Zombi es palabra de origen español, según William Safire en el New York Times del 17 de Mayo de 2009:
[...] in 1872, the early student of Americanisms Maximilian Schele de Vere defined the proper noun as “a phantom or a ghost, not infrequently heard in the Southern States in nurseries and among the servants” and speculated that “the word is a Creole corruption of the Spanish sombra.”
Alégrense, pues, ustedes. Nuestra lengua no sólo ha enriquecido el inglés y otros idiomas distintos y distantes con exportaciones como guerrilla, pronunciamiento o junta, sino con algo todavía más terrible. En fin, por lo menos no fuimos nosotros quienes usamos zombi como adjetivo aplicado a los bancos muertos y que se pasean causando pavor y estragos.
Para más detalles, pásense por: http://www.nytimes.com/2009/05/17/magazine/17wwln-safire-t.html?_r=1&scp=7&sq=those%20zombie%20banks&st=cse
miércoles, 27 de mayo de 2009
miércoles, 6 de mayo de 2009
Adiós a la biblioteca ociosa
El mejor ensayo que he escrito es el que reproduzco a continuación. Quizá sea el mejor porque es el último que escribí antes de dejar de fumar, así es que el mérito no es mío sino de la nicotina. Apareció primero bajo el título de La biblioteca ociosa en el número de otoño del 2002 en la revista literaria sevillana Nadie Parecía. Luego lo recogí en El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy, editorial Áltera, Barcelona, 2005. En su reaparición le modifiqué el título – y nada más que el título – que queda como aquí aparece:
Adiós a la biblioteca ociosa
Las bibliotecas no siempre, y menos en Agosto, están para leer, ni para escribir, y ni siquiera para guardar libros. Las bibliotecas a veces, y más en Agosto, están para sestear, soñar, comer chocolates y fumar. También conviene poder mirar por la ventana y poder escuchar música. Otros las prefieren para beber vino con los amigos, pero eso es impropio de gente seria y de orden («¡Qué error tener amigos!», decía Sir George Sitwell a sus tres hijos escritores).
Descansa mucho mirar los libros, pero no abiertos sino contemplando desde lejos los lomos bien ordenados en las estanterías. Es indiferente que el orden sea por tamaños o por colores, siempre que no sea por materias. La vista reposa más con las simples encuadernaciones en tela sajona; la piel y los dorados irritan los ojos con su lujo aparatoso y el papel plastificado es una abominación chillona, amén de su tacto viscoso. Lo más sedante es pasear la vista por vastos acantilados de lomos desvaídos, en tonos verdes oliváceos, rojos polvorientos o azules plomizos.
Para todo eso hacen falta, claro está, unos diez mil volúmenes en una estancia de más de cien metros cuadrados, alta de techo, con ventanas al Norte y al Sur, silenciosa y con buenos temples, de manera que para estar a gusto baste con un abanico en Verano y una chimenea en Invierno. Ya sé que todo ello es mucho, pero yo no estoy hablando del mundo real sino del ideal, que no suele existir y cuando existe dura poco. Se me objetará, por lo demás, que nadie es capaz de leer diez mil libros, lo cual es verdad pero no hace al caso. Si uno quisiera tener los libros que debe leer y que de seguro disfrutaría leyendo y releyendo, bastaría con reunir unos quinientos libros: la biblioteca de Erasmo, el hombre más culto de su época, es decir de cualquier época. A cualquiera se le alcanza que vale más leer cinco veces la Eneida que cinco libros distintos de Antonio Gala. Pero el hombre es imperfecto y necesita excusas para su indolencia. Y la mejor excusa para seguir holgazaneando en lugar de zambullirse en las mil páginas de Los hermanos Karamazov es mirar de reojo las enormes estanterías repletas de sabiduría, cultura, erudición y datos —en este orden descendente de importancia— y musitar, medio estoico, medio melancólico, y en todo caso con alivio:
—¡Dios mío, pensar que me moriré sin haber leído tantas cosas interesantes!
