabriel no es lamentable, es envidiable - concluyó Elena.

— Y entonces, ¿por qué os empeñáis en enseñarme a escapar de la pallida Mors?

— Porque a ti todavía te queda mucho por hacer, pedazo de marmolillo. Por ejemplo entender, no traducir, entender el libro que tienes en las manos.

Me hundí de nuevo en la Odisea, evitando ver los ruines adobes de Talavera.


* * *




Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

2 comentarios:

  1. Gracias Tamarón, por regalarnos tan buen capítulo del Rompimiento. Ahora que el ecologismo se propaga como la nueva religión incuestionable y simplona, se agradece un personaje como D Gabriel, al que se le adivina una cosmovisión donde la naturaleza sigue una evolución que procede del Logos, y contiene por ello un mensaje matemático y también moral; mensaje constante que revela una ética que corre por todas las religiones de la historia de la humanidad.

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  2. Bienvenida sea esta nueva entrega de "El rompimiento de gloria". Soberbiamente escrito, este bellísimo capítulo encierra uno de los mensajes de la novela: lo que se transmite no muere y quien lo transmite tampoco muere del todo. "El dolor de la muerte es mitigable si se toma a tiempo la precaución de aprender de los mortales, de recoger de sus manos y de sus bocas lo esencial de sus saberes, sus destrezas, sus emociones." Que tenga que ser Sátur, universitario de clase media empachado de ideas de progreso y de revolución social. el favorecido por el legado de los hermanos Cienfuegos es una de esas paradojas que tanto gustan a Tamarón. Y el autor aprovecha para traer a escena a uno de los pocos personajes del entorno los hermanos Cienfuegos presente físicamente en la novela, el tío Gabriel, quien podría decir, como Kipling en Kim, "At the last I shall die, and after.. let the gods otder it. I have never wearied the gods. They will remember this, and give me a quiet place where I can drive my lance in the shade, and wait to welcome my sons.."

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