Ya se sabe, habent sua fata libelli. Pero descubrirlo en carnes propias a veces cansa. El destino de las obras escritas suele desarrollarse de una de estas tres formas: la obra es recordada o la obra es olvidada o la obra es recordada y aun citada pero se olvida quién la escribió. En la era informática, esta última posibilidad aumenta cuando no existe versión digital del libro o esa versión no es generalmente accesible en la red. Esa inaccesibilidad hace a la obra del todo saqueable con impunidad. La víctima más frecuente de saqueo impune es ese monumento de erudición que levantaron Corominas y José Antonio Pascual con su Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, tantas veces citado pero como si fuese un bien mostrenco y sobre todo anónimo.
En cambio, un caso menor pero con su irónica importancia es el del libro cuya portada encabeza esto que digo. Más de una vez habíamos comentado José Antonio Pascual (sí, el mismo y eminente coautor con Corominas del Diccionario) y yo que nuestro estudio titulado El peso de la lengua española en el mundo había cuando menos dado ideas a más de un filólogo, que no se había molestado en mencionar sus orígenes al hacer uso de ellas. El consuelo es que "la imitación es la forma más sincera de la adulación", que dijo Charles Caleb Colton hace doscientos años y luego no han dejado de plagiarlo.
Pero ahora ese libro ha aparecido reeditado y disponible en la red gracias al Instituto Cervantes:
Así es que, aunque, como de costumbre en la edición digital, no aparece portada alguna que indique el papel de cada coautor, o al menos sus nombres, los que elaboramos y escribimos este libro -el primero en su género- estamos muy satisfechos y agradecidos al Instituto Cervantes. El único que con toda probabilidad permanece indiferente ante este reconocimiento es quien más trabajó en ese empeño: Jaime Otero Roth (1960-2012). Pero los demás compañeros de fatigas nos alegramos por él. Y la verdad es que también nos alegramos por nosotros mismos.
El peso de la lengua española en el mundo
Obra dirigida por el Marqués de Tamarón
Con las colaboraciones de:
Marqués de Tamarón
Eloy Ybáñez
José Antonio Pascual
Antonio Castillo
Francisco Moreno
Jaime Otero
Coordinada por Jaime Otero
Fundación Duques de Soria
Incipe
Universidad de Valladolid
1995
Postdata y actualización al 6 de Noviembre de 2017.
A la vista de la versión no del todo exacta que al día de hoy figura en el enlace anterior con el Centro Virtual Cervantes, restablezco el texto original y lo muestro aquí mismo, aun resignándome a la barbarie postmoderna de que las notas a pie de página aparezcan en rebaño al final, con lo que nadie las lee:
MARQUÉS DE TAMARÓN
Este libro pretende dar respuesta política a una pregunta esencialmente política: ¿Es siempre la lengua compañera del imperio?
Enlaces relacionados:
Botones de muestra (XVIII)
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Botones de muestra
El peso de la lengua española en el mundo
Obra dirigida por el Marqués de Tamarón
Con las colaboraciones de:
Marqués de Tamarón
Eloy Ybáñez
José Antonio Pascual
Antonio Castillo
Francisco Moreno
Jaime Otero
Coordinada por Jaime Otero
Fundación Duques de Soria
Incipe
Universidad de Valladolid
1995
Postdata y actualización al 6 de Noviembre de 2017.
A la vista de la versión no del todo exacta que al día de hoy figura en el enlace anterior con el Centro Virtual Cervantes, restablezco el texto original y lo muestro aquí mismo, aun resignándome a la barbarie postmoderna de que las notas a pie de página aparezcan en rebaño al final, con lo que nadie las lee:
EL PAPEL INTERNACIONAL
DEL ESPAÑOL*
DEL ESPAÑOL*
MARQUÉS DE TAMARÓN
Este libro pretende dar respuesta política a una pregunta esencialmente política: ¿Es siempre la lengua compañera del imperio?
La
cuestión quedó planteada con perfecta claridad hace medio milenio, pero ni
siquiera la insólita lucidez de Nebrija pudo dar la respuesta sino tan sólo una respuesta[1].
Dada la índole de la cuestión, a la fuerza las respuestas dependerán de lo que
se entienda por siempre,
por lengua, por compañera y por imperio. Y cualquiera que sea la respuesta
tendrá suma relevancia, ahora más que nunca, en el gran debate sobre el futuro
de la sociedad internacional. He aquí por qué.
El
mundo está cambiando más deprisa que nunca, más a fondo que en cualquier
momento desde el final de la última glaciación hace doce mil años, y además por
primera vez de una forma global, de manera que cualquier cambio local afecta al
resto del género humano aunque sólo sea en su percepción del futuro probable[2].
Por ello hoy cualquier cuestión nacional o regional, en apariencia de carácter
económico, militar o ideológico, sólo cobra pleno sentido si se enmarca dentro
del examen general del gran cambio mundial. Y éste resulta del todo
incomprensible sin acudir al análisis demográfico, ecológico y cultural de
nuestra coyuntura histórica.
Un
hecho menor —hoy de rabiosa actualidad,
mañana sin duda olvidado— puede ilustrar esta maraña de intereses a corto y
largo plazo, locales y universales, económicos y
culturales que en el acto elevan cualquier anécdota a categoría. Por ejemplo el
conflicto pesquero hispano-canadiense. En Marzo de 1995 un barco de guerra del
Canadá apresa en alta mar a un pesquero español; ambos gobiernos se enzarzan en
una agria disputa que los lleva al borde de la ruptura de relaciones
diplomáticas. ¿Cómo han podido llegar a este punto de confrontación dos lejanos
aliados?
Un
ecólogo diría que por el esquilmo creciente de los océanos. Un observador
cínico de la política interior canadiense explicaría que el gobierno de Ottawa
quiere distraer la atención de su pueblo, disgustado por el actual plan de
austeridad económica; un analista igualmente cínico de la política doméstica
española afirmaría lo mismo del gobierno de Madrid. Un geoestratega deduciría
que el final de la Guerra Fría ha debilitado los lazos de la Alianza Atlántica,
a la que pertenecen tanto España como el Canadá. Un filólogo maquiavélico
pensaría que cualquier nación bilingüe a punto de partirse, como el Canadá
entre anglófonos y francófonos, puede recurrir a excesos patrióticos para
consolidar el nacionalismo federal; acaso ese mismo lingüista suspicaz murmure
algo sobre las tensiones lingüísticas dentro de España. Algún economista
internacional incluiría el incidente en la serie de enfrentamientos
transatlánticos (como el asunto de la “excepción cultural”) provocados por el
doble proceso de integración económica en Europa y en América del Norte (NAFTA). Tampoco faltarían teóricos que
aludiesen al Pacífico como nuevo Mare Nostrum, sucesor del Atlántico y del Mediterráneo[3].
Un demógrafo pesimista sostendría que hay demasiada gente en el planeta y un
demógrafo optimista replicaría que basta con que los pueblos ictiófagos como
España o el Japón se hagan vegetarianos o piscicultores.
En
realidad todos tendrían razón, en parte. El nimio incidente de Terranova es
síntoma de unos cambios culturales de hondura y alcance superiores incluso a
los anunciados por Huntington[4].
Si empleamos la palabra cultura en su sentido antropológico, es fácil
comprender por qué un planeta reducido en sus dimensiones prácticas por las
nuevas técnicas de comunicación y a la vez hinchado de población a un ritmo
explosivo está abocado a dos movimientos esencialmente desestabilizadores. El
primero es el cambio ab extra resultado de la pugna entre
diversas formas de vida, llamémoslas culturas, civilizaciones o como queramos.
Este cambio altera el mapa político y económico del mundo. El segundo es el
cambio ab intra de cada forma de vida. Ambos
movimientos se influyen mutuamente. Y cada lengua, reflejo de un modo de vida e
instrumento de un equilibrio de poderes, está hoy sometida a ese doble
movimiento acelerado, tanto en el espacio geográfico creciente o menguante que
ocupa como en sus cambiantes estructuras internas. Pronto habrán desaparecido las
lenguas estáticas de pocos hablantes, escondidas durante milenios en recoletos
valles caucásicos o islas asiáticas[5].
En
ese sentido sí es cierto que la lengua es compañera del imperio y que junta
será la caída de entrambos. El isleño tropical que de repente —o con breve tránsito por un
patético cargo
cult— pasa del neolítico a la cultura de la
discoteca perderá sin remedio su lengua, en el mejor de los casos creando un
precario papiamento. Perderá su lengua al perder el imperio sobre sí mismo, es
decir literalmente su autonomía, y ello no porque renuncie a lo suyo en aras de algo que juzga
mejor; ni siquiera porque se lo impongan. En rigor no puede juzgar lo nuevo, de
puro ajeno que le resulta, pero ha de dar el gran salto pues lo viejo se ha
desvanecido (“El gran Pan ha muerto”[6])
llevándose todo, técnicas, lengua, señas de identidad, y tan sólo queda en su
isla el monstruo brillante y estéril de lo nuevo.
Pero,
¿y si damos la vuelta a la fórmula? ¿Puede decirse que el imperio es compañero
de la lengua? Creo que no siempre. Para empezar, cuando el imperio es imperial —es decir cuando el mando adopta la
forma política de Imperio— las cuestiones de política lingüística pierden gran
parte de su virulencia. Todo imperio es, por definición, heterogéneo. No es que tolere el
diseño multicolor, es que lo necesita: sin teselas no hay mosaico. Un grupo
social homogéneo podrá constituirse en horda, en tribu, en nación o en estado,
mas no en imperio. Ni siquiera basta con sojuzgar a las naciones vecinas; habrá
que proceder a integrarlas con un mínimo de sentido orgánico. Es más, una
agrupación estrictamente bicefálica tampoco durará pues la fuerza bipolar
terminará desgarrando el tejido común; necesita el contrapeso de terceras
naciones integradas para obtener un cierto equilibrio.
Por
eso el antiguo régimen ha dejado un eco suntuoso de polifonía casi bárbara, de
monarcas políglotas o que, por el contrario, ni siquiera hablaban la lengua de
su nación principal, de xenofobia sin patriotismo puesto que aún no se había
inventado esa palabra…
Incluso
en pleno amanecer de los nacionalismos pervivían restos de esa frecuente
disociación tradicional entre tierra patria e idioma patrio. Dos de los
momentos de mayor fervor nacional en el siglo xix nos ofrecen pruebas de ese divorcio.
En Octubre de 1812, cuando Napoleón abandona Moscú y empieza su desastrosa
retirada de Rusia, el Zar Alejandro I recibe la buena nueva de Barclay, uno de
sus generales, quien se la da en francés. En Junio de 1859 Víctor Manuel II,
rey de Cerdeña y uno de los más apasionados inventores del nacionalismo
italiano, da también en francés a sus oficiales la noticia patriótica de la
victoria en Solferino contra Austria[7].
Y ya en el cénit abrasador del nacionalismo del siglo xx, cuando Alemania y el Japón preparan en
1940 su alianza contra las odiadas potencias anglosajonas, Ribbentrop y
Matsuoka negocian en inglés[8].
Podríamos
multiplicar los ejemplos históricos de esta dislocación entre poder y lengua,
que abundan en el siglo xviii y
en épocas anteriores. Algunos, al analizarlos, acaso resulten ser situaciones
de diglosia, con lo que confirmarían la tesis de la compañía indisoluble entre
lengua e imperio. Otros serán casos de moda superficial y pasajera. Unos pocos
entrarían en el apartado de las linguas francas. Pero todos, por reveladores que sean,
pueden parecer anecdóticos comparados con el vasto y extraño fenómeno de las
lenguas indoeuropeas, que como familia lingüística bastante homogénea pasa los
primeros treinta siglos de su prodigiosa expansión geográfica imponiendo un
ideario propio[9] y luego otros veinte
implantando uno ajeno, el del cristianismo y sus epígonos mesiánicos.
El
cristianismo, en efecto, emplea desde su nacimiento el griego y el latín como
lenguas vehiculares para la labor evangelizadora. Pero los primeros cristianos
debieron de ser muy conscientes de la gran paradoja que estaban viviendo: usan
las dos grandes lenguas indoeuropeas del Mediterráneo, las lenguas de la
gentilidad, para destruir la gentilidad desde dentro y colocar en su lugar lo
más distinto a ella que cabía imaginar, una religión semítica, monoteísta y
mesiánica. Arrasan la idea del tiempo cíclico e imponen la del tiempo lineal,
atribuyendo a la historia un principio (Génesis) y un fin (Apocalipsis),
asignando un destino al hombre y suponiendo la existencia en la mente divina de
un plan eterno y a la vez histórico[10].
San Agustín le añade la necesaria apoyatura filosófica —en latín— y la nueva teología de la historia queda lista
para conquistar el mundo.
Tras
agotar las posibilidades vehiculares de las dos grandes lenguas clásicas, la
expansión continúa en Europa y fuera de Europa con las nuevas lenguas
imperiales, todas ellas indoeuropeas: con el español y el portugués primero,
luego con el inglés y el francés, y lentamente, por Asia, con el ruso. No
importa que la gran idea teológica y teleológica se secularice, que Omega deje
de ser Dios y se convierta en las Luces dieciochescas, en el Progreso
decimonónico, en la Evolución darwiniana, en la Sociedad sin Clases marxista o
en la Democracia capitalista, el ímpetu del tiempo lineal es tal que el
mesianismo se adapta a cualquier cosa, a cualquier palabra escrita con
mayúscula. Lo importante es que la sociedad sea dinámica y no estática o
cíclica. Y que la palabra escrita con mayúscula, la palabra mesiánica, hunda
sus raíces etimológicas en el rico suelo indoeuropeo[11].
Toda la llamada cultura occidental, la que para bien y para mal está
prevaleciendo en el planeta entero, todo el mundo contemporáneo, con sus pompas
y sus obras, son fruto de esta mezcla heteróclita entre la soteriología semita
y la etimología indoeuropea. Mezcla contradictoria, pues, y no buena compañía
entre lengua e imperio.
¿Quiere
esto decir que la máxima de Nebrija tiene valor político inmediato pero no
valor histórico a largo plazo? ¿Se equivocó a fin de cuentas el sabio
humanista? Pues bien, quizá no se equivocara el profesor de Salamanca, o errase
en poco, si admitimos la hipótesis Sapir-Whorf, con la que dos profesores de
Yale apuntalaron, cuatrocientos cincuenta años después y probablemente sin
darse cuenta, la esencia del binomio lengua-imperio. Edward Sapir (1884-1939) y
su discípulo Benjamin Lee Whorf (1897-1941), combinando lingüística y
antropología, subrayaron la estrecha relación entre lengua y pensamiento: el
lenguaje determina nuestra forma de pensar (principio del determinismo
lingüístico) y las distinciones codificadas en una lengua no se encuentran en
las demás (principio de la relatividad lingüística)[12].
Ahora bien, si esto es así, si la hipótesis Sapir-Whorf es acertada, también
será cierto el axioma de Nebrija. Si es verdad que lo indecible es
impensable, entonces quien
extiende su lengua extiende su forma de pensar y por tanto su imperio, su
poder, ya que lo nuevamente decible se convierte en lo único pensable; el resto será, en rigor, inefable.
Cabe,
pues, argumentar que el cristianismo quedó marcado —mucho o poco— por sus lenguas
vehiculares no-semíticas, como cabe preguntarse qué hubiese sido del judaísmo
si no hubiera conservado el hebreo como principal lengua litúrgica. También es posible —sensu
contrario pero sin abandonar a Nebrija ni tampoco a Sapir y Whorf— buscar
en las lenguas indoeuropeas la huella de su bautismo y observar cómo éste
modificó la evolución de aquéllas.
Respecto
al influjo del griego en el cristianismo primitivo, hoy se tiende a aumentar su
importancia. Se subraya el hecho de que muchas comunidades judías estaban ya
helenizadas bastante antes del comienzo de la evangelización cristiana. Esto
explica que la labor misionera de San Pablo se realizara en medio de intensas
discusiones con los judíos dispersos por el Mediterráneo Oriental, discusiones
desarrolladas “en griego y con todas las sutilezas de la argumentación lógica
griega, en las que ambas partes en general citaban el Antiguo Testamento no por
la versión hebrea original sino por la traducción griega de los Setenta”, como
señala Jaeger[13]. Así pues, desde sus principios el
cristianismo, al usar el griego como vehículo, asimiló elementos lógicos y
retóricos de la cultura helénica, hasta “la recepción del ideal griego de
la paideia como
tal por los autores cristianos de los siglos iii y iv”[14].
También
el latín influye en el cristianismo, y éste en el rumbo de aquél. Aunque la
iglesia de Roma no parece haber latinizado por completo su liturgia hasta
mediados del siglo iv,
desde antes los cristianos romanos y norteafricanos habían ido elaborando lo
que hoy llamaríamos una lengua especial,
que coexistía —a veces en las mismas personas—
con la lengua general, esencialmente pagana[15]. Este latín cristiano es menos refinado
que el tradicional, puesto que los primeros fieles pertenecen a menudo al
proletariado urbano de origen exótico, pero junto a las previsibles impurezas
aparecen neologismos útiles, palabras de sentido general —no siempre religioso— de las que el latín carecía. Más adelante
ambas corrientes confluyen, como también se produce un cierto humanismo
cristiano “que está en la base de la literatura latina cristiana en su apogeo y
marca las obras de un San Ambrosio, un San Jerónimo, un San Agustín y tantos
otros”[16].
Llegados a este punto, de nuevo resulta difícil separar forma y fondo,
expresión y voluntad, lengua e imperio, aunque ahora esta última pareja
aparezca unida de una manera histórica y semánticamente insospechada para
Nebrija, a un nivel tan hondo que apenas si la filología contemporánea empieza
a alcanzarlo[17].
II
Todo
esto podría parecer arqueología muy alejada de las preocupaciones de este fin
de siglo, pero no es así. Lo que ocurrió a principios del primer milenio de
nuestra era puede volver a ocurrir a principios del tercer milenio, y cambiar
nuestra vida o la de nuestros hijos. Si a comienzos de nuestra era el
mesianismo semítico destruyó casi todo el contenido cultural propio del mundo
lingüístico indoeuropeo occidental, ocupó el vacío resultante y procedió a
conquistar el orbe terráqueo con su nuevo vehículo, algo parecido puede estar
gestándose, de forma inconsciente tanto para los sujetos pasivos como para los
activos: el nacimiento de una hegemonía económica asiática que use las formas —pero sólo las formas— del capitalismo
de raíz occidental y que emplee el
inglés como lingua franca.