La frase es pura hipocresía, pues deberíamos concentrar nuestro interés en lo importante, y tampoco hay tantísimos libros importantes. Pero la hipocresía —la propia como la ajena— es lo que hace la vida llevadera. Y después de todo mirar por la ventana el vuelo airoso del cernícalo primilla —este Agosto hay muy pocos, será cosa de la química moderna, más vale disfrutarlos antes de que se extingan— o salir al jardín para cortar unas flores de caracola — este año, como siempre, han empezado el día de la Virgen de las Nieves y, como siempre, tienen ese olor singular, entre amargo y dulce— o pasear descalzo por la fresca solería de ladrillos, son distracciones honestas, decorosas y casi edificantes.
Pero, claro, una cosa es leer pocos libros —casi ninguno en agosto— y otra es no mirar los tejuelos con atención. Bien mirados, los lomos revelan algo portentoso. Nunca se lo he oído o leído a ningún observador perspicaz. Es el único descubrimiento rigurosamente original del que puedo jactarme al cabo de miles de horas dedicadas a dormitar en bibliotecas o pasear por librerías. Ahora que voy a confiar el secreto al lector, me siento como Sherlock Holmes a punto de abrirle los ojos al despistado Doctor Watson. Pues bien, ya se habrá percatado usted de que cuando el grosor del volumen es pequeño y el lomo no da para colocar el rótulo a lo ancho, éste se coloca a lo largo. Eso es de cajón. Pero lo curioso es que casi todos los libros españoles, como los franceses, lo llevan escrito de abajo arriba, y los ingleses siempre de arriba abajo. Así es que el lector de español, al escrutar la ciencia almacenada en los plúteos, inclina la cabeza a la izquierda, con cortés gesto de sordo siniestro, y el lector de inglés hace ademán de sordo diestro. Ambos acaban con tortícolis y el políglota descoyuntado.
El sistema inglés tiene una ventaja, y es que si el libro está tumbado en una mesa o estante, se puede leer el lomo y la tapa sin darle la vuelta. Pero lo más notable del sistema español es que no existe. No todos los editores lo siguen, con lo cual ya no es sistema sino vaga costumbre. El escrutador de librerías habrá de tener la cabeza, aun monóglota, siempre dispuesta al doloroso bamboleo. Es como si ciertos coches tuviesen el volante a la izquierda y otros a la derecha, sin ningún motivo conocido. Algún viejo editor puede recordar un origen práctico de la anomalía, pero no estoy seguro de querer enterarme. La explicación será baladí, mientras que todo misterio, por parvo que sea, tiene su dignidad.
Para el uso veraniego y perezoso de la biblioteca, conviene tenerla bien pertrechada de libros de consulta. Puede uno, entre bostezo y bostezo, sufrir un acceso de intensa curiosidad por algo. Ayer hojeé, tan sólo para comprobar su nueva encuadernación, mi viejo ejemplar de la Apología de Sócrates, de Jenofonte. Me tocó traducirla entera —dicho así suena heroico, pero es cortísima— en el colegio, pero ahora soy incapaz de entender más de una palabra griega de cada diez. Me fijé por casualidad en el término megalegoría y recordé que mi profesor, hace más de cuarenta años, nos dijo que la mejor traducción era longanimidad. Lo dijo en tono irónico; para mí que aquel profesor se alegraba de la condena a muerte de Sócrates, lo que tan sólo demuestra que era (el profesor, no Sócrates) un buen demócrata y un mal filósofo. El caso es que quise consultar un diccionario de griego, pero descubrí con irritación que los dos que tenía los había llevado a otros lugares donde pensaba, erróneamente, que me serían más útiles. Encontré, sin embargo, otra edición, bilingüe ésta, de la Apología. Allí traducían megalegoría al inglés de dos o tres maneras, ninguna de las cuales coincide con la palabra española longanimidad. Sigo sin fiarme. Acaso he sido injusto con aquel profesor; quizá su ironía era en previsión de que longanimidad nos recordaría longaniza a aquellos alumnos bestiales que él intentaba desasnar. ¡Qué brutos éramos!
