Alicia vista por Arthur Rackham
A los mayores no les gustaban ni un pelo aquellos compañeros
nuestros de juegos, forasteros de cuna desconocida, reciente arraigo en
Andalucía y nombre impronunciable, cubiertos a menudo de jirones. Pero
nosotros, indiferentes al esnobismo familiar, nos escapábamos de la casa a la
hora de la siesta para reunirnos con los intrusos indeseables que, melena al
viento y sin miedo a la canícula, se erguían en el jardín. Eran dos hermosos
eucaliptos. Fáciles de trepar —cosa rara en ellos, salvo cuando han sido
ramoneados de jóvenes— y de piel sedosa bajo los andrajos de corteza vieja,
eran a la vez atalaya y gimnasio, montura agitada por el levante y lecho de
siestas heroicas, barco pirata y penacho de rebeldía.
No entendíamos los reproches de las gentes cultas contra nuestros
refugios: que eran plantas advenedizas, recién traídas de un país bárbaro
llamado Australia, que desnaturalizaban con su silueta desgarbada el paisaje
clásico mediterráneo, que nada crecía a su derredor y que ni aun sombra verdadera
daban. Luego comprendí que las plantas, como las palabras, estaban sujetas a
los crueles vaivenes de la moda, y que la moda, mal que les pese a los
marxistas y demás hombres de fe, no siempre obedece al racional egoísmo y sí
con frecuencia a la simple estupidez humana. Recuérdese la tulipomanía holandesa de 1638, cuando se especuló con los bulbos
como hoy con acciones en plena histeria bursátil. El mismo eucalipto,
aclimatado a principios del siglo XIX en los exquisitos invernaderos de la
Malmaison como primor exótico, pronto se convierte en típico cultivo
industrial, apto para producir celulosa, drenar pantanos o eliminar paludismo,
pero desterrado de cualquier jardín que se respete.
Me he preguntado a veces si
estos invasores exóticos (como algunos botánicos llaman a ciertas plantas
aclimatadas con éxito excesivo) no habrían suscitado menos ojeriza de haberse
aclimatado también el nombre a lo español. A fin de cuentas buena parte de
nuestra flora es de origen foráneo. Pero, claro está, la mayoría de estas
plantas fue introducida en épocas de vigor lingüístico capaz de adaptar a los
idiomas peninsulares los vocablos exóticos, y a nadie se le ocurrió seguir
llamando a la naranja por su nombre
sánscrito, nagrunga, o al albaricoque por el suyo árabe, al birkuk, y ni siquiera mucho más tarde
al aguacate por su nombre azteca, ahuacatl. Pero a partir del siglo pasado
nos volvimos pedantes o acoquinados y aceptamos sin chistar los trabalenguas de
los nombres científicos grecolatinos o del idioma de origen.
El pueblo andaluz tuvo un postrer destello de
sentido común y bautizó carlitos o calisto o calistro al eucalipto, pero
no ha logrado convencer a botánicos ni gramáticos, aferrados al vano purismo de
que eucalyptus en griego quiere decir
bien cubierto, en alusión inventada
en 1788 por L’Héritier al descubrir este árbol de flor con pétalos que forman
tapadera. Sin embargo, cuánto más natural y eufónico es el cateto andaluz
diciendo un calistral que el ingeniero de montes hablando de una plantación
de eucaliptos.
Problema distinto es el de otra planta de
reciente introducción en España, el ailanto (ailanthus altissima). Árbol, ese sí, odioso y de expansión incontenible,
seguirá siendo una plaga, aunque se imponga su otro nombre más lisonjero, árbol del cielo, que es lo que significa
ailanto en chino según unos y en
moluqués según otros. En cambio merecería nombre vernáculo más amable y menos
frío el olmo siberiano (ulmus pumila), una
de las pocas especies de olmos inmunes a la devastadora enfermedad del graphium ulmi y por ello de implantación
creciente y muy de agradecer.
Por último, y en la
esperanza de que alguno de mis lectores sea sabio micólogo —o, mejor aún,
psicólogo perspicaz— y pueda ilustrarme, quiero exponer la curiosidad que me
devora desde que durante el pasado otoño, tan lluvioso, hubo la habitual racha
de muertes por ingerir setas venenosas. ¿Cómo puede haber insensatos capaces de
comer un hongo tóxico que parece lo que su nombre dice, falo perruno (mutinus caninus)? Y, por el contrario, ¿a quién se le
ocurrió denominar falo hediondo (phallus impudicus) a un hongo comestible e
incluso sabroso? Por algo Platón desconfiaba de la teoría de Heráclito según la
cual los nombres son justos por naturaleza. Sería que entendía de hongos.
* * *
«Para su archivo le añadiré
la versión cántabra del carlitos: es ocálito» (Carta de don Emilio Lorenzo,
14-2-87).
«Sobre el carlitos: en Galicia a los eucaliptos les llaman arcolitos»
(Carta de don Ernesto López, 26-1-87).
«Aquí, en Asturias,
se desprecia al eucalipto (se le llama eucálitro)» (Carta de don José Ignacio
Gracia Noriega, 24-1-87).
Está claro, pues, que la palabra eucalipto se le atraganta al español;
tal vez por eso lo use como expectorante.
En cuanto al sabio
micólogo, cuya intervención yo impetraba, apareció bajo la forma de un joven
diplomático, don Carlos Fernández-Arias, que con fecha 6-3-87 me escribió:
«Tal y como te prometí, te envío un breve comentario a tu artículo “El
carlitos” publicado en “ABC” el pasado mes de enero. Al final del artículo
hacías una referencia a la seta Phallus impudicus que deseo aclarar.
Primero debo decir en
honor de quien bautizó este hongo como falo hediondo que pocas veces he visto
un nombre mejor escogido y apropia do para una seta. El anónimo bautista no
hizo sino describir fielmente lo que tenía ante sí, una seta de buenas
proporciones que se erigía obscenamente en medio del bosque y de la que emanaba
un olor fétido percibible —y de ello puedo atestiguar— a varios metros a la
redonda.
Por otra parte, no es del
todo correcta la referencia a la comestibilidad de esta seta que los franceses
llaman satyre puant. Ni el Phallus impudicus ni su congénere el Phallus
hadriani de menor tamaño —a pesar de su imperial apellido— son comestibles. Sin
embargo, estas setas en su estadio juvenil viven bajo tierra con forma de huevo
y reciben el nombre de huevo de bruja, ou del diable en Cataluña. Según algunos
libros, los huevos de bruja son comestibles siendo incluso exquisitos. En
cualquier caso, creo que hace falta algo más que una simple curiosidad micófaga
para guisar y comer un falo hediondo o un huevo de bruja.»
Enlaces relacionados:
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008