Para
que se consume ese nuevo matrimonio entre imperio propio y lengua ajena, basta
con que continúen ciertas tendencias ya discernibles hoy.
La
primera es el mayor crecimiento de las economías del Extremo Oriente, comparado
con el de las europeas o las americanas. En la prospectiva económica las
extrapolaciones no son más que otra forma de la bola de cristal de los
adivinos, pero todos los observadores, aun los más cautos, coinciden en sus
apreciaciones. Asia, que a principios de este siglo pesaba bien poco en la
economía mundial, pesa hoy mucho y pesará enormemente dentro de veinticinco
años. Si hoy tan sólo tres de las diez mayores economías nacionales son
asiáticas, es de prever que en el año 2020 lo sean siete, y que China sea muy
superior en PIB a los Estados Unidos, Indonesia mayor
que Alemania y Tailandia mayor que Francia[18].
Por
supuesto, para que siga creciendo como hasta ahora el conjunto de las economías
del Asia Oriental es necesario que el marco político y geoestratégico se
mantenga más o menos estable. Y a nadie se le oculta que esa vasta región es un
semillero de discordias internacionales y nacionales. En cualquier momento
puede haber una guerra en Corea, lo cual más de un competidor comercial de
Corea del Sur vería sin demasiada angustia si no fuese por las imprevisibles
consecuencias nucleares de tal conflicto. China tiene contenciosos con casi
todos sus vecinos: con los grandes como Rusia, la India y el Japón, pero
también con los menos grandes como el Vietnam, Taiwán, Filipinas, Malasia y
Brunei. Además Deng Xiaoping tiene noventa años y su sucesión puede acarrear
consecuencias internas de toda índole; hay quienes no excluyen la vuelta a la
situación existente en los comienzos de la república, con un tu-chün o
señor de la guerra mandando en cada enorme provincia. En todo caso un nuevo
período bélico o revolucionario en el Extremo Oriente aminoraría el crecimiento
económico del conjunto de esos países y retrasaría el advenimiento de su
hegemonía global. Pero eso no tiene por qué ocurrir[19],
mientras que el auge económico del Japón, de China y de los llamados dragones
está ocurriendo ya y no es ninguna conjetura fantasiosa el suponer que no
tardarán mucho en disponer de un poder político internacional acorde con su peso
económico.
La
segunda tendencia que parece empezar a establecerse es, no tanto la integración
de las diversas economías nacionales de esa región, cuanto una cierta
ordenación bajo el liderazgo económico del Japón, acaso compartido mañana con
China. Nadie, con razón, quiere aludir al nefasto precedente de la Esfera de Co-prosperidad
Asiática, establecida manu militari desde Tokio sobre sus conquistas
durante la Segunda Guerra Mundial. Pero en la mente de todos está que el Japón
ha vuelto a ser la gran potencia económica en Asia, que sus inversiones son
decisivas en los países vecinos y que los Estados Unidos están “en retirada
psicológica”[20] de esa región. Al
cabo de medio siglo del final de la guerra, el Japón no puede, aunque quiera,
seguir siendo un gigante económico y un enano político. Es más, si China
alcanza en términos de PNB al Japón, como parece inminente, ambas potencias
tendrán que escoger entre enfrentarse y colaborar, estableciendo alguna suerte
de alianza económica y a la postre política. Como Alemania y Francia, están
demasiado próximas para términos medios. En torno al eje económico sino-nipón,
si tomase la forma de una zona de libre cambio, pronto se constituiría el mayor
bloque económico del planeta[21].
Es
cierto que otros diseños geo-económicos se están perfilando ya, y que algunos
son más amplios y por tanto con menos posibilidad de resultar en agrupaciones
homogéneas. La idea de la cuenca del Pacífico más parece un cajón de sastre,
políticamente atractivo, que un concepto económico, dadas las distancias y la
heterogeneidad de los países ribereños. La APEC (Asia-Pacific
Economic Cooperation) es apenas más homogénea: “tres adjetivos en busca de un
substantivo”, según Gareth Evans,
Ministro de Negocios Extranjeros de Australia, uno de los países miembros. La
Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN)
es algo mucho más práctico, aunque con evidentes limitaciones. Pero a la postre
los analistas asiáticos suelen volver al mismo común denominador, no por vago
menos intenso: su idiosincrasia asiática, su Asian-ness “activada ahora que afrontamos una
acentuada y agresiva agenda occidental”[22].
Y esta idiosincrasia asiática, claro está, se trasluce en las peculiaridades de
su capitalismo, sobre todo en el caso japonés.
Esto
nos lleva a la tercera tendencia discernible, la permanencia e incluso la
acentuación de las características propias de los diversos modelos asiáticos de
capitalismo. De hecho, uno de los efectos —y no el
menor— del derrumbamiento del comunismo de corte soviético ha sido una más clara percepción de las
diferencias de forma y de fondo entre las distintas subespecies culturales o
nacionales del sistema capitalista; diríase que los matices resaltan dentro del
conjunto cuando frente a éste ya no hay, por ahora, alternativa. En el caso de
la estructura económica japonesa se trata de algo más que matices. Su
singularidad es tan notable frente al modelo occidental que muchos consideran
que hoy por hoy la única alternativa conceptual al capitalismo clásico
anglosajón es el capitalismo japonés.
Algunos,
como Lester Thurow, entienden que los japoneses han conservado su instinto
imperial —construir más que consumir— pero ante la actual imposibilidad
histórica de aplicarlo a objetivos militares lo aplican ahora a los mercados internacionales. Movidos por
esa ansia constructiva han creado un modelo colectivo de economía de
productores opuesto al
modelo individualista anglosajón de economía de consumidores[23]. Esto convierte al Japón en un
competidor tan temible que el resto del mundo no tendrá otro remedio que copiar
sus métodos, sus fines y hasta su mentalidad[24].
Otros observadores, como Michel Albert, no creen que el modelo japonés sea
único y hablan del Japón y Alemania como países-hormiga frente a los Estados Unidos y el
Reino Unido como países-cigarra[25], pero en general atribuyen al Japón una
clara primacía en los instintos formicantes, a la vista de su apego al largo
plazo en la economía, “gestionada en función de horizontes situados más allá de
la expectativa de vida de quienes toman las decisiones”[26].
Todos
los comentaristas occidentales subrayan ciertos rasgos que confirman lo que
antecede: la tendencia al ahorro (y por consiguiente a la formación de capital,
en buena parte invertido luego en el extranjero), la permanencia a menudo
vitalicia del trabajador en su empresa y la estrecha colaboración entre
empresarios y burócratas, simbolizada por el MITI (Ministerio
de Comercio Internacional e Industria). Tanta sagacidad y eficacia se atribuye
al MITI que quienes ven la Historia como una sucesión de conjuras le suponen
una prodigiosa capacidad maquiavélica y quienes creen que la inteligencia
organizativa tiende a concentrarse en un órgano le asignan el mismo papel que
al antiguo Estado Mayor Prusiano. Paul Kennedy rechaza la teoría conspiratoria
pero termina aceptando la existencia de un “plan” japonés casi instintivo para
aprovechar cualquier futuro avatar histórico[27].
En esa constante atención al presente y preocupación por el futuro, el Japón
parece demostrar un talante distinto y más previsor que la Inglaterra de 1890 o
los Estados Unidos de nuestros días. Hasta ahora las potencias hegemónicas
perdían su primacía técnica, industrial y financiera casi sin darse cuenta. El Japón
acaso no siga la regla histórica de los dos últimos siglos. Terminará
rezagándose en la obsesiva carrera de los números, pero no será por descuido o
negligencia de sus clases dirigentes.
Admitida
por lo común la especificidad del modelo capitalista japonés[28],
cosa distinta es determinar si los países de su entorno comparten esa
idiosincrasia, si tienen peculiaridades propias o si se asemejan más a las
características socioeconómicas del mundo anglosajón u occidental. Dejando
aparte el problema de ciertos recelos históricos y culturales hacia el Japón,
sobre los que volveremos después, interesaría dilucidar si en general el
Extremo Oriente se siente más atraído por el sistema japonés o por el sistema
occidental. Thurow
cree que “Singapur, Corea y Tailandia
están mucho más integrados con los Estados Unidos que con el Japón”[29].
Drucker, sin embargo, se fija menos en los flujos económicos internacionales
que en el talante económico intrínseco a cada nación, y acude a la metáfora
meteorológica: triunfan los países que atienden al clima, no los que se
preocupan por el cambiante tiempo. Y, en esa división, Corea, Hong Kong,
Singapur y Taiwán quedan del mismo lado que el Japón[30].
En el fondo viene a decir lo mismo que Michel Albert con otras palabras. El Japón
ha enseñado a los asiáticos el valor del cálculo a largo plazo. La hormiga
sobrevive porque se fija en el clima; la cigarra perece porque se fija en el
tiempo pasajero. Por muy sui generis que sean el capitalismo de Singapur
(inspirado por el despotismo ilustrado de Lee Kuan Yew), el capitalismo coreano
(originado por otro despotismo menos ilustrado) o el mafioso capitalismo
comunista de la provincia china de Guangdong (distinto a su vez del capitalismo
general chino, de talante confuciano según algunos occidentales exasperados por
la incomprensión oriental hacia la propiedad intelectual), ninguno de ellos se
comporta cual cigarra alegre y confiada. Todos piensan en el invierno. En eso
precisamente parece consistir la Asian-ness[31].
Admitamos,
pues, como hipótesis de trabajo la probable continuación de las tres tendencias
hasta ahora analizadas. Supongamos que de aquí a veinticinco años, en el lapso
de una generación, la hegemonía económica mundial se traslada del Atlántico
Norte al Pacífico Asiático[32].
Los nuevos amos, como es natural, mandarán. Sí, pero ¿en qué lengua negociarán,
convencerán, darán las órdenes? En inglés, por supuesto. Los pueblos asiáticos,
al igual que han adoptado y adaptado el capitalismo para sus fines de poder,
adoptarán y adaptarán la lengua inglesa para atender a sus necesidades de
comunicación internacional.
No
se percibe hoy ni una sola señal de que pueda ocurrir otra cosa. La lengua
japonesa es tan insular como la islandesa, aunque tenga quinientas veces más
hablantes. Su proyección internacional es mínima, en sorprendente desproporción
con el peso mundial de la economía japonesa y con el altísimo nivel cultural de
sus hablantes[33]. La falta de difusión
ultramarina del japonés se debe a causas de diversa índole. Algunas son
lingüísticas, como su rara condición de lengua aislada, sin parecido alguno con
las demás hablas aunque sí en su escritura con muchos ideogramas chinos.
También debe de pesar la notable dificultad y complejidad del japonés. En uno
de los arrebatos reformistas de la época Meiji, hace ciento veinte años,
Arinori Mori llegó a proponer la romanización gráfica del japonés e incluso su
substitución por el inglés[34].
Otros de los factores son más culturales o históricos. En China, en Corea, en
Filipinas, pervive el rencor por la dura ocupación y colonización japonesa del
pasado. Ello no ha impedido el establecimiento de estrechos lazos económicos
con el Japón, pero sí la invasión de la moderna cultura popular nipona que de
otro modo hubiese tenido lugar, sobre todo en Corea, donde muchos aprendieron
japonés en su niñez[35].
El
chino tiene una ventaja frente al japonés como lingua
franca: la existencia de
muchas y numerosas colonias de emigrantes y comerciantes chinos por toda Asia y
en otros continentes. Pero también tiene desventajas. No sólo se habla el chino
mandarín, sino otras muchas variedades tan distintas entre ellas como el
español y el francés. Además, el propio éxito económico de los chinos de
ultramar y su tendencia a constituir redes comerciales muy prósperas pero poco
asequibles para los forasteros, empiezan a suscitar envidias[36].
La lengua china puede convertirse en un símbolo antipático del orgullo
hermético de las minorías que la hablan.
Otras
lenguas asiáticas han cumplido el papel de lenguas vehiculares, y algunas
siguen desempeñándolo, aunque acaso venidas a menos. El pidgin malayo continúa usándose en buena parte
del sureste asiático, pero no es probable que se emplee en la negociación
internacional de un contrato importante de petróleo. Ahí se emplearía el
inglés. Éste sigue asimismo utilizándose en el mundo de los negocios, incluso
de fronteras adentro en algunos estados multilingües como la India o el Paquistán.
Es más, aún medio siglo después de alcanzar la independencia, la lengua de la
antigua metrópoli conserva su vigencia en ciertos campos de la administración
pública, como mal menor frente a la irremediable babelización nacional.
Los
asiáticos son muy conscientes de su dilema lingüístico. Si aumenta la
penetración del inglés —no sólo
por necesidades comerciales sino a través de la televisión, el cine y la música
juvenil— perderán sus señas de identidad nacionales[37]. Pero si frenan la expansión del inglés
perderán parte de su capacidad de competir en los mercados internacionales y
crecerán las dificultades de comunicación inclusive entre estados vecinos y en
algunos casos aun dentro del estado. No hay otra lingua
franca de utilidad
comparable y que además sea asiática. Y si la hubiese resultaría igual de
exótica a los ojos y oídos de todo el que no la tuviese por lengua materna.
Peor, cualquier lingua franca asiática tiene ecos —precisamente en Asia— de hegemonías pasadas, presentes o futuras, lo que la hace atrabiliaria
para muchos. Mientras y por algún misterioso proceso de amnesia histórica
selectiva, el inglés ya no es la lengua del antiguo colonizador británico, ni
la del libertador u ocupante
americano, ni la del rubicundo vecino australiano, ni siquiera de las
exportaciones que permitieron el despegue económico de los últimos treinta
años. El inglés es ya puro símbolo de la modernidad. Como la modernidad no es
en sí substancia sino mera forma, en el inglés se puede verter cualquier
contenido económico, político, social o de simple ejercicio de poder.
III
Volvemos,
pues, al punto de partida. Al igual que la koiné del siglo i no era instrumento de áticos ni
vehículo de sus ideas e intereses, el inglés de finales del siglo xx no es correa de transmisión de los
dogmas de Adam Smith. La koiné podía servir para comprar mármol a un frigio,
vino a un chipriota, trigo a un egipcio, para gobernar una trirreme o para
escuchar a un judío algo heterodoxo llamado Pablo. El inglés de hoy puede
servir para vender transistores a un chileno, comprar petróleo a un kuwaití,
aterrizar en Río de Janeiro, entender las canciones de Madonna o escuchar a un
japonés que explica por qué no es rentable la fábrica en Linares y va a
cerrarla. Al final, de todo lo primero, lo que marcó la historia fue la prédica
del judío en griego. Y de todo lo segundo lo que marcará el porvenir es la lección
del japonés en inglés. Convendrá escuchar y no engañarnos, pues contra toda
apariencia lengua e imperio están de nuevo separados.
Cabe,
por supuesto, aplicar mutatis mutandis a la nueva situación que está
naciendo lo antes dicho sobre el influjo recíproco entre el cristianismo y las
lenguas clásicas. Hay que suponer, por extensión sensu contrario de la hipótesis Sapir-Whorf, que
los orientales modificarán la lengua inglesa al igual que están modificando el
capitalismo (otra forma de origen occidental) por el mero acto de usarlo. De
hecho en estos procesos adoptar, adaptar y adaptarse son acciones simultáneas.
Así es que también el capitalismo y la lengua inglesa están influyendo en las
formas de vida orientales de modo evidente[38].
En
cuanto a la cuna, a la nación o a las naciones de origen de la lingua franca[39], no se puede negar que en este caso
como en lo demás que nos muestra la historia el hecho de tener una lengua
mundial como lengua materna acarrea ventajas no desdeñables. No desdeñables
pero quizá tampoco tan considerables como a veces creen los hablantes de
lenguas menos ecuménicas. Es cómodo no tener que aprender ninguna lengua
foránea para entenderse con los extranjeros. Es agradable —aunque algo ilusorio— creer que en
cualquier discusión o trato internacional lleva uno gran ventaja sobre la otra
parte al poder pormenorizar más la propia posición negociadora; en realidad no
es así pues al de enfrente se le escapan
los matices y al final uno comprende la necesidad imperiosa de simplificar la
propia lengua. Los funcionarios ingleses destinados en organismos
internacionales reconocen que terminan usando un inglés distinto del que
empleaban en Londres, un inglés que sin llegar a la pobreza del basic English posee un vocabulario
somero y una sintaxis elemental.
Quizá
donde con más claridad aparecen las ventajas de esta coincidencia entre lengua
materna y lingua franca es en el campo de la comunicación
y la información. Sea cual sea el mensaje llegará más lejos si está en inglés.
Quien tenga, por ejemplo, la experiencia de haber escrito en el Financial Times y en El País sabe lo que digo: el primero llega
hasta el fin del mundo y el segundo no. Y no me refiero a la distribución
geográfica sino al tipo de lector. El que lee en inglés puede no saber nada de
la cultura inglesa; el extranjero que lee en español suele ser hispanista en
algún sentido de la palabra. Lo homogéneo y restringido del segundo grupo de
lectores tiene una contrapartida favorable para el articulista, y es que sabe
que sus lectores comparten un cierto esquema de referencias comunes. Si hace
una modesta alusión cultural hispánica el director no se la tachará y el lector
no la desconocerá. En cambio el Financial Times va dirigido al nuevo Weltbürger,
que al ser ciudadano del mundo no lo es de ninguna parte. Si el articulista
desliza una referencia cultural, aunque sea anglosajona, el director la
suprimirá y hará bien, pues el petrolero árabe o el banquero japonés no la
entenderían. En rigor nunca se puede escribir urbi
et orbi. O se escribe urbi,
para la ciudad —siempre algo municipal y espesa[40]— o
se escribe orbi, para el mundo, cerrado cual ostra a
todo lo ajeno, salvo a la espada del poder[41].
