La jornada terminó al filo de la medianoche, tras una cena de queso, uvas pasas y mucho vino tinto en casa de los hermanos. Volví a mi sórdida pensión cerca de San Bernardo con la cabeza dándome vueltas. Por lo general en los días de caminata me dormía enseguida; al cerrar los ojos contemplaba alguna escena de la montaña y el sueño me invadía como el opio. Pero esa noche todo era distinto y excesivo: demasiado cansancio, demasiada euforia, demasiado vino, demasiada esperanza. Así es que decidí hacer una composición de lugar para serenarme. Mi sucinto diario había servido hasta entonces de mero registro de lecturas o de reuniones políticas; bien podía, aún a costa de mi pudor leonés, reflejar otras cosas.
Según iba escribiendo, la curiosidad se imponía a la exaltación primera. ¿Quiénes eran Miguel y Elena? Habitaban solos en una casa con jardín en el barrio del Viso, lo cual permitía suponer que eran ricos, y eso me molestaba por cuanto los alejaba de mí. Pero, bien mirada, la casa era modesta, tenía desconchones, el jardín estaba descuidado, la despensa casi vacía y los muebles desvencijados. El único lujo parecía ser un piano y muchos libros, así es que después de todo a lo mejor resultaban no ser de clase pudiente. Quizá vivían de su sueldo de Capitán de Caballería (lástima que no fuese brigada de Aviación) y de las clases de latín que ella daba (eso ya me parecía más acorde con mi talante). ¿Qué edad tenían? Él parecía tan mozo como yo y ella también muy joven, pero a mis veintiún años se intuían fácilmente las diferencias de edad y ellos con su aplomo tenían que ser mayores que yo.
Mas no importaba, serían distintos de mí y de mi mundo pero parecían estar a gusto conmigo; se reían conmigo y no de mí. Me miraban sin condescendencia y ella había prestado atención a mis explicaciones sobre los recientes hallazgos de papiros griegos en Egipto, aunque luego yo me trabuqué porque me fijé en sus ojos y volví a pensar si eran garzos o zarcos, y ella debió de notar mi azaro pues me interrumpió, contra su costumbre, diciendo:
─ Otro día le enseñaré los últimos textos clásicos bilingües de Loeb que acabo de recibir. ¿Quiere más vino?
─ Sí, sí- me apresuré a contestar, sin saber si me refería al vino o la gloriosa promesa de que habría otro día. Por si acaso era un voto vano, dejé en su casa mi mapa de la sierra como excusa para volver.
Me dormí muy ufano de mi ardid; si ella era diosa con ojos de color indecible yo era el astuto Ulises. Pero a la mañana siguiente apareció en la fonda un soldado con un sobre que contenía el mapa y una tarjeta del Conde de Fonseca. Al principio me quedé perplejo. ¿Quién sería aquel residuo del antiguo régimen que se entrometía en mi nueva vida? Luego me rebosó la amargura al comprender que el conde no era otro sino Miguel y que éste había deshecho mi artimaña para no tener que volver a verme. Yo creía haber congeniado con una gente maravillosa y resultaban ser unos rancios figurones que me despreciaban.
Tan sólo al cabo de unos minutos de despecho agitado reparé en que la tarjeta llevaba unas frases garrapateadas. De acuerdo con la costumbre -que yo desconocía- estaban escritas a lápiz y tan tenues que tardé en descifrarlas. Qdo. amigo, le propongo una excursión para el Domingo que viene, esta vez sin prole y en tren. Cenaremos luego en casa. Cita en la estación del Norte a las ocho. Su affmo. Miguel.
Creí que nunca llegaría el domingo, pero llegó y fue el día más agotador de mi vida. Yo había ayudado de niño en las faenas del campo, de sol a sol, y luego me tocaron jornadas de guerra abrumadoras, pero ninguna como aquella marcha de cincuenta kilómetros y mil doscientos metros de desnivel en nueve horas. Reunía todas las penalidades imaginables por un sargento vesánico de una compañía de castigo: sol de frente, dos kilómetros a través de un zarzal virgen, un kilómetro por una morrena movediza, subidas que parecían verticales, bajadas por senderos de guijarros de los que se hincan en los pies cuando no tuercen los tobillos. Fui esperando un bucólico déjeuner sur l´herbe y me encontré con un loco rito iniciático. Porque todo debía de estar minuciosamente preparado, salvo la tormenta que nos caló y atronó durante dos horas.
Conseguí no quejarme ni mostrar sorpresa alguna. Bueno, una sorpresa, sí. Creo que me quedé con la boca abierta cuando al acercarnos a un arroyo Elena gritó:
─ ¡Maricón el último que se zambulla en esa poza!