Pero alguna simiente socrática quedaría en nuestras almas ruines, pues con frecuencia me hago la pregunta, honda y tenebrosa, de por qué los demócratas atenienses votaron por la muerte de Sócrates. Ninguna de las explicaciones al uso me satisfacen. Tres años atrás —también en Agosto y también en esta biblioteca— leí algunas de las pocas fuentes que existen sobre la muerte de Sócrates, y quedé cautivado por el Fedón, con su alta filosofía y su sobrecogedor realismo final. A las nueve en punto sonó la campana llamando a la cena, y en mala hora decidí escuchar el índice de las noticias de la radio, por aquello de que mi oficio me obliga a estar informado de la actualidad internacional. Todo el boletín estuvo destinado al Sr. Clinton y a sus miserias sexuales. ¡Si hubieran sido las del casi divino discípulo del discípulo (Aristóteles) del discípulo (Platón) de Sócrates, de Alejandro Magno…! Pero no, no eran orgías apoteósicas y fatales de un genio, sino sordideces de un mediocre, que para colmo luego resultaron carentes de consecuencias políticas. Me abrumó el contraste entre un hecho histórico de tanta importancia espiritual, humana e incluso política como aquella muerte y una vida tan deleznable como la que contaba la radio.
Ahora ya he aprendido y procuro durante el mes de Agosto oír pocas noticias y menos escucharlas. Aun así, algunas se filtran por las rendijas de las ventanas entornadas frente al atroz sol andaluz y suelen conturbarme. Se van los cartujos de Jerez, avanzan los incendios forestales por toda España, van a clonar seres humanos, seguro que clonarán pirómanos y no cartujos, ¿serán imparables el mal y la estupidez? Siempre he creído que sí, pero sería horrible tener razón. En fin, por la mañana temprano el sol todavía no agobia y salgo al patio para contemplar una modesta hierofanía diaria: el mochuelo que posado en una torre toma el sol antes de recogerse como una beata después de misa. Enseguida desecho la imagen inadecuada; el mochuelo es un ave feroz pese a su pequeñez. Me pregunto si sería él el pájaro de Atenea. En español suele traducirse por búho, pero el búho tiene orejas, y las imágenes de Atenea la representan con un ave que más bien parece una lechuza o un mochuelo. ¿O sería un cárabo? Se va pasando la mañana entre guías ornitológicas y libros clásicos, pero nunca aparece el libro que responde a las preguntas que a uno le importan.
En fin, hay que almorzar y ponerse luego a escribir para despedirse, por prudente pietas y por elemental cortesía, de los lares, manes y penates. Y uno para escribir necesita comer dieta de guerra, raciones de combate con las palabras: pan con aceite y ajo, higos chumbos, café y vitamina B. Aunque eso turbe mis últimos días de paz agosteña en la biblioteca ociosa.
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
Adiós a la biblioteca ociosa
Las bibliotecas no siempre, y menos en Agosto, están para leer, ni para escribir, y ni siquiera para guardar libros. Las bibliotecas a veces, y más en Agosto, están para sestear, soñar, comer chocolates y fumar. También conviene poder mirar por la ventana y poder escuchar música. Otros las prefieren para beber vino con los amigos, pero eso es impropio de gente seria y de orden («¡Qué error tener amigos!», decía Sir George Sitwell a sus tres hijos escritores).
Descansa mucho mirar los libros, pero no abiertos sino contemplando desde lejos los lomos bien ordenados en las estanterías. Es indiferente que el orden sea por tamaños o por colores, siempre que no sea por materias. La vista reposa más con las simples encuadernaciones en tela sajona; la piel y los dorados irritan los ojos con su lujo aparatoso y el papel plastificado es una abominación chillona, amén de su tacto viscoso. Lo más sedante es pasear la vista por vastos acantilados de lomos desvaídos, en tonos verdes oliváceos, rojos polvorientos o azules plomizos.