Así es que aclaro la afirmación al principio de este párrafo: sea cual sea el
mensaje llegará más lejos si está en inglés, pero en inglés internacional, en
una lengua aséptica y sencilla bien distinta del inglés propio de la cultura
inglesa o angloamericana. El alcance del mensaje dependerá del grado de asepsia
del medio empleado y el grado máximo hasta ahora conseguido es el de la
primera lingua franca planetaria, el inglés pasteurizado
y despojado de casi todos los sabores que había ido adquiriendo a lo largo de
siglos de uso culto y popular. Un inglés, pues, esencialmente desnacionalizado,
lengua errabunda y meteca aun en su propia cuna.
Pero
ese hecho evidente, la apatría del inglés, parece invisible a los ojos de
muchos, sobre todo de los políticos, con lo que el escenario internacional está
plagado de malentendidos a veces cómicos pero siempre costosos. Cual en un
vodevil parisino, el Ministro de Cultura francés suele gritar a Marianne “¡me
engañas, tienes un amante anglosaxon, lo noto en que te gustan las películas
de Hollywood!”. El buen hombre ignora que medio Hollywood es propiedad del
capital japonés[42], y ni siquiera se ha
percatado de que las películas americanas son cada día más politically correct y más multiculturalistas; en suma,
más apatridas. Marianne tiene, en efecto, un amante, pero no es de habla
inglesa: habla inglés como hablaría esperanto si todo el mundo entendiese el esperanto.
El caso es que el ministro de turno, francés, catalán o de donde sea, intenta
una y otra vez, a golpe de millones en subvenciones a la cultura patria,
devolver la pureza cultural e idiomática a su nación. Y no lo consigue porque
no se entera del problema. Entiende el conflicto como una épica pugna
antropomórfica entre diversas lenguas nacionales: el inglés ataca, el francés
se defiende, el italiano viene en su ayuda, el alemán despierta de un letargo
de medio siglo y se dispone a entrar en liza, etcétera. A ese antropomorfismo
le suele añadir una fuerte dosis de voluntarismo (con el debido esfuerzo se
puede cambiar el mapa lingüístico del mundo y su evolución) y acaba viendo la
historia como conjura[43].
De ahí el curioso tono, entre melancólico y pugnaz, del todavía Presidente
Mitterrand en sus palabras casi de adiós al Parlamento Europeo en 1995, cuando
vino a lamentarse, como amo de la lengua francesa, de no tener las grandes
bazas “geográficas” del inglés o del español para conjurar las “amenazas” que
origina la “rivalidad de las lenguas”, amenazas contra las que tan sólo cabe
luchar con la “excepción cultural”[44].
Nada
más lejos de la realidad que esa supuesta intención subjetiva de agresión, sobre
todo en el caso del inglés. Éste —bien
mostrenco a la postre— no tiene amo, pero quienes de tal podrían fungir no
mueven un dedo para que medre, y ni siquiera para usarlo como instrumento político. Está claro que los
políticos ingleses, americanos y demás anglohablantes no creen que su lengua
(franca, no se olvide) sea compañera del imperio. Rara vez aluden a las
ventajas de su dudosa posesión, y cuando lo hacen suelen añadir palabras o
acciones que demuestran que no creen en ello. Así, pudimos oír a Douglas Hurd
afirmar como Ministro de Negocios Extranjeros que la lengua inglesa es un
activo que favorece a los hombres de negocios británicos y realza el prestigio
internacional del Reino Unido. Por eso, añadió, su gobierno invierte 175
millones de libras en el World Service de la BBC, 130 millones en el British
Council y 30 millones en becas[45].
Todo ello suena plausible hasta que nos ponemos a comparar. El contribuyente
británico gasta en mantener las emisiones internacionales de la BBC —que en efecto es la emisora más
respetada del mundo— el equivalente a 34.000 millones de pesetas al año, pero
es que tan sólo mantener la televisión regional valenciana le cuesta 13.000
millones al contribuyente español,
y las ocho televisiones regionales cuestan 65.880 millones[46],
es decir algo más que la suma de lo que gastan los británicos en sus tres
instrumentos lingüísticos de alcance internacional citados, BBC, British Council y becas a extranjeros.
En
la práctica, pues, los anglohablantes se ocupan muy poco de la irradiación
mundial de su lengua, y ello por dos motivos. Primero porque no deben de sacar
tanto partido de “su” lingua franca como creen los demás y segundo
porque la cosecha que sí sacan no depende de su propia siembra sino de la
extensión automática del inglés. Ciertamente no necesita ayuda una lengua que
se habla en todo el mundo con independencia de que alguno de los interlocutores
la tenga o no como lengua materna, y si en algún caso necesitase ayuda más bien
se verían obligados a darla los prestatarios de la lengua que los supuestos
propietarios[47].
Mas
todo esto, con ser así, suele percibirse de muy otra manera, sobre todo cuando
la mirada es política. Un diplomático francés cree que su lengua es rival del
inglés, uno español piensa a veces que el castellano compite con el francés,
uno alemán puede soñar con desplazar al francés en Bruselas o al ruso en Europa
Oriental, uno turco en recuperar el terreno perdido en Asia Central frente al
ruso. Creo que casi todos estos confusos antagonismos, y algunos más como los
que suscitan ciertas lenguas no estatales en Europa o en Asia, nacen de una
larga serie de complejos malentendidos más que de condiciones objetivas. Se me
puede objetar que un malentendido estable es ya de por sí una condición
objetiva. Pero sigo pensando que en buena parte esos resquemores internacionales
e internos en ciertas naciones quedarían mitigados si comprendiésemos el justo
y necesario papel político de cada lengua.
Para
empezar conviene tener muy claro que toda lengua tiene un papel político. De
hecho la lengua es un fenómeno en esencia político; incluso podría decirse que
lengua y política son dos caras de la misma moneda en la medida en que ambas,
más que permitir y ordenar la comunicación social son la comunicación misma. Ahora bien,
ocurre que esa comunicación política humana —al
contrario de la comunicación entre abejas o entre hormigas, también política—
adopta formas distintas según el grado de proximidad entre los interlocutores.
Dentro de la estrecha
horda basta con el gruñido castizo para entenderse; no así en una tribu ya más
amplia[48].
Menos en la nación, y aún menos en el imperio o en el orbe terráqueo. Cual en
círculos concéntricos, cada modo de relación adoptará una forma distinta, que
cada vez será sentida como menos íntima por el hablante: jerga familiar o
profesional, dialecto local, lengua nacional, lengua internacional, lingua franca.
A veces lo que se va ganando en alcance se va perdiendo en intensidad emotiva.
Pero salvo quienes vivan en un atolón autárquico o en un valle incomunicado,
todos los hombres tienen que relacionarse de un grupo social a otro, y entre
grupos de muy diverso peso político. Por eso históricamente un cierto grado de
poliglotismo no ha sido, contra lo que se cree, una rara excepción; debió de
ser la regla tanto entre los pueblos nómadas como en las culturas sedentarias
que practicaban el comercio. Tampoco la historia muestra una correlación
constante entre la dominación militar, política o económica de un lado y la
dominación lingüística del otro; hemos visto que en el caso del imperio romano
y de la expansión del cristianismo ni siquiera hubo paralelismo entre cultura y
lengua. En otros casos el conquistador adopta la lengua del conquistado o al
menos su alfabeto. Por último, abundan las situaciones históricas de equilibrio
más o menos estable en las que tres o cuatro lenguas se reparten diversos
papeles internacionales dentro del mismo ámbito geográfico: en Europa, hace un
siglo, era normal que un químico supiese alemán, un banquero entendiese inglés
y un diplomático hablase francés. Por todo ello cabe deducir, siquiera sea
provisionalmente, que sería más ajustado a la realidad establecer una relación
entre lengua y política que entre lengua e imperio. No es que la segunda
relación no exista, es que a veces no es como parece.
IV
Simplificando
los términos políticos de la cuestión, creo que ha de plantearse como sigue.
Cualquier política debe buscar el bienestar de las personas que componen el
grupo social. Este bienestar incluye necesariamente una identidad cultural
armónica, la cual a su vez tiene un fuerte contenido lingüístico. Tal contenido
puede ser unilingüe o plurilingüe, y ahí empiezan los problemas. Uno de los
errores más absurdos e interesantes de la modernidad (¿o de la post-modernidad?)
es la tendencia al exclusivismo, que lleva al hombre de hoy a creer que un
medio cualquiera de transporte como el automóvil es el único deseable, o un
medio de información más como la televisión es el único fidedigno, o un medio a
secas como el dinero es el único fin racional. Ese exclusivismo pueril
empobrece de raíz la vida humana, y no digamos la cultura. En el aspecto que
ahora nos ocupa ocurre, pues, que nuestros contemporáneos no suelen
preguntarse para qué sirve
una lengua, sino cuál es
la mejor, y suelen deducir que la mejor es la que tienen más cerca o más hondo.
De ahí a pensar que las demás son lenguas o inútiles o competidoras, luego
enemigas, no hay más que un paso. Cualquier noción de complementariedad
desaparece con este nuevo totalitarismo lingüístico. Como mucho, el hablante de
una lengua de mediana difusión estará dispuesto a admitir la existencia de
alguna lingua franca remota y de algún dialecto mínimo,
pues siente que ninguno de los dos hace sombra a su propia lengua. Y el
hablante de un dialecto o de un pidgin, por exiguos que sean, tenderá a creerse el ombligo
lingüístico del mundo[49].
Sin embargo, un mayor realismo no sólo evitaría conflictos nacionales e
internacionales sino que permitiría aprovechar mejor las ventajas de cada
lengua. Ello contribuiría al bienestar de sus hablantes, que es de lo que se
trata en la política. No sería chica cosa evitarles burdos remedos de lo
foráneo que aumentan la ambigüedad semántica, o, en el caso de las lenguas
internacionales como el español, traducciones múltiples, desordenadas y simultáneas
de los neologismos con las que aumentan los riesgos de fragmentación[50].
Sobre todo, un mayor realismo en la materia evitaría frustraciones culturales
innecesarias. Eso, y no el belicismo lingüístico, es lo que constituye una
política lingüística internacional sensata.
Pero
la realidad es hoy muy distinta. Predomina la sensación de que las lenguas
compiten en una especie de liga futbolera, sin comprender que no hay torneo
posible ya que una lengua juega al fútbol, otra al baloncesto, otra al tenis y
así sucesivamente. La variedad de situaciones lingüísticas es tan grande que,
aunque a veces sí se den casos de competencia directa, necesaria y consciente,
en conjunto resulta imposible establecer un palmarés objetivo y verificable.
Con esto no quiero decir que el uso internacional de ciertas lenguas carezca de
significado político. Al revés, creo que lo tiene, y mucho. Pero reducir la
política al mando exclusivo y excluyente, o creer que imperio es tan sólo
mando, es una simpleza. En ocasiones se podrá dar la vuelta al dicho de
Clausewitz y hacer política continuando la guerra con otros medios. Entre esos
medios estará la imposición deliberada de la propia lengua —o de una tercera— al vecino. Pero en general es más aplicable la definición
de Bismarck: la política es el arte de lo posible. Sin embargo se olvida a
menudo que eso exige una labor previa, averiguar cuáles son las posibilidades
prácticas que la realidad nos permite.
En
la política lingüística internacional esa necesidad es tan imperiosa como en cualquier
otro campo. Por ello asombra ver a políticos avezados, gente práctica que nunca
abordaría faenas imposibles en el Ministerio de Obras Públicas o en el de
Defensa, perder la cabeza cuando hablan del futuro de su lengua. Y es por falta
de reflexión preliminar. Nadie propondría construir un embalse sin saber por
dónde pasa el río, pero muchos son capaces de lanzarse a defender el español en
Filipinas sin averiguar antes qué es lo que queda aún por defender y sin
calcular qué beneficios materiales o espirituales se obtendrían defendiéndolo.
Los políticos más cultos fundan ese ciego voluntarismo en vagas noticias de
empresas al parecer imposibles que en el pasado se coronaron con éxito. Sueñan
con la invención decimonónica de la katarevusa griega, la resurrección del hebreo
como lengua de uso general o la gran reforma del turco en tiempos de Kemal
Ataturk. Pero olvidan o desconocen fracasos estrepitosos como el de la nonata
imposición del irlandés en el Eire. Es más, desperdician recursos emprendiendo tareas
que aun en el caso improbable de que prosperasen resultarían inútiles y en
cambio no atienden a proyectos lingüísticos de mayor enjundia cultural e
interés práctico.
Casi
siempre, estos errores tan costosos arrancan de la general creencia de que
todas las lenguas son funcional y teleológicamente iguales, que todas sirven
para la misma clase de comunicación y todas tienen la misma finalidad
intrínseca, dominar a las demás y a la postre a sus hablantes. Doble corolario
de esta falacia es no ver en una lengua más grandeza que la numérica —número de hablantes y número de
palabras[51]— y no admitir más relación entre lenguas que la
relación bélica, antes señalada. Todo por no empezar analizando las ventajas y
defectos de cada lengua, de sus vecinas y de sus supuestas rivales. Si lo
hacemos veremos que lo importante es aprovechar las bazas propias y ocupar lo
que los biólogos llaman el nicho ecológico, que no tiene por qué ser
geográfico.
Veamos
el caso del turco, por tomar un ejemplo escasamente polémico para el lector
español. Las lenguas túrquicas, pertenecientes a la familia de las altaicas,
forman un grupo bastante homogéneo[52] pero
muy extendido geográficamente. Sus hablantes están esparcidos en un vasto arco
euroasiático de unos siete mil kilómetros que va desde las orillas del Mar Egeo
hasta los confines del Desierto de Gobi. Como ocurre con casi todas las grandes
lenguas, es imposible saber cuántos hablan la lengua o las lenguas túrquicas;
por motivos políticos, por dificultades filológicas o por simple inopia
estadística los cálculos van desde setenta millones hasta mucho más de cien si
se atiende a su uso como segunda lengua. Tampoco es fácil para el lego en la
materia averiguar el grado real de mutua inteligencia entre las diversas
lenguas del grupo. También aquí parecen mezclarse argumentos científicos y
motivos políticos, mezcla que impide como siempre un consenso práctico. Baste
con decir, a grandes rasgos, que dichas lenguas forman un conjunto mucho menos
uniforme que el español y mucho más homogéneo que las diversas variedades del
árabe popular. Dentro del conjunto hay parejas casi de gemelos, como el uigur y
el uzbeco, tan parecidos como el catalán y el valenciano, mientras el turco
otomano y el acerí se asemejan como el castellano y el portugués, pero también
cabrían comparaciones extremas, por ejemplo kirguisio y turco otomano, que
arrojarían disparidades como las existentes entre el rumano y el español. Otra
peculiaridad del grupo es que ha usado y sigue usando muy distintos tipos de
escritura, por completo ajenos a la familia, como el alfabeto árabe, el
cirílico y el latino. Pero lo importante a los efectos que ahora nos ocupan es
que hay estrechos lazos lingüísticos y culturales entre unas naciones que se
extienden desde los Balcanes hasta el norte de China. Y cualquiera que lea los
periódicos con un mapa al lado comprenderá que el vacío de poder producido en
Asia Central y en el Cáucaso por la desintegración de la Unión Soviética, más
lo incierto del futuro de China, más las convulsiones del magma islámico, hacen
del arco túrquico una pieza clave en el continente euroasiático. En semejante
situación, el común denominador lingüístico deja de ser una curiosidad
científica y se convierte en un factor geopolítico de primer orden.
Resulta
natural, pues, que Turquía esté entrando en una etapa de creciente actividad
internacional[53]. Existen en su seno
cuatro tendencias principales que a veces se oponen y a veces se complementan.
La opción más sensata a los ojos de muchos es respetar el legado de Ataturk, mantener
el laicismo, continuar la modernización de la república y preocuparse poco por
lo que ocurre más allá de sus fronteras salvo en lo referente al proceso de
construcción europea, en el que el gobierno de Angora aspira con fervor a
participar. La segunda tendencia, por ahora más intelectual que práctica, es el
revisionismo otomano, favorable al papel histórico del antiguo imperio. Tras
tres cuartos de siglo de ortodoxia republicana, se han roto ciertos tabúes y ya
se puede admirar la Sublime Puerta y la vieja hegemonía turca sobre naciones
árabes, eslavas, iranias y de otros pueblos. La tercera tendencia es el
panislamismo, que incluso en la laica Turquía es una fuerza creciente. Y la
cuarta opción activista es el panturquismo, que se beneficia de los defectos de
las anteriores: el europeísmo parece frustrarse en Bruselas, el otomanismo es
mera nostalgia histórica y el panislamismo es una utopía tal vez violenta, pero
el panturquismo se ve como una posibilidad realista con sólidas bases
lingüísticas y aun étnicas. ¿Cómo no aprovecharla, ahora que por primera vez
desde hace siglos las mareas asiáticas van a favor del turco y no del eslavo o
del colonizador occidental?
De
manera que Turquía desde 1991 manda maestros y profesores a las nuevas naciones
independientes túrquicas de Asia Central y del Cáucaso, les envía libros y
emisiones de televisión por satélite, intenta con cierto éxito convencer a las
naciones hermanas para que abandonen el uso de los caracteres cirílicos y
empleen el alfabeto latino, les pide que propicien la adopción del turco como
lengua oficial en la ONU,
las exhorta a emprender una purificación léxica similar a la ordenada por
Ataturk hace setenta años y, en suma, aboga enérgicamente por cuantas medidas
unificadoras puedan hacer que “el siglo xxi sea el siglo de los turcos”[54].
Esta
política lingüística internacional tan dinámica no deja de suscitar polémicas y
recelos dentro y fuera de Turquía. Diríase que en el corazón geográfico de
Eurasia todos, de forma expresa o tácita, aceptan el teorema de Nebrija, con su
ecuación lengua = imperio. En general y por ahora la esencia de la cuestión
permanece en un discreto plano tácito y lo que se expresa es secundario o
alusivo, pero nadie se llama a engaño pues todos saben hasta qué punto geopolítica,
lenguas y religión forman una maraña inextricable. Un detalle bastante
revelador de la tensa situación es la polémica provocada por un artículo,
anodino en apariencia, sobre cuestiones lingüísticas que apareció a principios
de este año de 1995. El título no podía ser menos sensacional: “Contribution
of Turkic languages in the evolution and development of Hindustani languages”. Lo publicó una revista turca científica
en lengua inglesa, y además oficiosa, Eurasian Studies[55]. Su autor, K. Gajendra Singh, era embajador de la India en Turquía.