Y salió corriendo hacia la balsa, desnudándose por el camino. Miguel se sonrió.
─ Será mejor dejarla ganar y que se bañe ella antes que nosotros.
Esperamos nuestro turno vueltos de espaldas.
Pero la mayor sorpresa, y esa conseguí ocultarla, fue el aguante de Elena. Cuando yo no podía más y sentía que me iban a estallar el corazón y las sienes, ella me adelantaba toda risueña y hasta silbando. Que Miguel, con su constitución atlética y su entrenamiento militar, fuese más vigoroso que yo, pase. Pero la resistencia y los bríos de su hermana resultaban prodigiosos. Creo que fue ahí y no en los mítines de Victoria Kent donde perdí todo resto de machismo pueblerino.
Cuando ya cerca de la estación para coger el tren de vuelta nos sentamos un momento al sol, tiritando del remojón de la tormenta, vimos cómo se desgarraban las nubes plomizas sobre el valle y un chorro de luz parecía golpear con violencia un soto verde oscuro, casi negro, de pinos, rodeado de piornos color amarillo chillón.
─ ¿Sabe usted cómo se llama eso en pintura? —me preguntó Miguel.
─ Un rompimiento de gloria, ¿no?
─ Sí —terció Elena —¿Y qué prefiere usted, esto o un arco iris ?
─ El rompimiento de gloria. Por mi Primera Comunión me regalaron una caja de peladillas muy duras con Santa Teresita del Niño Jesús en la tapa, sobre un fondo de arco iris. Desde entonces no soporto el arco iris ni las peladillas.
─ Bien.
─ Entonces, ¿he pasado todas las pruebas? ¿O me van a seguir ustedes torturando? —pregunté con voz queda.
Los hermanos se miraron y prorrumpieron en risas y gritos.
─ ¡Ya pasó, ya pasó! ¡Eres más saturnal que saturnino!
─ ¡Casi pánico! ¡Cómo atravesaste la maleza! Claro que te dejaste allí media camisa... pero ya aprenderás a pasar de lado como los pájaros y no de frente como los cochinos jabalíes.
─ Eres jovial...
─ ¡Y jupiterino! El Tronante no te asustó...
─ Las náyades no te ahogaron en la poza; las dríadas te aman.
Nos abrazamos los tres y casi perdimos el tren. Del viaje recuerdo poco porque me dormí; de la cena menos porque me emborraché. O me emborracharon.
Creo que hablé mucho de mí. Debí de contarles que mi padre era veterinario en la aldea, que el cura me aficionó al latín pero no supo impedir que yo abandonase el opio del pueblo, que me gustaba Gorki, que estaba decepcionado con la República burguesa, en fin, lo que solía contar a cualquier nuevo conocido en la Universidad. O quizá bebí tanto que hasta les confesé que echaba de menos a mi perro mastín en León y que había llorado hacía poco leyendo un villancico de Lope de Vega.
Me desperté con resaca, con agujetas y con ampollas, en el sofá destartalado de la casita del Viso. Elena escribía en su mesa delante de la ventana, de espaldas a mí. Me quedé inmóvil unos minutos, observando las proporciones perfectas de sus hombros, el suave tono de miel clara de sus brazos —como si la víspera hubiese jugado apenas una hora al golf en Puerta de Hierro— y su respiración acompasada. La mía no debía de serlo tanto pues sin volverse me dijo:
─ Si estás ya despierto y si puedes moverte, encontrarás café y aspirinas en el comedor.
Allí estaba ya Miguel, devorando huevos fritos con chorizo, melón y pestiños, de uniforme impecable, con botas de montar y oliendo, como su hermana, a agua de colonia Álvarez Gómez.
─ ¿A donde vas así de elegante?
─ A montar a caballo, pero te dejo en casa de camino. Me han prestado una moto.
─ Oye, ¿dije muchas tonterías anoche?
─ Lo normal.
─ Yo querría invitaros algún día, pero...
─ Pero estás sin blanca. Nosotros también. Bueno, para tomar horchata en un aguaducho sí que tendremos. Y será menos duro que un juicio de Dios montuno.
* * *
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
Me ha gustado releer este fragmento y comprobar que los dos apolíneos hermanos usan la misma colonia que yo, aunque en poco más puedo parecerme a ellos. Además de gans de andar por la sierra, me produce un sentimiento que he descubierto no hace mucho y que siempre me recuerda esa frase de una canción de The Smiths: jealous of youth.
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