Para todo eso hacen falta, claro está, unos diez mil volúmenes en una estancia de más de cien metros cuadrados, alta de techo, con ventanas al Norte y al Sur, silenciosa y con buenos temples, de manera que para estar a gusto baste con un abanico en Verano y una chimenea en Invierno. Ya sé que todo ello es mucho, pero yo no estoy hablando del mundo real sino del ideal, que no suele existir y cuando existe dura poco. Se me objetará, por lo demás, que nadie es capaz de leer diez mil libros, lo cual es verdad pero no hace al caso. Si uno quisiera tener los libros que debe leer y que de seguro disfrutaría leyendo y releyendo, bastaría con reunir unos quinientos libros: la biblioteca de Erasmo, el hombre más culto de su época, es decir de cualquier época. A cualquiera se le alcanza que vale más leer cinco veces la Eneida que cinco libros distintos de Antonio Gala. Pero el hombre es imperfecto y necesita excusas para su indolencia. Y la mejor excusa para seguir holgazaneando en lugar de zambullirse en las mil páginas de Los hermanos Karamazov es mirar de reojo las enormes estanterías repletas de sabiduría, cultura, erudición y datos —en este orden descendente de importancia— y musitar, medio estoico, medio melancólico, y en todo caso con alivio:
—¡Dios mío, pensar que me moriré sin haber leído tantas cosas interesantes!
La frase es pura hipocresía, pues deberíamos concentrar nuestro interés en lo importante, y tampoco hay tantísimos libros importantes. Pero la hipocresía —la propia como la ajena— es lo que hace la vida llevadera. Y después de todo mirar por la ventana el vuelo airoso del cernícalo primilla —este Agosto hay muy pocos, será cosa de la química moderna, más vale disfrutarlos antes de que se extingan— o salir al jardín para cortar unas flores de caracola — este año, como siempre, han empezado el día de la Virgen de las Nieves y, como siempre, tienen ese olor singular, entre amargo y dulce— o pasear descalzo por la fresca solería de ladrillos, son distracciones honestas, decorosas y casi edificantes.
Pero, claro, una cosa es leer pocos libros —casi ninguno en agosto— y otra es no mirar los tejuelos con atención. Bien mirados, los lomos revelan algo portentoso. Nunca se lo he oído o leído a ningún observador perspicaz. Es el único descubrimiento rigurosamente original del que puedo jactarme al cabo de miles de horas dedicadas a dormitar en bibliotecas o pasear por librerías. Ahora que voy a confiar el secreto al lector, me siento como Sherlock Holmes a punto de abrirle los ojos al despistado Doctor Watson. Pues bien, ya se habrá percatado usted de que cuando el grosor del volumen es pequeño y el lomo no da para colocar el rótulo a lo ancho, éste se coloca a lo largo. Eso es de cajón. Pero lo curioso es que casi todos los libros españoles, como los franceses, lo llevan escrito de abajo arriba, y los ingleses siempre de arriba abajo. Así es que el lector de español, al escrutar la ciencia almacenada en los plúteos, inclina la cabeza a la izquierda, con cortés gesto de sordo siniestro, y el lector de inglés hace ademán de sordo diestro. Ambos acaban con tortícolis y el políglota descoyuntado.
El sistema inglés tiene una ventaja, y es que si el libro está tumbado en una mesa o estante, se puede leer el lomo y la tapa sin darle la vuelta. Pero lo más notable del sistema español es que no existe. No todos los editores lo siguen, con lo cual ya no es sistema sino vaga costumbre. El escrutador de librerías habrá de tener la cabeza, aun monóglota, siempre dispuesta al doloroso bamboleo. Es como si ciertos coches tuviesen el volante a la izquierda y otros a la derecha, sin ningún motivo conocido. Algún viejo editor puede recordar un origen práctico de la anomalía, pero no estoy seguro de querer enterarme. La explicación será baladí, mientras que todo misterio, por parvo que sea, tiene su dignidad.