Nada, pues, permitía barruntar la tormenta. Nada salvo que se leyese entre
líneas hasta descifrar el mensaje subliminal del hindú, que venía a decir o a
insinuar: “Su cultura influyó en la nuestra más de lo que ustedes creen. Es
cierto que ahora nuestros adversarios paquistaníes y ustedes los turcos
comparten la fe islámica, pero la cultura turca siempre fue tolerante y poco
sectaria en cuestiones religiosas, como toda cultura auténticamente imperial.
Prueba de ello es que el propio conquistador de Constantinopla, Mohamed II,
pensó seriamente en convertirse al cristianismo. Así es que ánimo con el nuevo
movimiento pantúrquico y a ver si entre todos frenamos el fanatismo
panislámico, inspirado por árabes, paquistaníes, afganos y otros incómodos
vecinos de Turquía o de la India”. Tales alusiones y sugerencias debieron de
agradar a algunos turcos, pero otros, que se consideran ante todo musulmanes,
vieron en ellas torpes insidias. La inmediata respuesta (“Did Fatih Sultán Meh-met
"seriously" consider becoming a Christian?”[56])
demostró, con su tono airado, que el Embajador Singh había puesto sub specie philologica el dedo en la llaga de un hondo
debate interno turco.
Y
es que el turco —o, mejor
dicho, quien quiera trazar el porvenir de las lenguas túrquicas— está en
una encrucijada. Hay varios futuros posibles, y para decidir a cuál de ellos se
aspira resulta imprescindible plantear la pregunta en términos racionales. Si
se le pregunta a un turco qué lengua prefiere y qué lengua quiere defender y engrandecer, contestará igual que
un español, un ruso o un islandés: “la mía”. Mas lo que procede preguntarle
es para
qué quiere que medre su lengua y qué
desea hacer con ella. En el caso del turco varias posibilidades aparecen en el horizonte
próximo; algunas serán espejismos y otras no, pero de cualquier manera habrá
que escoger uno de los destinos posibles y poner rumbo a él, al menos en la
medida en que los sinos se pueden escoger y mantener. Una aspiración podría ser
resucitar el imperio de Suleimán el Magnífico en su pleamar del siglo xvi, pero eso además de harto inviable
tendría poco que ver con la lengua; de hecho rompería de nuevo la ecuación de
Nebrija. Un objetivo político-lingüístico ambicioso pero más hacedero sería
establecer una cadena de protectorados culturales en las nuevas repúblicas
túrquicas del Cáucaso y de Asia Central[57].
Tal cadena serviría al menos para tres fines políticos. Primero para frenar
cualquier renacimiento ulterior del viejo expansionismo ruso hacia el Sur.
Segundo para entorpecer la extensión del integrismo musulmán. Y tercero para
plantar cara a cualquier veleidad, también expansionista, de Irán, adversario
tradicional de Turquía y hoy potencia influyente en el Tayikistán por similares
afinidades lingüísticas de origen persa y asimismo opuesta a Turquía en el
Azerbaiyán. Se trataría, pues, de establecer un curioso cordon sanitaire lingüístico para defenderse de diversos
contagios y amenazas actuales o previsibles en este fin de milenio[58].
Otro
rumbo practicable para el turco es el mercantil de la vieja Ruta de la Seda,
que se intenta revitalizar como vía de penetración económica hasta Mongolia y
aun más allá, y que como todas las corrientes comerciales necesita una lingua franca[59]. De hecho, tradicionalmente el turco ha
sido y es lengua de contacto entre mercaderes de Asia Central, junto con el
persa y, más al Oriente, las lenguas sino-tibetanas.
Los
valedores del turco como lingua franca y como lengua internacional
disponen de ciertas bazas de las que carecen el español o el portugués, e
incluso el inglés. Nadie discute la primacía del turco otomano en el mundo
túrquico, mientras que hoy el español carece de centro hegemónico (lo fue
Castilla y puede que llegue a serlo Méjico), e igual ocurre al portugués con su
bipolaridad transatlántica. Y no digamos el árabe medio (dariyá), que en la práctica funciona en un
régimen de acefalia similar a la del latín vehicular del siglo x en la Romania en trance de
fragmentación. El mundo de habla turca, como el de habla francesa, no alberga
dudas sobre la identidad del depositario del mando idiomático. La desproporción
entre el peso político y cultural de la cuna del idioma y el de la periferia es
en ambos casos tan evidente que nadie discute el mando lingüístico. Otra
ventaja considerable del turco es la continuidad de su área geográfica, propia
de una lengua continental —como
también lo son el ruso o el alemán— y no talasocrática como el inglés o el
portugués. El que su área de dispersión carezca casi de soluciones de continuidad hace del turco una
lengua muy idónea para cualquier proyecto de zona de librecambio internacional;
en eso su papel virtual se asemeja al del español en Hispanoamérica.
En
resumen, el turco se encuentra de repente y a causa del inesperado colapso de
la Unión Soviética con un abanico de posibilidades muy abierto. La clase
dirigente turca puede escoger entre un uso geopolítico de su lengua, un uso
económico, un uso ideológico o un simple uso sentimental, como sería deleitarse
en la recuperación de un prestigio cultural internacional que llevaba siglos
menguando. Pero en cualquier caso tendrá que medir sus fuerzas económicas,
políticas y aun militares a la hora de escoger.
V
Precisamente
en esto último se diferencia el turco de otras lenguas internacionales. No es
que los hablantes de estas otras no puedan escoger; tampoco es que no necesiten
medir sus fuerzas. Lo que ocurre es que los hispanohablantes o los francófonos
no han llegado de súbito a la encrucijada como los turcos y en cierta medida
los alemanes, sino que se han ido acercando poco a poco y sin darse cuenta al
momento de la verdad. Como no son conscientes de la necesidad de optar, tampoco
creen necesario el análisis previo. Se contentan, pues, con vocear vaguedades
del estilo de “el español es la lengua de la fe cristiana” o “la lengua
revolucionaria de los desheredados” o “le français, langue cartésienne
de la raison”. Tampoco es que no
actúen, al igual que los anglohablantes, es que actúan sin ton ni son como los
españoles o con lógica peregrina como los franceses.
Veamos,
siquiera sea brevemente, el caso del francés, con el que de manera suicida
muchos españoles se empeñan en comparar su lengua. El francés está en
decadencia política —constante
aunque gradual— desde 1918. Pero sigue siendo la gran lengua de una gran
cultura, lengua materna de unos pocos países muy ricos, lingua franca de
muchos países muy pobres, lengua extranjera de prestigio de ciertas burguesías
del Tercer Mundo, como lo fuera en el siglo xii de la nobleza y la Iglesia desde
Londres hasta Jerusalén[60] y
en el siglo xviii de
la aristocracia y las Letras desde San Petersburgo hasta Sevilla, lengua, en
fin, de tan opulenta complejidad sintáctica y ortografía tan sutil que uno
acaba preguntándose si su innegable prestigio tradicional más que existir pese
a su dificultad no existirá gracias a ella.
El
francés es todo eso y más, pero no es el inglés. El problema político —más que lingüístico— está en que los
franceses no terminan de creérselo. No comprenden que su lengua es apreciada en
todo el mundo e indispensable en algunas
partes, que es una lengua internacional y una de las linguas francas,
pero no es lingua franca del planeta pues esa condición es
exclusiva del inglés y novedad histórica absoluta en lo que hace a su carácter
global y no parcial. Como además Francia puede aplicar y aplica medidas de
dictadura jacobina a su lengua, aun más allá de sus fronteras hexagonales,
imagina que los anglohablantes pueden y quieren hacer lo mismo. La consecuencia
de este doble malentendido es que los sucesivos gobiernos franceses han ido
deliberadamente personalizando y agrandando el conflicto. A partir de ahí se
produce un curioso quiebro dialéctico, y se aplica la lógica del miope cuando
no la onírica. Ambas son implacables. Ejemplo de lógica onírica nos lo dieron
en 1994 quienes insinuaron, tanto en el diario conservador Le Figaro como en el progresista Le Monde, que la guerra de Ruanda se debía a que
los Estados Unidos apoyaban a los tutsi porque éstos hablaban inglés y así
contribuirían a debilitar la francofonía en África[61].
Pero
de mayores consecuencias fue, también en 1994, la aplicación de la lógica del
miope en la elaboración de la llamada Ley Relativa al Empleo de la Lengua
Francesa o Ley Toubon. En un primer proyecto, dicha ley draconiana disponía
sanciones durísimas contra cualquier uso indebido de lenguas extranjeras en la
administración y también en la actividad comercial, los medios informativos y
la publicidad, llegando a prever consecuencias penales de seis meses de cárcel.
La ley empieza con una solemne invocación a la República y a la Constitución,
así es que hubo quienes señalaron la contradicción entre la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano y estas cortapisas a la libertad de
expresión. Otros, en cambio, encontraron natural el contraste, puesto que la
Revolución había empezado con el asalto a la Bastilla —donde estaba encerrada media docena de
señoritos calaveras— y había terminado ahogada en sangre de guillotina. Al final el Consejo Constitucional se sintió
más heredero de Mirabeau que de Robespierre y desautorizó a Jacques Toubon,
Ministro de Cultura, censurando en virtud de la Declaración de 1789 varias
disposiciones del Proyecto de 1994, aunque dejó en vigor la remisión expresa al
Código Penal[62] y por tanto persiste
la increíble amenaza de medio año de cárcel y 50.000 francos de multa a los
políglotas contumaces.
No
acabó ahí, sin embargo, el delirio lógico. El sueño de la razón sigue
produciendo monstruos, y el último es un quebradero de cabeza en los medios
financieros franceses. Ocurre que la Ley Toubon exige que cualquier contrato en
el que sea parte un ente público esté en francés para que pueda hacer fe. Pero
las emisiones de bonos y otras operaciones en los mercados internacionales se
hacen con documentos en inglés. Los inversores extranjeros desconfían de una
terminología que no entienden y que resulta difícil, caro y lento traducir. Así
es que empresas nacionales francesas como la SNCF —que en
1994 colocó más de cuatro mil millones de dólares en los mercados
internacionales— se encuentran con un problema grave que exige pronta solución política. La única jurídicamente viable
es una ley que establezca las excepciones pertinentes. Es posible que la
redacción de esa norma competa al nuevo Ministro de Justicia, que no es otro
sino el mismo Jacques Toubon, redivivo y con otra cartera en la mano[63].
Si
me he detenido en este lance surrealista es porque el Sr. Toubon está teniendo
émulos fuera de Francia. En Italia y en la Argentina ha habido sendos intentos
frustrados de legislar lo ilegislable para poner puertas al campo. Por mucha
simpatía que nos inspiren los esfuerzos por limpiar, fijar y dar esplendor a
cada lengua, espero que al legislador español no se le ocurra algún día adoptar
disposiciones de esta índole, imposibles de aplicar o de consecuencias
incalculables. Desde hace siglos tendemos a imitar lo francés, incluso aquello
que a todas luces resulta inservible. Más nos valdría limitarnos a copiar
ciertas medidas concretas y provechosas ideadas por los franceses —las hay, y muy inteligentes— sin
dejarnos contagiar por la megalomanía lingüística tous
azimuts y por la
xenofobia cultural.
Es
modelo admirable, por ejemplo, la educación secundaria francesa. Gracias a su
rigor académico, miles de familias de todo el mundo mandan a sus hijos a los
liceos franceses en el extranjero, aun a sabiendas de que la lengua que allí
van a dominar les servirá después en la práctica menos que el inglés. Mantener
esa red mundial de liceos cuesta caro al contribuyente francés, pero también le
rinde frutos apreciables, y no sólo en grandeur cultural: quien sabe el francés
tiende a comprar lo francés. Pero la educación pública española es mala, luego
inexportable.
También
de puertas adentro las autoridades francesas han sabido de siempre idear
algunas medidas sensatas que redundan en beneficio de la precisión y de la
claridad de su idioma. Al contrario de lo que ocurre en España, nadie en
Francia accede a la función pública superior sin saber hablar con propiedad y
redactar con corrección. Merced a ello, los debates en Francia siempre se
desarrollan con lógica, aunque sea perversa, mientras que en España suelen
degenerar en guirigay pues de antemano no nos ponemos de acuerdo sobre el
sentido de las palabras y así cada cual acaba hablando su idiolecto y no una
lengua común comprensible para los demás. Por eso algunas iniciativas francesas
en apariencia producto del chauvinismo no son tal sino más bien prurito de
exactitud. Ojalá en España se elaborase algo como el Dictionnaire des termes officiels de la langue
française[64], recopilación de las disposiciones
administrativas que durante veinte años han ido adoptando ciertas comisiones
interministeriales creadas para traducir los neologismos extranjeros y
racionalizar los nacionales. Las normas allí recogidas son de uso obligatorio
en la administración pública. Eso tiene la ventaja de que ayuda a los
administrados a entender a los administradores y a éstos a entenderse entre
ellos. También tiene el inconveniente de que parece despotismo ilustrado, y sin
duda lo es. Pero es que el despotismo ilustrado no está mal cuando es eso,
ilustrado. Tan sólo resulta contraproducente cuando es despotismo aldeano, como
el de la Ley Toubon. Copiemos, pues, lo de fuera cuando sea bueno y en cuanto
sea adaptable a la esencia y a las circunstancias de la lengua española.
VI
Si
admitimos que cada lengua tiene un papel distinto en el gran teatro del mundo,
habrá que aclarar cuál corresponde al español y luego ayudar a nuestra lengua a
desempeñarlo con rigor y con amor. Sólo entonces conseguiremos los
hispanohablantes sacarle todo el partido práctico que tiene. El español —seamos por una vez antropomórficos—
deberá primero cumplir el precepto clásico de conocerse a sí mismo: averiguar
no ya cuántos lo hablan sino cómo, dónde,
cuándo y por qué, determinar las consecuencias previsibles para él de las
nuevas técnicas, saber cuál es su situación en el nuevo orden —o desorden— internacional tanto
económico como político, comprender cuál es la imagen que de la lengua y de la
cultura hispánica se tiene en el mundo
contemporáneo, donde la imagen percibida es tan importante como la realidad.
Dicho con otras palabras, mirar, medir y pesar, no hacer apologías. Todos los
autores de este libro aspiramos a contribuir, en la medida de nuestras fuerzas,
a esa ingente labor de análisis desapasionado.
Después
el español tendrá que hacer algo más arduo aún, asumir su papel en el mundo.
Entendámonos, se trata de que asuma el papel que le toca, no el del inglés o el
del francés o el del turco. Y que lo desempeñe con pleno amor fati,
con gusto por su destino, no mirando de reojo y con envidia los destinos de
otras lenguas que se le antojan más lucidos. Todos los papeles son brillantes
si se representan con convicción, y de todas formas el español está entre los
que encabezan el cartel.
Aceptado
con orgullo y realismo el papel que le corresponde al español en el mundo, los
hispanohablantes habrán de actuar con decisión y brío. Ser realistas no quiere
decir ser timoratos, ni ceder posiciones internacionales en el mundo cultural,
científico o económico, sino escoger con tiento los objetivos y perseguirlos con
tenacidad. Entonces, y tan sólo entonces, obtendremos frutos visibles, algunos
incluso materiales, del papel internacional del español y veremos si resulta
aplicable el teorema de Nebrija. Se nos quitará por fin la frustración
histórica (“deberíamos ser los primeros”), la manía de la persecución (“hay una
conjura internacional para impedirnos ser los primeros”) y la esporádica
jactancia infantil (“somos los segundos pero pronto seremos los primeros”). No
hay primeros, segundos ni últimos, hay buenos y malos actores.
La
primera tarea de cualquier política lingüística será, pues, dibujar el perfil
internacional de nuestra lengua, averiguar lo que es y, casi igual de
importante, lo que no es. El más somero boceto mostraría una gran lengua
internacional, sorprendentemente unitaria, bastante pero no demasiado extendida
geográficamente, de poco peso económico y con una reputación internacional
manifiestamente mejorable.
Paso
a aclarar las expresiones utilizadas en esta descripción. El español es una
gran lengua por varios motivos. Uno de ellos, quizá no el principal pero sí el
más aireado, es el número de hispanohablantes. Para no entrar en disquisiciones
estadísticas, tratadas por Jaime Otero en otro lugar de este libro, digamos tan
sólo que con sus más de trescientos millones de hablantes el español es una de
las cuatro o cinco lenguas más usadas en el planeta. También es una gran lengua
por su riqueza léxica y gramatical, por su pasado y su presente literarios y
por su uso internacional. Esto último nos lleva a precisar que lengua
internacional no es lo mismo que lingua franca, y que el español no es funcionalmente
una lingua franca. Cuando un peruano habla en español
ante la Asamblea General de la ONU está usando su propia lengua, que es además
la de otras naciones; cuando un congoleño habla en francés o un birmano en
inglés, por muy bien que lo hagan, están usando algo en esencia ajeno[65] pero
de propiedad poco definida, una especie de res
nullius que
llamamos lingua franca. Ya nos hemos referido a las ventajas e
inconvenientes de tener como lengua materna una que asimismo es lingua franca.
También son evidentes las ventajas de las lenguas internacionales: la vasta
emigración española a Hispanoamérica desde mediados del siglo xix hasta mediados del xx, tan provechosa para todos, hubiera
sido muy distinta sin la lengua común, por tan sólo citar un ejemplo político
reciente. Los beneficios de poder dirigirse sin intérprete a uno de cada veinte
habitantes de la tierra son bien obvios. Pero no hay que confundir los
conceptos. Cuando digo que el español es una lengua internacional mas no
una lingua franca estoy usando este último término en el
sentido restrictivo de habla empleada por interlocutores que no la tienen,
ninguno de ellos, como lengua materna. Un argentino hablará naturalmente en
español con un uruguayo, y es probable que también con un brasileño. Pero es
casi seguro que hablará en inglés con un japonés en Helsinki[66],
igual que un checo y un húngaro hablarán en ruso o en alemán, que también
son linguas francas, aunque regionales y no mundiales. Por
lo demás tampoco hay que atribuir a la condición de lingua franca una
trascendencia distinta de la que le corresponde; el swahili es lingua franca en
África Oriental y no por eso se puede decir que sea más “importante” que el
español. Depende para qué. Para comprar marfil ilegalmente en Tanzania, sí.
Para cualquier cosa en el resto del mundo, no. Una vez más hay que recordar que
el concepto de importancia es difícil de aplicar en abstracto a las lenguas;
casi siempre hay que completarlo con el de finalidad.
En
cuanto al carácter unitario de la lengua española, lo sorprendente no es que
las personas educadas que la hablan usen la misma norma culta —eso
también ocurre con el francés y el inglés aunque no tanto con el portugués— sino que incluso a nivel popular y a
ambos lados del oceano sea tan homogénea[67]. Llama asimismo la atención la escasez
de pidgins alumbrados por el español —el chabacano en Filipinas, algún
fenómeno aislado en el Caribe y poco más— en comparación con las docenas de
parlas pintorescas generadas por el inglés, el francés o el portugués en
ultramar al mezclarse con las hablas
autóctonas o con otras importadas. Se supone que la mayor uniformidad del
español se debe a la idiosincrasia del imperio hispánico, con su colonización
pobladora y no meramente militar o mercantil. Pero no debe de ser ajena a este
rasgo lingüístico del español su cohesión geográfica, de la que pocos se
percatan.
Suele
decirse que el español se ha extendido por todo el mundo, pero eso es retórica
poco acorde con la geografía, y de ser verdad no sería especialmente ventajoso
para nuestra lengua. Todas las grandes lenguas modernas ocupan vastas
extensiones del planeta, salvo el alemán, concentrado en Centroeuropa. El
español también cubre millones de kilómetros cuadrados, pero casi todos
contiguos. Nueve de cada diez hispanohablantes viven en América, por lo general
en estados fronterizos, y los demás están en la Península Ibérica. Fuera de
América y Europa, en África, Asia y Oceanía, la presencia del español es
residual o inexistente. Estamos dejando apagarse los pequeños focos de
Filipinas, el Medio Oriente y el Golfo de Guinea. No se puede decir que el
español se habla en los cinco continentes como el francés o el inglés; de hecho
se habla en dos, como el árabe, el ruso o el turco.
Pero
¿quién ha dicho que la dispersión sea en sí una virtud? El portugués, esparcido
desde hace siglos en cuatro continentes, tendría un futuro más prometedor si
estuviese más concentrado. La contigüidad de las naciones hispanoamericanas les
permite albergar esperanzas de que prosperen ciertos intentos de integración
económica regional. Piénsese que uno de los obstáculos más formidables a la
integración europea es la condición babélica de nuestro continente. En Europa, “esa
pequeña península de Asia” que decía Paul Valéry, se amontona medio centenar de lenguas
cultas, cada una con siglos detrás de escritura, de glorias y de rencores bien
documentados. En América, por el contrario, tan sólo cuatro lenguas —español, inglés, portugués y francés—
se reparten en la práctica[68] los cuarenta millones de
kilómetros cuadrados que van desde los campos de petróleo de Alaska hasta las
estancias de ovejas de la Patagonia. Ese crudo oligopolio lingüístico supone
una clara ventaja política para el continente americano, y desde luego la
pervivencia de la unidad del español añadida a la proximidad geográfica de sus
hablantes es una de las bazas económicas de Hispanoamérica con vistas al
futuro.
Porque,
hoy por hoy, ricos no somos los hispanohablantes. En conjunto, ni tenemos vieja
riqueza burguesa acumulada desde los comienzos de la Revolución Industrial como
los ingleses, alemanes o franceses, ni tenemos dinero fresco en cantidad como
algunos nuevos ricos asiáticos. Cuando en los medios financieros
internacionales se habla de los milagros económicos de este fin de siglo, rara
vez se menciona un país hispánico —si acaso
Chile, nunca España[69]—
entre las naciones de PIB per cápita
en crecimiento espectacular. Tal vez por eso ni siquiera es importante el
comercio hispánico transatlántico: España no vende y compra a toda
Hispanoamérica junta más que a Holanda[70].
Llevamos cinco siglos diciendo que Iberoamérica es el continente del futuro,
mas la apoteosis económica no acaba de llegar, El Dorado no aparece. Siempre
podemos consolarnos con el dicho de Gracián: “si este no es nuestro siglo, otro vendrá que lo sea”.
Pero la economía contemporánea es impaciente y un punto pueril en su idolatría
del PIB. Los economistas saben muy bien que la pobreza hispana es relativa; son
estrecheces de clase media sin punto de comparación con la indigencia
proletaria de África y buena parte de Asia. También saben que estas cosas
pueden cambiar cuando menos se espera: en 1900 Suecia o Suiza estaban entre los
países pobres de Europa, hoy son de los más ricos, y hace tan sólo una
generación Corea o Taiwán eran mendigos de la guerra fría, ahora nos aterran
con su pujanza. Pero el caso es que en el fondo del pensamiento de las ciencias
sociales late durante todo el siglo xx un juicio peyorativo de lo
hispánico: se ve a nuestra cultura como una de las perdedoras de la batalla de
la modernidad que empezó con la Ilustración. El árabe es un perdedor medieval,
el español un perdedor barroco y el francés pronto será un perdedor
decimonónico.
¿Simplezas
e infundios? Por supuesto, pero los estereotipos pesan en las reputaciones
internacionales y ya quedó dicho que la del español es manifiestamente
mejorable. Puede incluso que estos prejuicios negativos resulten a la larga
menos nocivos para el español que nuestra propia propaganda absurda resaltando
en la cultura española, con vistas al turismo barato, un color local que
confirma los más caros prejuicios foráneos: sol, vino y pasión. Siempre que se
puede se airea nuestro pathos y no nuestro logos:
Boabdil antes que Cisneros, Unamuno más que Ortega, Gaudí mejor que Herrera.
Todo eso, unido a una similar ansia de pintoresquismo hispanoamericano, afecta
a la imagen que de nuestra lengua circula por el mundo. Siendo una de las más
lógicas en la gramática, armónicas en la relación entre sonido y grafía y ricas
en el léxico, muchos extranjeros que la ignoran creen que es mero eco excitante
de los gruñidos de Pancho Villa, los quejidos del Quijote y los suspiros de
Carmen la Cigarrera. Vaya usted luego a hablarles de la métrica marmórea de
Garcilaso o de la prosa cerebral de Borges. En el mundo de hoy pesa más la
imagen que la palabra, y la imagen que fuera tienen de España es la misma que
nosotros hemos escogido oficialmente: el sol de Miró, un torvo huevo frito con
hollín[71].
Claro
que los estereotipos culturales son cambiantes y cambiables, y a ello
volveremos luego. Baste ahora con repetir que la imagen actual de lo hispánico
y su lengua es mediocre y, a mi entender, falsa. Ello tiene considerables
consecuencias prácticas, de las que son conscientes al menos los responsables
de nuestra política comercial[72].
Si nuestra cultura sigue vendiéndose y viéndose como algo tremendista —ayes de Guernica y olés de tauromaquia—
la estampa contemporánea se ve más amable. La historia es torva, el presente
sólo torpe. Los sondeos extranjeros de opinión suelen revelar estos tópicos: los españoles somos simpáticos y
vagos, nuestros productos son baratos, mal diseñados y poco de fiar[73].
Comoquiera que el producto esencial de un pueblo es su lengua, cabe deducir que
el español atrae como lengua fácil y simpática a extranjeros que a la vez lo
tienen en poco como artilugio ocioso.
Hecha
la oportuna composición de lugar y perfiladas con sus luces y sus sombras la
imagen y la realidad actuales del español en el mundo, una política lingüística
solvente tendrá que impulsar una acción internacional decidida. Buscando el
punto medio entre la quimera y el pancismo, deberá jugar a fondo las bazas del
español y mitigar sus deficiencias. En mi opinión la gran baza es la unidad del
idioma y el gran fallo es su actual imagen. Cuanto mantenga lo primero y cambie
lo segundo será bueno para el español y para los hispanohablantes. Por eso a
veces la mejor solución a ciertos dilemas no es la más evidente.
Así,
cuando se dice “vamos a imponer el español a Washington y a Bruselas” no sólo
se nos están proponiendo tareas políticas irrealizables, lo cual sería lo de
menos, sino que se nos incita a actuaciones que pueden resultar
contraproducentes y acabar dañando la unidad del idioma y empeorando su imagen
internacional.
Escojo
estos dos ejemplos a sabiendas de que son polémicos y consciente de que ambas
cuestiones de estrategia lingüística son opinables ad nauseam. Pero la una es cuestión de peso y la
otra muestra las ambigüedades de la relación entre lengua e imperio. Los dos
ejemplos son dolorosos e ilustrativos.
VII
Resulta
punto menos que imposible para los hispanos, y en particular para los
españoles, reflexionar con serenidad sobre la situación y las perspectivas de
la lengua española en los Estados Unidos de América. Es tan tentador pensar que
el español se juega su porvenir mundial al Norte del Río Grande, creer que con
algo de suerte los Estados Unidos pueden convertirse en una nación bilingüe
como el vecino Canadá, a poco que aumente el porcentaje de hispánicos en el
Sur, con lo que de súbito el poderío económico de nuestra lengua desbordaría
todas las estadísticas actuales (solamente el PIB de California es casi tan
grande como el de Francia), soñar con un Presidente hispanohablante en la Casa
Blanca[74] o,
más drástico aún, imaginar una nueva Secesión, pero esta vez exitosa y además
progresista, es tan humano que quienes se sienten heridos por la historia hagan
esas conjeturas y otras de índole similar, que si se pretende analizar la
cuestión desapasionadamente se corre el riesgo de ser tachado de vendepatrias.
Ya
es hora, sin embargo, de afrontar la situación con frialdad. A grandes rasgos
es como sigue. Los Estados Unidos, la nación más poderosa del mundo, siempre ha
sido un país de inmigración. En 1994, uno de cada once de sus habitantes (el
8,7%) había nacido en el extranjero, lo cual es mucho si se compara con el
porcentaje en la generación anterior (el 4,8% en 1970) pero es poco comparado
con los datos de principios de siglo: en 1910 el 14,7% de la población había
nacido fuera de los Estados Unidos[75].
Está claro en cualquier caso que si ese país se ha hecho grande y ha mantenido
un fuerte sentido nacional es porque ha funcionado como un gigantesco melting-pot o crisol donde se fundían los muy
diversos grupos de inmigrantes para convertirse en esa singular aleación
llamada el pueblo americano. Tan seguros estaban los americanos de su melting-pot que desde mediados de este siglo toleraron
e incluso propiciaron lo que acabó denominándose multiculturalismo, que a su
vez está desembocando en el ethnic pride. Se sobrentendía que por muy polaco que
se sintiese un Brzezinski o muy judío alemán un Kissinger, se sentían ante todo
americanos, y así ocurría, luego otro tanto habría de acontecer a los recién
llegados.
Pieza
esencial del melting pot era
la lengua inglesa. Los inmigrantes, poco instruidos por lo general, empezaban a
olvidar el yiddisch, el italiano o el
ruso y se lanzaban a chapurrear el inglés, que se convertía en la lengua
materna de sus hijos. El sistema parecía tan natural a todos que nadie
consideró necesario añadir a la constitución una consagración del inglés como
idioma oficial[76].
Pero
las cosas no son hoy tan sencillas. Por cada irlandés de los que llegaban hace
cien años —blanco, cristiano, anglófono, tan fácil de
integrar— llega hoy un vietnamita, bastante más
exótico, o un filipino. El país de origen del mayor grupo de inmigrantes
recientes es, con gran diferencia, Méjico. En principio y a título individual,
un mejicano no tiene
por qué ser más reacio al melting-pot que muchos de los europeos de antaño.
Mas ocurre que las colonias hispanoamericanas son muy numerosas (suman casi la
mitad de los veintidós millones de habitantes de los Estados Unidos nacidos en
el extranjero) y están muy concentradas en la Florida, en Nueva York y sobre
todo en California.
Por
todo ello y por otras razones socioeconómicas como la flagrante entrada ilegal
de muchos, el proceso de integración estadounidense se ha vuelto menos rápido y
más trabajoso para los hispánicos. Una consecuencia lingüística es que en el
censo de 1990 diecisiete millones de habitantes de los Estados Unidos, sin
siquiera contar Puerto Rico, declararon que en casa hablaban “Spanish or Spanish
Creole”. Otra es la desazón
de la mayoría anglohablante. Los más inquietos o activos han creado
asociaciones como English Only y US English, han emprendido campañas para que
los estados declaren la oficialidad del inglés —de los cincuenta ya lo han hecho veinte[77]— y
se oponen a la educación bilingüe, creada en 1968 como paso intermedio para
facilitar la ulterior y plena integración lingüística de los extranjeros, y
convertida hoy en un laberinto burocrático de 145 idiomas. Bob Dole, Jefe de la
Mayoría en el Senado,
es uno de los más enérgicos instigadores de estas campañas, y parece gozar de
considerable predicamento en toda la Unión y no sólo entre sus correligionarios
del partido republicano o de talante conservador[78].
El
temor del Senador Dole a la babelización de su país (balcanización y
libanización son otros de los términos empleados por sus seguidores menos
peritos en geo-lingüística) es excesivo a juzgar por los datos del censo de
1990. Éstos parecen indicar que tan sólo los inmigrantes viejos permanecen del
todo impermeables al medio ambiente anglófono, pero también es cierto que nadie
sabe lo que puede ocurrir si se mantiene el ritmo actual de un millón de
inmigrantes por año y, más aún, si se mantiene la alta concentración antes
citada tanto en cuanto a países de origen como en cuanto a estados de destino.
La
inquietud de la mayoría estadounidense no carece, pues, por completo de
fundamento[79]. Si en España hubiese
tres millones de magrebíes hablando árabe en casa y en la calle, si se nos
hubiese olvidado en la constitución declarar oficial el español, y si esos
magrebíes estuviesen concentrados en Andalucía, no creo que nuestros políticos,
del gobierno o de la oposición, permanecieran en comprensivo silencio. Sé que
la comparación, aunque proporcional en cifras, no es del todo exacta ya que el
más acérrimo wasp (White, Anglo-Saxon, Protestant) tendrá que reconocer que el español es
lengua tan indoeuropea como el inglés y que los católicos a fin de cuentas
también son cristianos, pero es que en los Estados Unidos, pese a su origen
variopinto, existe un cierto provincianismo no por diferente de la xenofobia
europea menos ubicuo que ésta. Tal vez por eso los americanos tienen sus
bárbaros y los europeos sus metecos: bárbaro stricto sensu es quien balbucea en habla foránea
y meteco es el excluido por motivo de nación.
El
caso paradójico es que cuanto más frágil parezca la unidad lingüística de los
Estados Unidos más importancia darán sus habitantes a ese lazo de unión
nacional, acaso ya el único vínculo comprobable y objetivo para ellos. Pero lo
que a nosotros debe importarnos no es el inglés en los Estados Unidos sino el
español en dicho país. El porvenir allí de nuestra lengua puede imaginarse
siguiendo cualquiera de estas conjeturas:
1.º
El melting-pot se rompe, atorado por la creciente
afluencia de hispanohablantes. Éstos se esfuerzan poco en aprender inglés y al
alcanzar la mayoría en ciertos estados de la Unión imponen allí la oficialidad
del español y en Washington su cooficialidad a efectos del gobierno y la
administración federales. En suma, se aplica el modelo de Quebec.
2.º
Lo mismo que en la conjetura anterior, pero en este caso además de romperse la
estructura política del país se rompe la estructura lingüística del español.
Surgen diversos papiamentos —chicano,
cubano, dominicano, etc.— que al final se funden en un Spanglish
sincrético (modelo mixto entre el quebequeño y el haitiano).
3.º
Surge un bilingüismo oficial en el Suroeste, con o sin diglosia (modelo
catalán).
4.º
El melting-pot sigue funcionando y se mantiene la
unidad lingüística con el inglés, pero el español se convierte en una lengua
extranjera importante y de prestigio. Los americanos la aprenden por lo mismo
que aprenden el francés o el alemán, porque son lenguas útiles y hermosas, no
porque ellos tengan antepasados que la hablaban, ni porque sea necesaria para
entenderse con algunos de sus compatriotas.
5.º
Igual que en el supuesto anterior, deja de hablarse el español pero no pasa a
ser considerado una gran lengua de prestigio internacional, al quedarle el
estigma de lengua proletaria a los ojos —y oídos—
de la clase dirigente americana.
Todas
estas hipótesis son posibles en teoría, mas no tanto en la práctica. Ni
siquiera he mencionado la posibilidad de una secesión política, aunque a la
larga la primera y la segunda conjeturas desembocarían probablemente en eso,
por lo mismo que Quebec parece hoy al borde de desgajarse del Canadá. Se nos
asegura, eso sí, que la secesión de Quebec sería “civilisée”;
nadie nos puede asegurar lo mismo de una región con las tradiciones del Far West.
Pero no vale la pena detenerse en vaticinios tan remotos o inverosímiles. Sí,
en cambio, habrá que preguntarse por la supuesta gestación de un Spanglish o de varios. Don Manuel Alvar, que con razón cree poco en los
bilingüismos reales y prácticos, tampoco parece tener fe en la continuidad de
este otro proceso lingüístico: “Suponer que puede crearse una especie de lingua franca hispano-inglesa, me parece tener ganas
de soñar y, por supuesto, de no favorecer en nada a los hablantes que se
encuentran en trance de adquirir una lengua y abandonar la otra”[80].