Para el uso veraniego y perezoso de la biblioteca, conviene tenerla bien pertrechada de libros de consulta. Puede uno, entre bostezo y bostezo, sufrir un acceso de intensa curiosidad por algo. Ayer hojeé, tan sólo para comprobar su nueva encuadernación, mi viejo ejemplar de la Apología de Sócrates, de Jenofonte. Me tocó traducirla entera —dicho así suena heroico, pero es cortísima— en el colegio, pero ahora soy incapaz de entender más de una palabra griega de cada diez. Me fijé por casualidad en el término megalegoría y recordé que mi profesor, hace más de cuarenta años, nos dijo que la mejor traducción era longanimidad. Lo dijo en tono irónico; para mí que aquel profesor se alegraba de la condena a muerte de Sócrates, lo que tan sólo demuestra que era (el profesor, no Sócrates) un buen demócrata y un mal filósofo. El caso es que quise consultar un diccionario de griego, pero descubrí con irritación que los dos que tenía los había llevado a otros lugares donde pensaba, erróneamente, que me serían más útiles. Encontré, sin embargo, otra edición, bilingüe ésta, de la Apología. Allí traducían megalegoría al inglés de dos o tres maneras, ninguna de las cuales coincide con la palabra española longanimidad. Sigo sin fiarme. Acaso he sido injusto con aquel profesor; quizá su ironía era en previsión de que longanimidad nos recordaría longaniza a aquellos alumnos bestiales que él intentaba desasnar. ¡Qué brutos éramos!
Pero alguna simiente socrática quedaría en nuestras almas ruines, pues con frecuencia me hago la pregunta, honda y tenebrosa, de por qué los demócratas atenienses votaron por la muerte de Sócrates. Ninguna de las explicaciones al uso me satisfacen. Tres años atrás —también en Agosto y también en esta biblioteca— leí algunas de las pocas fuentes que existen sobre la muerte de Sócrates, y quedé cautivado por el Fedón, con su alta filosofía y su sobrecogedor realismo final. A las nueve en punto sonó la campana llamando a la cena, y en mala hora decidí escuchar el índice de las noticias de la radio, por aquello de que mi oficio me obliga a estar informado de la actualidad internacional. Todo el boletín estuvo destinado al Sr. Clinton y a sus miserias sexuales. ¡Si hubieran sido las del casi divino discípulo del discípulo (Aristóteles) del discípulo (Platón) de Sócrates, de Alejandro Magno…! Pero no, no eran orgías apoteósicas y fatales de un genio, sino sordideces de un mediocre, que para colmo luego resultaron carentes de consecuencias políticas. Me abrumó el contraste entre un hecho histórico de tanta importancia espiritual, humana e incluso política como aquella muerte y una vida tan deleznable como la que contaba la radio.
Ahora ya he aprendido y procuro durante el mes de Agosto oír pocas noticias y menos escucharlas. Aun así, algunas se filtran por las rendijas de las ventanas entornadas frente al atroz sol andaluz y suelen conturbarme. Se van los cartujos de Jerez, avanzan los incendios forestales por toda España, van a clonar seres humanos, seguro que clonarán pirómanos y no cartujos, ¿serán imparables el mal y la estupidez? Siempre he creído que sí, pero sería horrible tener razón. En fin, por la mañana temprano el sol todavía no agobia y salgo al patio para contemplar una modesta hierofanía diaria: el mochuelo que posado en una torre toma el sol antes de recogerse como una beata después de misa. Enseguida desecho la imagen inadecuada; el mochuelo es un ave feroz pese a su pequeñez. Me pregunto si sería él el pájaro de Atenea. En español suele traducirse por búho, pero el búho tiene orejas, y las imágenes de Atenea la representan con un ave que más bien parece una lechuza o un mochuelo. ¿O sería un cárabo? Se va pasando la mañana entre guías ornitológicas y libros clásicos, pero nunca aparece el libro que responde a las preguntas que a uno le importan.
En fin, hay que almorzar y ponerse luego a escribir para despedirse, por prudente pietas y por elemental cortesía, de los lares, manes y penates. Y uno para escribir necesita comer dieta de guerra, raciones de combate con las palabras: pan con aceite y ajo, higos chumbos, café y vitamina B. Aunque eso turbe mis últimos días de paz agosteña en la biblioteca ociosa.
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