Lo
segundo me parece cierto y palmario, lo primero más discutible. De un largo
estudio reciente[81] se desprenden —entre líneas— datos curiosos. Parece
que “prensa hispana”
no es lo mismo que prensa en español, pues los hispanos a medida que van
integrándose quieren más textos en inglés, con lo que esta lengua se usa, aun
en los periódicos llamados hispánicos, para las cosas importantes como los
editoriales. De hecho se va hacia una prensa bilingüe para los hispánicos, ya
que los recién inmigrados y monóglotas suelen estar poco instruidos, leen poco
y prefieren ver la televisión u oír la radio. Es de temer, entonces, que acaben
(o empiecen) no sabiendo leer español, y aumente el riesgo de pidginización. Múltiple, además, pues cada grupo —mejicanos, peruanos, cubanos— tiene su
perfil cultural y su habla. Otra cosa es que perduren esos papiamentos.
Abandonando toda hipocresía de relativismo lingüístico, yo espero que no. Empobrecería a sus usuarios, como bien apunta
Alvar, y rompería la hasta ahora tenaz unidad del español.
Así
es que un diplomático prudente y un filólogo realista, venciendo muchas
tentaciones de patriotismo miope, harían votos, y quizá algo más que votos,
para que se realizase la cuarta conjetura, única alternativa viable a la
quinta. Que el español quede en los Estados Unidos, pero como favorita entre
las principales lenguas cultas extranjeras, no como germanía o como jerga del “proletariado
interno”[82].
Los
inspiradores o ejecutores de la política exterior española han de tener
presentes ciertas realidades lingüísticas y prever ciertas consecuencias
políticas. Por decirlo crudamente los hispanos de los Estados Unidos de hoy no
son los italianos de la América de los años treinta: ni se sienten españoles ni
van a sentirse atraídos por una misión imperial, de estilo mussoliniano,
nebrijano u otro. Tampoco son los quebequeños de los años sesenta, ni el
gobierno estadounidense es el canadiense. En California, un grito de un prócer
español emulando el “Vive le Québec
libre!” del
General de Gaulle en 1967 dejaría a los hispanos indiferentes o enardecidos, no
sabemos, pero en todo caso podría incitar a algún primate americano a dar voces
sediciosas en Bilbao o en Barcelona, de consecuencias aún más incalculables.
Hay
que decir que hasta ahora la actitud oficial de las autoridades españolas ha
sido prudente, y no hay muchos motivos para pensar que vaya a dejar de serlo
con futuros gobiernos. Pero esa prudencia contrasta con el ardor vehemente de
casi toda la prensa de Madrid: “fanática ola”, “coacción estatal”, “nueva
batalla contra el idioma español”, “vendaval”[83].
Incluso, suprema paradoja, se acude para defender el español a un galicismo que
no quiere decir nada en nuestra lengua y significa lo contrario en francés: “Vientos de fronda contra el español en Estados
Unidos”[84].
En general la prensa de derechas se indigna contra el trato dado a la lengua
española y la de izquierdas contra el trato a los inmigrados hispanohablantes.
Ni la una ni la otra se plantea en serio la pregunta que yo hacía en 1987: “¿Es
beneficioso para los inmigrantes permanecer agrupados y aislados del entorno
sociocultural del país donde viven? ”[85].
Hoy ya estoy seguro de que no: el interés propio de cualquier inmigrante está
en no construir un ghetto, y si se lo
imponen, en salir de él[86].
Claro
que también podemos sentirnos atraídos por la Realpolitik y, olvidándonos del problema
humano de esos pobres desarraigados y atendiendo tan sólo al interés nacional
español, pensar que si conservan la lengua común van algún día a convertirse en
firme apoyo de España. Creer eso es no saber geografía ni historia. Esas gentes
no han emigrado de España sino de América Central y del Sur. Lo probable es que
olviden hasta su lugar de origen inmediato, cuanto más las remotas raíces
europeas de su cultura, de las que casi ninguno es consciente. La historia
demuestra con triste reiteración que sólo los acomodados se molestan en
recordar su cuna o en inventársela.
¿Quiere
todo esto decir que no hay que hacer nada o que no hay nada que hacer? Al
contrario, urge emprender dos tareas ciclópeas y complementarias. La una
consiste en cambiar la imagen que en los Estados Unidos tienen la cultura
hispánica y la lengua española. La otra —paralela—
es ayudar a ser bilingües a los hispanos deseosos y capaces de alcanzar tan
difícil estado; serán muy pocos pero serán los mejores.
El
trabajo tendrán que hacerlo de consuno España y los países hispanoamericanos,
en especial Méjico, para que no parezca pueril empresa imperial de gachupines a
los ojos de los hispanos o siniestra quinta columna chicana a los yanquis. En
cuanto a la simultaneidad de ambas tareas, también es necesaria por motivos
psicológicos: algunos de los hispanos de los Estados Unidos estarán dispuestos
al arduo esfuerzo del bilingüismo en la medida en que vean el español como una
lengua de prestigio social y cultural, no si la consideran una jerga de barrio
como el Spanglish. Los hispanos, como
todos los hombres, están deseando encontrar un espejo que les muestre una
imagen halagüeña de ellos mismos. Ese espejo favorecedor tan sólo puede ser la
cultura hispánica digna, purgada de vudúes caribeños y panderetas andaluzas.
Mas
tampoco nos hagamos ilusiones excesivas. El bilingüismo culto —no el poliglotismo de muelle mercante,
que suele degenerar en pidgin— es
difícil de adquirir y más todavía de mantener[87]. Es cierto que hay muchas clases de
bilingüismo, y sobra literatura científica sobre las distintas modalidades de
este fenómeno. Pero —acaso
porque pocos filólogos hablan bien más de una lengua y pocos políglotas escriben libros[88]— siempre he echado de menos la
discusión técnica de un dato evidente: hay muchos analfabetos castizos que
hablan su lengua con gran propiedad
y galanura, pero ningún bilingüe es iletrado.
Así
pues no es probable que en el futuro abunden los ciudadanos estadounidenses
bilingües en inglés y español. Pero hay que intentarlo; una vez más la calidad
puede resultar más importante que la cantidad. Y en todo caso el empeño nunca
sería vano si nos recordase la necesidad de cambiar la imagen de nuestra cultura
y la obligación de mantener la unidad de nuestra lengua.
VIII
En
cuanto al español en la Unión Europea, es asunto menos emotivo para el gran
público pero pronto nos puede abocar a decisiones penosas, tomadas por España o
impuestas por los demás. No hace falta entrar en los detalles jurídicos y
reglamentarios pues más adelante en este libro aparecen tratados a fondo por el
Embajador Ybáñez. La situación de hoy es conocida, al menos la situación
teórica. Las lenguas nacionales de todos los Estados miembros son lenguas
oficiales y además lenguas de trabajo de todas las “instituciones de la
comunidad”. Ahora bien, con quince países miembros en la actualidad el número
de lenguas oficiales y de trabajo asciende a once. Las permutaciones o
variaciones de traducción e interpretación son, pues, 11 x 10 = 110. Si en
breve ingresan, como está previsto, cinco estados más con tres lenguas nuevas,
las combinaciones serán 182.
Esto
no quiere decir que la situación se esté haciendo insostenible, sino que dejó
de sostenerse hace mucho. De facto, ya que no de iure,
en varios órganos e instancias comunitarios no todas las lenguas oficiales lo
son también de trabajo. En la práctica se tiende a usar tan sólo francés e
inglés y acaso alemán en ciertas negociaciones y discusiones, aunque no en los
debates del Parlamento Europeo, que mantiene su virginidad babélica. Aun con
estas restricciones, una tercera parte de los gastos administrativos de la
Comisión y dos terceras partes de los del Parlamento corresponden a traducciones
e interpretaciones[89].
Se comprende que todos deseen simplificar tan onerosa complicación, pero
también se entiende que nadie quiera ceder sus prerrogativas lingüísticas, ya
sean legales o consuetudinarias. Es más, la situación va a peor. No sólo
aumenta el número de lenguas oficiales y de “trabajo teórico” sino que las de “trabajo
práctico” tienden a aumentar por la creciente presión diplomática alemana, que
a su vez suscita ambiciones italianas y españolas. Está claro que como mucho se
puede aspirar a que una reunión de funcionarios de quince o veinte naciones
europeas se desarrolle sin intérpretes si
todos se comprometen a hablar tan sólo en inglés o en francés. Es un desatino
creer que un día todos los funcionarios y expertos que alguna vez tengan que
negociar en Bruselas entenderán las cinco lenguas principales de Europa
Occidental. Pero es físicamente imposible que docenas de reuniones diarias se
desarrollen todas con intérpretes,
aunque sólo sean los nueve necesarios para atender a cinco lenguas de trabajo.
Hay
soluciones técnicas intermedias, como el llamado “sifón”, socorrido apaño que
consiste en traducir entre lenguas menores pasando por una mayor, lo que alarga
el proceso y duplica el margen de error, a más de exigir once cabinas. Al final
se vuelve a la misma obviedad: con más de un par de lenguas no se puede
trabajar en muchos grupos distintos y simultáneos. No es previsible que el
español sea una de esas lenguas. ¿Qué nos conviene, entonces? ¿Luchar por el
multilingüismo y al final quedar excluidos en beneficio del francés y quizá del
alemán? ¿O abogar por una lingua franca, que salvo resurrección del nostrático[90] sólo
puede ser el inglés? ¿Qué es peor, quedarse fuera con las lenguas medianas o
con todas las lenguas mayores de Europa salvo el inglés? Si nos convenciéramos
de que éste no es la mera lengua de los ingleses —ni siquiera en Bruselas, a trescientos kilómetros de Londres— no dudaríamos en la contestación.
Claro
es que la aceptación de esa lingua franca única ha de tener límites muy
precisos y de ningún modo hacerse extensiva a importantes parcelas donde el
español ha de mantenerse y aun consolidarse: el Parlamento Europeo, las
reuniones ministeriales oficiales —no las
oficiosas— y en general la traducción escrita de documentos, que a menudo
sufren retrasos y a veces adolecen de errores[91].
Dentro
de esos confines, aquí sólo he querido señalar dos puntos. El primero es que
ciertas batallas en apariencia multilingüistas sólo pueden acarrear provecho
para el francés y desgaste para el español[92].
El segundo es el razonable temor a que al librar una batalla perdida de
antemano deterioremos la imagen internacional de nuestra lengua. No debemos
aparecer en el bando perdedor, sobre todo porque en verdad no estamos en
guerra.
IX
Si
el antropomorfismo lingüístico puede conducir a la actividad desordenada, como
hemos visto en diversos ejemplos, tampoco el error opuesto es inocuo. Creer que
los datos nos son dados por la historia es ponerse en razón lógica y
etimológica, pero creer que la historia está acabada es otro error de moda.
Este conduce a la pasividad y al remedo de cuanto parece haber triunfado para
siempre. Por eso advertí que la reputación internacional del español —su talón de Aquiles— es mejorable y por
eso recuerdo ahora
que la unidad de nuestra lengua —su gran
fuerza— hay que conservarla y aprovecharla.
Los
estereotipos nacionales son tan cambiantes como las realidades que pretenden
describir, y aun más. Ya Feijoo en su Mapa intelectual y cotejo de naciones escrutó con más perspicacia que
casi todos los sociólogos de hoy el genio caprichoso de muchos de esos tópicos.
El mismo tópico de lo español ha pasado por varias metamorfosis en pocos
siglos, desde el adusto hidalgo del xvi hasta el báquico populacho
del xix,
ambos crueles pero el primero eficaz y el segundo inepto. Es cierto que España
también fue cambiando, por motivos que no hacen al caso, y no sólo su tópico,
pero dudo que éste haya sido jamás muy fidedigno. De todas formas lo cambiante
suele ser cambiable y no hay motivo para renunciar a influir deliberadamente en
nuestra imagen exterior. Después de todo si el tópico moderno —patético y no lógico— está ahí es
porque nosotros mismos hemos propiciado la permanencia del tópico romántico
heredado o impuesto[93].
Es
difícil pasar de la noche a la mañana de una imagen dionisiaca a otra apolínea.
Sin embargo “otra política más sutil y astuta”, como propone Emilio Lamo de
Espinosa[94], puede usar algunas de
las figuras habituales cambiándoles el mensaje: el toro en la dehesa como
símbolo de naturaleza pura, el caballero de la mano en el pecho como ejemplo de
“seriedad y rigor frente a la frivolidad de lo latino”, etc. Pero las frases publicitarias
también son iconos, y ninguna de las tres ideadas hasta ahora para atraer
turismo (barato) es reciclable para exportar productos de calidad, entre ellos
nuestra lengua. Recordemos los tres lemas sucesivos que hemos lanzado a los
cuatro vientos: “Spain is different”,
“Everything under the sun” y “Passion for life”. No van a convencer a
nadie para que se ponga a estudiar el español, esa lengua nacida a la escritura
en un monasterio de liturgia visigótica entre los Pirineos y la Sierra de la
Demanda, rodeado de prados, hayedos y robledales tan poco diferentes del resto
de Europa, tan lejanos del sol tropical, con más razón que pasión.
Por
desgracia hasta ahora ha pesado más en el ánimo de los estudiantes la
propaganda folclórica que la lingüística. Pero hay que confiar en la labor
renovadora del Instituto Cervantes. Creado en 1991, sus misiones expresas e
implícitas ayudarían al cambio de imagen internacional del español. Si le
hubiesen asignado una centésima parte de lo que se gastó en 1992 con ocasión de
los diversos fastos geográficos y olímpicos, la mejora de la imagen cultural de
España hubiese sido más honda y duradera que la obtenida en Sevilla y
Barcelona. Con más medios, algún día podrá demostrar que la reputación del
español puede librarse de ese vago aire tercermundista. Ése sería el regalo que
más agradecerían los hispanohablantes del Tercer Mundo: la prueba de que, si
sus escuelas o sus funcionarios son toscos, el progreso es posible puesto que
su lengua es tan elaborada y solvente, tan “seria” como el alemán.
En
cuanto a la unidad del español, hay motivos para congratularse, como hemos
visto antes, pero no para confiarse. Todas las lenguas, desde que nacen hasta
que mueren, están sometidas a fuerzas centrífugas y centrípetas. Las primeras
tienden a fragmentar la lengua y las segundas a unificarla. En su mayoría, los
inventos desde el siglo xv hasta
hoy han favorecido la cohesión del español: la imprenta, los transportes
modernos, las comunicaciones, las reproducciones de imagen y sonido han impedido
que el español siguiese el camino del latín, fragmentándose dialectalmente,
como todavía temía Rufino José Cuervo hace cien años. Pero he aquí que los
últimos adelantos técnicos, para ser plenamente aprovechables a efectos
lingüísticos, requieren una ingente labor previa. La moderna ingeniería
lingüística es tan neutra como la imprenta, no fomenta en sí ni la unidad ni la
fragmentación, como tampoco toma partido decisivo a favor de una lengua u otra,
pero sí exige unos esfuerzos que no todos parecen dispuestos a hacer, a juzgar
por la preocupación que se trasluce en las páginas de este libro firmadas por
Antonio Castillo y por José Antonio Pascual. Las lenguas cuyos hablantes no
sepan adaptarse a las nuevas circunstancias correrán más riesgos, y no sólo de
fragmentación desde dentro sino de pidginización desde fuera[95].
La
verdad es que hasta hoy la envidiable unidad del español se ha conservado sin
grandes esfuerzos de sus beneficiarios. Ni siquiera actualmente nos ocupamos
mucho en unificar los neologismos científicos, que cada nación hispánica
traduce del inglés a su aire[96].
Incluso la lógica ortográfica del español, uno de nuestros motivos de orgullo,
la violamos con creciente descuido: México, Girona, Miami y otros nombres, tal
como muchos ahora los escriben o los pronuncian, rompen las normas de
correspondencia entre grafía y fonética. Da igual que lo hagan por prurito
arcaizante, nacionalista, modernista o por simple cursilería; también esta es
una fuerza centrífuga.
“El
español es demasiado importante para dejarlo en manos de los españoles”,
escribió Guillermo
Cabrera. Pero añadió esto: “Ahora yo también
quiero denunciar las germanías, incluso la que fue mía, sobre todo esa mía. El
español, me parece, es un idioma demasiado importante para dejarlo en manos de
los dialectos más dilectos”[97].
No se puede decir mejor. Quizá haya que ser un cubano desterrado en Londres
para comprenderlo tan bien.
X
Intentemos,
por fin, contestar a la pregunta inicial. El teorema de Nebrija, ¿sigue políticamente vigente en el
mundo de hoy? ¿Lo estuvo alguna vez? ¿Es cierto que “siempre la lengua fue
compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que juntamente comenzaron,
crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos?” ¿Sigue
siendo así y es previsible que así siga siendo?
En
esencia sí, mas sólo en esencia. Es verdad que el hombre necesita alguna suerte
de identidad cultural para no ser del todo desdichado; sin raíces su condición
congénitamente errabunda se hace insoportable. No sabemos lo que va a resultar
de la ebullición cada vez más acelerada del segundo milenio, pero parece claro
que las lenguas continuarán estando entre las señas de identidad más decisivas.
Para el hombre que intenta nadar en un torbellino, conservar su lengua es tanto
como conservar su personalidad, su autonomía. Y ésta, como hemos visto, no es
otra cosa que la capacidad de darse normas, es decir el dominio de sí mismo, el
verdadero imperio.
Ahora
bien, la autonomía de esa identidad cultural se puede perder de dos maneras,
ambas destructivas de la ecuación lengua = imperio. El primero y más frecuente
de los dos modos consiste en la caída social de la lengua, que termina siendo
irrelevante en la vida práctica. Puede agonizar algún tiempo, reducida en el
mejor de los casos a funciones esotéricas en una religión también moribunda,
hasta su muerte patética mas no indigna.
La
segunda forma de disociación es por ascenso y no por caída. El propio éxito del
papel vehicular y no substantivo de una lengua la convierte en lingua franca que,
repito, no es lengua de imperio, ni siquiera económico[98].
En la primera forma de disociación, el pueblo que tenía por materna esa lengua
se queda sin señas de identidad. En la segunda tan sólo queda desdibujada su personalidad.
La primera confirma la intuición de Nebrija, puesto que “junta fue la caída de entrambos”. La
segunda constituye una excepción al teorema[99].
El
español no se encuentra en ninguna de las dos situaciones extremas: ni va a
desaparecer por consunción ni va a desdibujarse por dilución. Conviene, eso sí,
evitar los malentendidos sobre el pretérito[100] y
las complacencias sobre el porvenir[101].
La geografía, la historia y la economía parecen haber asignado a nuestra lengua
un papel sobresaliente que a sus hablantes toca ahora desarrollar. No es un
papel de lingua franca, ni de lengua imperial, ni de lengua de
cultura a la defensiva. El español es una lengua de primera magnitud, internacional en el sentido estricto del
término, filológicamente homogénea, geográficamente compacta, demográficamente
en expansión. Por eso atrae. El auge de su aprendizaje, constatado más adelante
por Francisco Moreno, se debe más a su futuro y a su pasado que a su presente.
Todo
ello debe hacernos reflexionar no sólo sobre el peso político internacional del
español —su peso de hoy puede convertirse en una
respuesta inerte y estática— sino en su papel futuro. Y ahí no
caben meras respuestas numéricas, ni de jerarquías aparentes. En el teatro no
es “primero” ni “segundo” o “tercero” Don Juan, el Comendador o Doña Inés; el
rango auténtico dependerá de la convicción y de la pericia de cada actor. Pero antes de estudiar el
guion y forzar, si hace falta, las indicaciones escénicas, repárese en la grave
advertencia de Feijoo —tan enemigo del apocamiento como de la
vanagloria— en su Teatro crítico universal:
“Dos extremos, entrambos reprehensibles,
noto en nuestros españoles, en orden a las cosas nacionales: unos las
engrandecen hasta el cielo; otros las abaten hasta el abismo. Aquellos que ni
con el trato de los extranjeros, ni con la lectura de los libros espaciaron su
espíritu fuera del recinto de su patria, juzgan que cuanto hay de bueno en el
mundo está encerrado en ella. De aquí aquel bárbaro desdén con que miran a las
demás naciones, asquean su idioma, abominan sus costumbres, no quieren escuchar
o escuchan con irrisión sus adelantamientos en artes y ciencias. […] Por el contrario, los que han
peregrinado por varias tierras, o sin salir de la suya comerciado con
extranjeros, si son picados tanto cuanto de la vanidad de espíritus amenos,
inclinados a lenguas y noticias, todas las cosas de otras naciones miran con admiración;
las de la nuestra, con desdén”[102].
Doscientos
setenta años después de escrito esto, ahí siguen ambos escollos. Ojalá
aprendamos a sortearlos. La lengua española merece un esfuerzo, tanto si es el
último punto de referencia internacional eminente que le queda al mundo
hispánico como si resulta ser el primero en recuperarse.
(*) Agradezco las ayudas muy diversas pero igualmente
generosas de don José de Areilza y Carvajal, don José Manuel Blecua, doña
Rosalía Cabrera, don Delfín Colomé, doña Silvia Cortés, don Brian Carlson, doña
Adoración Fernández, don Emilio Fernández-Castaño, don Antonio Fontán, don
Valentín García Yebra, don Antonio Garrigues Walker, don Stanislas de
Laboulaye, don Pierre Mordacq, doña M.ª Victoria Morera, don Jaime Otero, don
José Antonio Pascual, don Vladimiro Pérez, don José M.ª Rodríguez-Ponga,
don Felipe Ruiz Martín, el Marqués de Saavedra, don Pedro Schwartz, don Eduardo
Serra, don Colin Smith, el Marqués de Valdecañas y don Manuel Viturro.
[1]
Téngase presente que Antonio de
Nebrija no formula ninguna pregunta, pero el bello y tajante texto que
dirige a Isabel la Católica tiene un tono íntimo al principio, luego histórico
y al final declaradamente político. Se intuye pues la pregunta implícita y nada
retórica que Nebrija se hace en su fuero interno precisamente para brindar la
respuesta —todo un programa político— a la
Reina, «aquella en cuia mano y poder, no menos está el momento de la lengua que
el arbitrio de todas nuestras cosas».
Tras
la dedicatoria, arranca el prólogo a la gramática con una oración cuya
brillantez ha cegado a más de un comentarista, por lo que conviene releerla con
sosiego y atendiendo tanto a los tiempos verbales («siempre fue»)
como a la ortografía (entonces como ahora el uso de las mayúsculas era
caprichoso, pero eso no nos autoriza a citar como Imperio lo
que Nebrija —o su tipógrafo— escribía imperio, es decir mando). Ésta es la transcripción
de Antonio Quilis (Edición Crítica de la Gramática de la Lengua
Castellana, Madrid 1992).
“Cuando
bien comigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante los ojos el
antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación y memoria quedaron
escriptas, una cosa hallo y saco por conclusión mui cierta: que siempre la
lengua fue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que junta mente
començaron, crecieron, y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos”.
Sabido
es, al menos desde que Eugenio Asensio publicara su trabajo “La lengua
compañera del imperio” (en la RFE, XLIII, 1960), que la frase
recoge un lugar común renacentista. Pero Nebrija, además de darle forma
lapidaria, lo cual es lo de menos a los efectos que ahora nos ocupan, invirtió
los términos dialécticos del primer antecedente, el de Lorenzo Valla, como
desplazó el centro de gravedad político que había interesado al segundo
antecedente, el de Micer Gonzalo García de Santa María.
Parece
claro que Nebrija, antes de escribir el prólogo, había meditado sobre la grave
cuestión del peso político de las lenguas. Ofrece, pues, al poder regio su
propia doctrina histórica y consiguiente programa político.
[2]
Y esta percepción común, gracias a la información en
tiempo real, siempre afecta al propio decurso. Unas veces lo hace como profecía
autorrealizadora y otras como profecía autoanuladora. Pero
en todo caso el tradicional desconocimiento de los hechos ha sido abolido y
substituido por la auténtica ignorancia, es decir la torpeza en el análisis,
acaso por sobreabundancia de datos.
[3]
Argumentarían que el Canadá, atraído cada vez más por
la pujanza económica de Asia y de la cuenca del Pacífico, se está olvidando de
sus orígenes europeos y atlánticos. Si apreciasen las ironías de la historia,
repararían en que tal vez a España le esté pasando lo mismo, pues el fletán
negro (Reinhardtius hippoglosoides Walb.), que se ha convertido en casus belli, lo pesca en el Atlántico
Norte pero se lo vende al Japón.
[4] Samuel P. Huntington,
“The Clash of Civilizations?”, Foreign Affairs, Verano de 1993.
[5] Y no sólo desaparecerán esas lenguas, sino
casi todas las demás, salvo las muy habladas. Durante los próximos cien años se
extinguirá el 90 o el 95 por ciento de las seis mil lenguas que todavía existen
en el mundo, según Michael Krauss, director del Alaska Native Language Center
de la Universidad de Alaska en Fairbanks (Cf. “In industrial
age, world's languages dwindle in number”, The Christian Science
Monitor, 21 Febrero 1995).
Ante semejante empobrecimiento cultural
del género humano, cabe la desesperación o el estoicismo. Georges Dumézil, el
gran indoeuropeísta, optó por lo segundo. Cuando comprendió que su amigo
caucásico Tevfik Esenç era el último hablante de ubij, redobló los esfuerzos
para recoger toda la información posible sobre esa lengua, tan peculiar que
tiene ochenta consonantes, más que ninguna otra en el mundo. Pero no se dejó
abatir por la escena agónica: “L'oubykh va mourir debout. Il ne se décompose
pas. Tevfik le parle pour nous, les témoins, tel qu'il le parlait récemment
encore avec les autres vieillards, le vendredi, dans la cour de la mosquée. On
peut dire, par exemple, que le latin s'est décomposé en donnant les langues
romanes. Mais l'oubykh, non. Il ne s'est pas défait. Il va
disparaître, c'est tout. Supposez
que le latin soit mort à Gaète avec Cicéron”. (Georges Dumézil, Entretiens
avec Didier Eribon, París 1987, p. 89).
[6] Plutarco, De defectu oraculorum, 17.
[7] Umberto Eco, “La identidad nacional es un producto de
la historia”, El País, 6 Diciembre 1992.
[8] Claudio Veliz, “Un mundo made in England”, Estudios
Públicos, n.° 52 (Primavera 1993) Santiago de Chile.
[9] A estos efectos tanto monta que sigamos la
interpretación trifuncional de Dumézil como la reciente de Renfrew, que ve la
cultura indoeuropea como algo que se extiende pacíficamente enseñando nuevas
técnicas agrícolas a los vecinos. Da igual que las lenguas indoeuropeas,
incontenibles, hayan avanzado por conquista o por docencia, el caso es que
ninguna doctrina histórico-lingüística puede negar que —dondequiera estuviese la cuna de esas lenguas y comoquiera se extendiesen—
su primera expansión transportó también formas de vida y visiones
del mundo propias, al menos hasta principios de la era cristiana.
Nótese también que hablo aquí de las lenguas indoeuropeas y de la cultura
indoeuropea, no de los pueblos indoeuropeos, ya que este último concepto sigue
estando poco perfilado históricamente. Y además, ya se sabe, la noción misma de
las migraciones prehistóricas está mal vista desde hace treinta años por los
arqueólogos políticamente correctos, que por miedo a la épica prefieren
explicar la dinámica cultural acudiendo a otras formas de difusión menos
traumáticas.
[10] Plan cuya expresión más axiomática, “Yo soy el Alfa y
la Omega” (Apocalipsis, 22:13), arranca de un precedente hebreo (Isaías, 41:4)
pero alcanza difusión mundial gracias a estar escrita en griego y traducida a
otras lenguas indoeuropeas, como el resto del Nuevo Testamento, y acaso también
gracias a la viveza enigmática de la imagen empleada: precisamente una metáfora
alfabética griega.
[11] Todos los vocablos mesiánicos citados y otros del
mismo jaez son de origen griego o latino. Seguramente han muerto más mártires
invocando palabras mágicas de raíz indoeuropea (Cristiandad, Patria,
Socialismo, Paz, Libertad, incluso Soviet o Bolchevismo, términos ambos
eslavos) que de otros orígenes lingüísticos. Claro que no sabemos lo que el
futuro nos deparará, y es posible que el concepto islámico de la Guerra Santa,
concretado en la voz árabe Yihād, dé mucho juego. De todas formas y
para volver a la misma palabra, mesiánico, obsérvese que nunca ha
pasado de ser un cultismo y que Mesías (ungido, en arameo) tan
sólo se popularizó una vez traducido al griego, Christos.
[12] Por eso toda traducción es, en última instancia, una
aporía de la que sólo se sale con metáforas. El ejemplo más surrealista que
conozco es éste: “…the translators of Chairman
Mao's ‘Little Red Book’ into Swahili had to coin a whole set of new terms to
render the political jargon of Chinese communism, and rather unexpected
innovations became popular, e.g. wabenzi for ‘capitalists’, i.e. the elite group that
rides in Mercedes-Benz cars” (citado
por Edgar C. Polomé, precisamente a propósito de la hipótesis Sapir-Whorf,
en “Language and behaviour: anthropological linguistics”, en An
Encyclopaedia of Language, N. E. Collinge ed., Londres 1990).
[13] Werner Jaeger, Early
Christianity and Greek Paideia, Cambridge, Massachusetts 1961, p. 7.
[14] Jaeger, op. cit.,
p. 83.
[15] Christine Mohrmann, Études sur le latin des
chrétiens, tomo i, Roma
1961, pp. 51-81.
[16] Mohrmann, op.
cit., p. 68.
[17] En un sugestivo ensayo, vuelve Christine Mohrmann
(«Linguistic problems in the early Christian Church», en Études sur le
latin des chrétiens, tomo iii,
Roma 1965) a la cuestión de la resistencia
que opone la lengua griega —más aún que la latina— frente al newness complex cristiano. Otras
veces llama a éste consciousness of newness o sense of
newness de los cristianos primitivos. Atribuyendo siempre una
personalidad casi antropomórfica a las lenguas —la Profesora
Mohrmann hubiera cautivado a Nebrija— distingue
entre la reacción del griego y la del latín ante el cristianismo. El latín
acepta más fácilmente que el griego los barbarismos cristianos. En cambio el
griego se sobrepone antes que el latín al temor (¿pánico?) inicial que les
impedía a ambos usar como términos cristianos los vocablos propios de la
religión pagana y en particular de los cultos mistéricos. La autora se refiere
a la reserve y prudery del latín,
llamándolo squeamish (melindroso) a estos efectos. Parece,
pues, que, al menos en Roma, y durante pocos siglos, la lengua siguió siendo
fiel compañera (platónica) del imperio desaparecido de la gentilidad.
[18] Véase la página 4 de “War of
the Worlds. A survey of the global economy”, suplemento de The
Economist, 1 Octubre 1994. El estudio compara los
productos interiores brutos (con paridades de poder adquisitivo) de las quince
mayores economías nacionales en 1992 y las quince previsiblemente mayores en
2020, todo ello manejando datos y prospectiva del Banco Mundial. Por cierto que
en 1992 había dos países de lengua española (España y Méjico) entre los quince
grandes, pero en el vaticinio de 2020 desaparece España y tan sólo queda
Méjico, en último lugar. Servirá de consuelo para algunos el que el Reino Unido
baje al penúltimo puesto.
[19] Incluso un observador tan lleno de sabio escepticismo
sobre el comportamiento humano en general y asiático en particular como Paul
Dibb cree que, pese a la previsible falta de un sistema de seguridad colectiva
en Asia durante los próximos dos o tres lustros, “the Hobbesian threat of major
war among the great powers is no longer current and this should preserve Asia's
basic security” (Paul Dibb, Towards a new balance of power in Asia,
Oxford 1995, p. 70).
[20] La frase es de J. N. Mak, del Malaysian Institute of
Maritime Affairs. Cf. The Economist, 29 Abril 1995.
[21] Drucker piensa que el proceso de
integración regional económica se acelerará en Asia Oriental, y que “the only
question is whether there will be one or several such economic regions. There might be a
region in which Coastal China and the countries of Southeast Asia coalesce
around Japan. It is possible also that rapidly growing Coastal China, which
embraces about two fifths of China's population and produces about two thirds
of China's GNP —from Tientsin in the north to Canton in the south— will establish itself as one region, with a
Japan-oriented Southeast Asia as a second region”. Peter F. Drucker, Post-capitalist
society, Nueva York 1993, p. 150.
Huntington,
en cambio, augura un porvenir más aislado al Japón y más integrador a China,
gracias a los lazos culturales que unen a los chinos de Taiwán, de Hong-Kong,
de Singapur y de otros núcleos de su diáspora con su patria de origen. Samuel P.
Huntington, op. cit., pp. 27 y 28.
[22] En palabras de una china de
Singapur, Chan Heng Chee, Directora del Institute of Southeast Asian Studies,
“Asia-Pacific Regionalism”, en Tokyo 1994. The Annual Meeting of the
Trilateral Commission, p 21.
[23] Lester Thurow, Head to
head. The Coming Economic Battle Among Japan, Europe and America, Nueva
York 1992, pp. 118-120.
[24] “Is Japan just better, or is
it exceptional? If it is exceptional, and I believe it is, it is going to force
major changes in how capitalism is played around the world. The communitarian
Japanese business firms’ modes of play are quite different from those of the
Anglo-Saxons, and their success is going to put enormous economic pressure on
the rest of the industrial world to change”. Thurow, op. cit., p. 114.
[25] Michel Albert, Capitalisme
contre capitalisms, París 1991, p. 16.
[26] Jacques Plassard, “Capitalisme décadent”, anejo al
libro citado de Michel Albert, p. 312.
[27] Paul Kennedy, Preparing
for the Twenty-first century, Nueva York 1993, p. 150.
[28] Baste con escuchar la letanía de apelativos acuñados
en inglés por los propios tratadistas japoneses para caracterizar su peculiar
sistema económico: noncapitalist market economy (Sakakibara), network
capitalism (Nakatami), catch-up capitalism (Saburo Okita).
[29] Thurow, op. cit.,
p. 85.
[30] Drucker, op. cit., p. 166.
[31] Pedro Schwartz, buen conocedor de las economías
orientales, me ha hecho el honor de leer el borrador de este texto y me comenta
que a su entender los diversos modelos nacionales de capitalismo —incluido el japonés— pueden ir quebrándose a lo largo del siglo xxi para
dar paso a una constelación casi hanseática de naciones y aun ciudades
librecambistas. El Profesor Schwartz cree que tal pléyade talasocrática
reforzaría en todo caso la condición de lingua franca del inglés.
[32] En honor de la verdad tengo que dejar constancia de
una voz discordante y elocuente. Paul Krugman, profesor de Economía en
Stanford, argumenta que el rápido crecimiento asiático se debe —como el estaliniano— a la capacidad de movilizar recursos, no a la capacidad
de usarlos eficazmente. Pero en cada caso el esfuerzo es irrepetible y conduce
pronto al agotamiento, por lo que a medio plazo las
economías asiáticas aminorarán su ritmo de crecimiento, reduciéndolos a pautas
occidentales. No obstante,
termina con palabras que confirman lo peculiar del modelo asiático: “If there
is a secret to Asian growth, it is simply deferred gratification, the
willingness to sacrifice current satisfaction for future gain”. (Paul Krugman,
“The myth of Asia's Miracle”, Foreign Affairs, Noviembre-Diciembre
1994).
[33] Ésta es al menos una de las conclusiones extraíbles de
los datos recopilados en otro capítulo de este libro por Jaime Otero, donde en
general se pone de manifiesto la dificultad de evaluar los factores que
explican la proyección internacional de una lengua. Con ser de gran
importancia, ninguno de los seis indicadores utilizados en el experimento
descrito en dicho capítulo para comparar el peso internacional de las lenguas
ha resultado ser definitivo. Según las conclusiones del experimento, además del
número de hablantes de cada lengua y su desarrollo económico y social, del
número de países donde la lengua es oficial, de la capacidad de irradiación
económica y cultural de la lengua y de su status
en la diplomacia, falta un elemento determinante en el equilibrio de fuerzas
entre lenguas internacionales, en función del cual el inglés ha adquirido un
visible predominio sobre los demás idiomas. Ese misterioso elemento
determinante tiene que ver con el uso de cada lengua como segunda lengua en
todo el mundo, magnitud inmedible aunque suficientemente
perceptible mediante ciertos indicadores más o menos directos que siguen inmedidos
universalmente: por ejemplo, el de la demanda de enseñanza de lenguas
extranjeras en el mundo (véase a este respecto el capítulo de Francisco Moreno)
o el empleo de las lenguas en los contactos internacionales comerciales o de
otro tipo.
[34] Nicholas D. Kristof, “A top
Japanese import: English words”, International Herald Tribune, 22
Febrero 1995. Conviene, empero, tener presente que Mori acabó
siendo asesinado en 1899, por impío.
[35] En Corea, según un sondeo de Gallup, un 84 por ciento
de los encuestados se sentían “generally negative toward opening up to Japanese
popular culture” (Sheryl Wu Dunn, “Korea and Japan: a legacy of tragedy”, International
Herald Tribune, 3 Mayo 1995).
[36] Philip Bowring, “Chinese
minorities in Southeast Asia have cause to be careful” y George Hicks, “The
trend: reduced incentive for overseas Chinese to assimilate”, International
Herald Tribune, 29 Enero 1993.
[37] Michael Richardson, “Awash in
English, Asians fret”, International Herald Tribune, 12 Enero 1994.
[38] Piénsese en el extraño ejemplo que da Kristof (loc.
cit. en nota n.° 34). Acoplando a su aire dos palabras inglesas, hair y nude,
los japoneses han acuñado un neologismo autóctono, heaa nudo,
para designar las fotografías donde se exhibe el vello púbico.
[39] Permítaseme una puntualización acaso
pedante pero desde luego necesaria. Después de dar muchas vueltas al asunto, me
decido a mantener la expresión lingua franca y no lengua franca, por respeto
al DRAE. Éste, en su edición vigésimo primera (1992), define la
lengua franca como “la que es mezcla de dos o más, y con la cual se entienden
los naturales de pueblos distintos”. En ediciones anteriores decía “lengua bastarda”;
ignoramos si la supresión del adjetivo infamante obedece a la corrección
política (en el sentido de political correctness) o a la corrección
filológica. Se ve, en todo caso, que la Real Academia entiende la lengua franca
como algo inculto y espurio, equivalente al pidgin (por
ejemplo el papiamento, el chabacano, el haitiano, etc.), y de ningún modo como
expresión aplicable a la koiné, al latín o al inglés moderno. Pero a mí me
interesa distinguir entre la lengua culta hablada como lengua materna por
varias naciones (por ejemplo el español de hoy, que califico de lengua
internacional) y la lengua culta hablada como lengua auxiliar por varias
naciones (por ejemplo el inglés de hoy, que a falta de otro término más preciso
en castellano califico de lingua franca).
Por
eso y aun consciente de la polisemia y arbitrariedad del uso contemporáneo —incluso en la filología— de cierto
léxico, me atengo en este trabajo al criterio que adopté en 1992 (en “El
español, ¿lengua internacional o lingua franca?”, Actas del Congreso de la
Lengua Española, Sevilla 1992). Me resigno, pues, a parecer afectado, y
además mal latinista: escribiré en cursiva lingua franca, con plural macarrónico linguas francas y no linguae francae.
Renuncio
en cambio a emplear con rigor —hay
demasiados rigores rivales— términos como lengua vehicular, lengua
de contacto, trade
language, creole (acaso
falso amigo de criollo o de créole), Sprachbund e incluso koiné si lleva artículo indeterminado.
[40] ¿Cuántos lectores no hispánicos reconocerían las
palabras de Rubén Darío?
[41] ¿Cuántos lectores no anglosajones reconocerían las
palabras de Shakespeare?
[42] Sony es dueño de Columbia y Matsushita sigue teniento
un buen paquete de MCA. Es cierto que los japoneses vendieron el Bel-Air —el hotel plutocrático, de nombre francés, en Beverly Hills— pero lo compró
alguien tan poco anglosajón como el Sultán de Brunei. Emiko Terazono, “It was just one of those
things”, Financial Times, 12 Septiembre 1995.
[43] Me refiero a lo que Popper llama con sorna la conspiracy
theory of society, según la cual casi todo lo malo que pasa ocurre como
resultado de una conjura de poderosos individuos y grupos. Karl R. Popper, The
open society and its enemies, Nueva York 1963, vol. ii,
pp. 94-96.
[44] “Je représente la France qui connait les menaces qui
l'entourent sur ce plan, qui sait très bien la rivalité des langages. Mais je
pense à quelques autres tout aussi respectables dont les langues n'ont pas la
dimension géographique de celle de la France, qui elle-même n'a pas la
dimension géographique de quelques autres. Que deviendront le fond de l'âme de
l'expression gaélique, du flamand, du néerlandais? Je ne veux pas sembler
isoler les plus petits ou les plus faibles parce qu'ils sont moins nombreux. En
réalité, l'Italie, l'Allemagne, la France sont aussi menacées. II n'y a guère
aujourd'hui que la culture anglaise et américane, la culture espagnole qui
soient en mesure d'affronter ces défis et quel que soit l'amitié que j'ai pour
ces pays, j'aime bien parler ma langue plutôt que la leur!”. Discurso de Francois Mitterrand en el
Parlamento Europeo, Estrasburgo, 17 Enero 1995, con motivo de la presentación
del programa de la presidencia francesa de la Unión Europea.
[45] Survey of Current Affairs, Foreign and Commonwealth
Office, Londres, Febrero 1995, p. 32.
[46] Monto de las subvenciones presupuestadas en 1994 para
los canales de televisión autonómicos, según el informe de Fundesco Comunicación
Social 1994/Tendencias, Madrid 1994, p. 130.
[47] De los mil ejemplos posibles, reparemos en uno, el del
tráfico aéreo. ¿A quién interesa más fomentar el uso exclusivo del inglés entre
el avión y la torre de control, al piloto de American Airlines que aterriza en
Londres o al de Lufthansa que aterriza en Atenas? Es obvio que al segundo, pues
el primero ni se plantea la cuestión. De hecho los pilotos civiles alemanes se
negaron muchas veces en 1995 a volar a Grecia porque los controladores aéreos
griegos no les hablaban en un inglés bastante puro sino que introducían frases
en griego. Se conoce que no hay koiné eterna. Véase “Pilots fault Greek
safety”, International Herald Tribune, 1 Septiembre 1995.
[48] Tal vez sea ese el sentido que haya que dar a la
misión del escritor según Mallarmé: “donner un sens plus pur aux mots
de la tribu” (Le tombeau d'Edgar Poe).
[49] Así nos encontramos con que la
palabra abacá, que es de origen filipino y existe en español desde
hace más de dos siglos puesto que figura en el diccionario de Terreros,
aparece, junto con otras muchas puramente castellanas, como propia de la jerga
de los jornaleros andaluces de Los Palacios (Federico Núñez Muñoz y Eduardo
Caballero Escribano, Diccionario Agropó, Sevilla 1990). O que el
término acurrucado, que ya usaba Cervantes, se convierte con sólo
escribirlo acurrucao en voz “característica y autóctona del
habla de los jerezanos”, habla que se presenta como única dueña de una multitud
de palabras como chichón, chirigota o chulo que
hasta ahora todos, incluidos los jerezanos, creíamos propiedad común del ancho
mundo de habla española (Juan de la Plata, Vocabulario Jerezano,
Jerez de la Frontera 1991). Y no se crea que estamos
ante meros delirios lingüísticos pueblerinos, pues el primero de esos dos
léxicos está publicado por la Universidad de Sevilla y el segundo por el
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, es decir pagados ambos por el
contribuyente español. Se ve que la excepción cultural triunfa a todos los
niveles.
Incluso
a nivel llanito o yanito, que es como los gibraltareños abertzales prefieren
llamar a su naciente papiamento. En el semanario Panorama de
Gibraltar se está publicando, por entregas y desde el 24 de Julio de
1995, The Yanito Dictionary. Know your Yanito, de Tito Vallejo. Su
método lexicográfico consiste en reseñar el término en jerga gibraltareña
seguido por lo general de su traducción al español correcto y luego de su
significado en inglés. Y resulta que también los llanitos se creen los padres
de medio DRAE. El diccionario está repleto de perlas como estas: ALCANCÍA:
UCHA [sic]: Piggy bank. BATEA: BANDEJA: A
serving tray.
Quien
haya leído la prensa gibraltareña últimamente habrá podido ver el nacimiento de
un nuevo nacionalismo, tan anglófobo como antiespañol. Quien la siga leyendo
podrá asistir a la invención de una lengua, que acaso resulte ser el andaluz
con otro nombre.
[50] No hago apología del purismo. De sobra sé que es
empobrecedor y a la larga impotente. Pero las inundaciones fertilizan más
cuando se encauzan. Los dos mínimos criterios prácticos para la acogida de
neologismos y barbarismos son evitar la polisemia y huir de cuanto daña la
unidad del idioma.
[51] Muchos se sorprenderían si supiesen que la
Atenas de Pericles tenía menos habitantes que el Leganés de hoy o que La
Fontaine usaba menos palabras que Corín Tellado.
[52] Me refiero al grupo llamado túrquico común o
túrquico-z, que excluye las lenguas túrquicas siberianas y el túrquico-r.
[53] Para encontrar un resumen magistral y claro de esta
cuestión léase el informe de Graham E. Fuller Turkey faces East. New
orientations toward the Middle East and the old Soviet Union, preparado
para la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y el Ejército de los Estados Unidos
por Rand y publicado en Santa Mónica, 1992.
[54] “Today, as Turks watch the
reemergence of Turkish communities from Yugoslavia to Iraq, China, and Siberia,
their press notes that, for example, Turkish is the ‘fifth most widely spoken language in the world’, according
to UNESCO. It is now commonly repeated in Turkey that the 21st century
will be the ‘century of the Turks’, a
phrase repeated by the President of Kazakhstan Nursultan Nazarbaev during a
visit to Turkey in September 1991”. Graham
E. Fuller, op. cit., p 10.
[55] Vol. 2, n.° 1, Primavera 1995, pp. 59-74. También, y
quizá con más escándalo por resultar más notoria la publicación, apareció extractado
en el periódico Turkish Daily News, 1, 2 y 3 de Junio del mismo
año.
[56] Oya Akgönenç, Eurasian Studies,
vol. ii, n.° 2, Verano 1995,
pp. 104-117.
[57] De los tres nuevos estados caucásicos
independientes —Armenia, Georgia y Azerbaiyán—
este último es túrquico, y de las cinco nuevas repúblicas independientes de
Asia Central —Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tayikistán y Kirguizistán—
todas menos el Tayikistán son
túrquicas. Hasta principios de este siglo se hablaba, más sencillamente, del Turquestán
ruso y del Turquestán chino (hoy Región Autónoma Uigur de Sinkiang, en la
República Popular China).
Conviene,
empero, tener presente que los cinco estados de Asia Central distan de ser
homogéneos. Albergan muchas y numerosas minorías de diversos orígenes:
túrquicas, iraníes, germánicas, ucranias y sobre todo rusas. El ruso sigue
siendo otra lingua franca en
Asia Central, pero la situación es difícil para los millones de rusos que allí
viven. Los problemas pueden empeorar en cualquier momento.
Véase “Minority issues within the Central Asian states”, Background
Brief, Foreign and Commonwealth Office, Londres, Agosto 1995.
[58] Inconscientemente acabo de dar la razón de nuevo a
Nebrija: un lector mahometano me acusaría —con motivo—
de eurocentrismo, puesto que para él no estamos en ningún fin de milenio sino
en el año 1416 de la Héjira.
[59] “The Economic Cooperation
Organization (ECO), which was founded by Turkey, Iran and Pakistan in 1964,
gained a new stimulus after the breakup of the Soviet Union and increased the
number of its members with the joining of Azerbaijan, the Central Asian
Republics and Afghanistan. If the ECO succeeds, we will be witnesses of the
revival of the old Silk Road” […] “The Turkic members
of the ECO (Azerbaijan, Kazakhstan, Kyrgyzstan, Turkey, Turkmenistan and
Uzbekistan) are closer to each other than the rest of the ECO members, since all
share the same culture and language”. Ali A. Demirhan, “Economic
Cooperation on the Silk Road”, Eurasian Studies, vol. ii, n.° 1, Primavera 1995, pp. 75 y 86.
[60] A principios del siglo xii, como me señala amablemente a este propósito don
Valentín García Yebra, de la veintena de diócesis que había en León y Castilla
dieciocho tenían obispos franceses. Acaso no sea ocioso recordarlo ahora, en 1995,
cuando tanto revuelo causa el nombramiento de un obispo para Bilbao que no
habla vascuence. Hay que deducir que ni Alfonso VI ni Alfonso VII, pese a que
ambos se titularon Emperador, creían en la ecuación lengua = imperio tanto como
el Sr. Arzallus. O quizá aquellos monarcas tan duchos creían más en el Imperio
que en el imperio y pensaban que gobernarían mejor de forma indirecta a través
de esos franceses universales de Cluny.
[61] William Pfaff, “America's
reputation is in decline”, International Herald Tribune, 2
Septiembre 1994.
[62] El artículo 17 del texto definitivo de la
Ley (Journal Officiel de la République Française, 5 Agosto 1994)
establece que quien no facilite la labor inquisitorial de los diversos agentes
competentes en la materia (y no sólo los de la policía judicial) “est passible des
peines prévues au second alinéa de l'article 433-5 du code pénal”.
Mas
no todos los franceses idolatran a la Diosa Razón de 1790; muchos, aun
impotentes ante el rodillo de las mayorías legislativas, conservan el sentido
común y el sentido histórico, como el Profesor Guy Carcassone en su artículo
“La protection de la langue française et le respect des libertes”, Commentaire,
n.º 70, Verano 1995.
[63] “What's the French for
cock-up?”, The Economist, 12 Agosto 1995.
[64] Publicado por el Journal Officiel de la
République Française, París, 1994.
[65] Véase mi ensayo “El español, ¿lengua internacional
o lingua franca?”, Actas del Congreso de la Lengua Española.
Sevilla 1992, pp. 189-211.
[66] Nada de esto ha de entenderse como una negación del
papel del español como lengua de contacto entre distintos pueblos amerindios
desde el comienzo de la Conquista, papel que como bien se ha señalado ya había
desempeñado el castellano en la Península Ibérica durante parte de la Edad
Media (Ángel López García, “La unidad del español: historia y actualidad de un
problema”, Boletín Informativo de la Fundación Juan March, n.° 219,
Abril 1992). Pero el propio éxito de la lengua española en América le ha hecho
perder la condición estricta de lingua franca al
convertirse en lengua nacional de la mayoría. Es cierto, sin embargo, que si un
indio guaraní del Paraguay se encuentra en un congreso indigenista con un quechua de Bolivia, al
hablar en español acaso sientan que no están usando una lengua propia sino
una lingua franca.
[67] “La lengua española es, dialectalmente, la más pobre
de todas las lenguas romances” (Antonio Llorente Maldonado de Guevara,
“Variedades del español en España”, Boletín Informativo de la Fundación
Juan March, n.° 236, Enero 1994).
[68] No me olvido de las lenguas amerindias, pero creo que
por desgracia o por fortuna pesan tanto en el TLC (NAFTA) o en Mercosur como el
bable en la Unión Europea. Tampoco se me oculta la pervivencia de ciertos
rencores atávicos precolombinos, de otros provocados por la conquista e incluso
de las ancestrales pugnas europeas que los pobladores del Nuevo Mundo tuvieron
buen cuidado de meter en su hatillo antes de cruzar el oceano. Parece, sin
embargo, que lo expeditivo de la conquista y lo abrumador de las inmigraciones
han substituido los odios tradicionales por otros más modernos y por tanto
menos hondos e inolvidables.
[69] España está hoy, en 1995, más lejos de la convergencia
económica con Europa que hace veinte años. En 1975 alcanzó la pleamar: 79,4%
del PIB per cápita medio de los Doce. Bajó bruscamente y aunque luego tuvo
altibajos nunca en estos cuatro lustros ha recuperado aquel punto máximo (Informe
Económico 1994 del Banco Bilbao Vizcaya, p. 64).
[70] Datos del Departamento de Aduanas publicados en
el Anuario El País, 1995.
[71] Compárese ese alarde de patetismo —más que logotipo debiera llamarse patotipo— con el símbolo modernizado del
Camino de Santiago, una concha de peregrino, geometría con finalidad.
[72] Véase el número especial dedicado a este problema por la
revista de economía de la Secretaría de Estado de Comercio, Información
Comercial Española, n.° 722, Octubre 1993, y en especial el artículo de
Emilio Lamo de Espinosa, “La mirada del otro. La imagen de España en el
extranjero”, pp. 11-25.
[73] Pasma una vez más la ignorancia de la opinión pública.
Comprendo que los turistas no viajen en el metro de Madrid, pero podrían
asomarse y comprobar que los españoles lejos de ser simpáticos y vagos somos
laboriosos y antipáticos. En cuanto a nuestros productos, ni los buenos ni los
malos son ya baratos. Véanse sin embargo las concienzudas encuestas
publicadas por The European en 12-15 Noviembre 1992 (“Who are
the most ambitious, the most arrogant, and make the best cars? The Germans, of
course”) y en 16-22 Diciembre 1994 (“Feel good in Spain and Italy and feel
sorry for the Germans and Swiss”). Es
más, la versión completa del segundo sondeo (Country Image III 1994,
publicado por International Research Associates, Bruselas) compara los datos
con los de otro sondeo suyo de 1990, y resulta que estos prejuicios o juicios,
buenos y malos, han ido consolidándose durante los últimos años. Cada vez nos
consideran más risueños y más holgazanes.
[74] Los Estados Unidos han tenido desde la independencia
hasta hoy 41 presidentes y todos llevaban apellidos procedentes de las Islas
Británicas —ya fuesen ingleses, escoceses, galeses o
irlandeses— salvo Hoover y Eisenhower, de origen
suizo alemán, y Van Buren y los dos Roosevelt, tío y sobrino, de origen
holandés, aunque ninguno de los cinco hablase la lengua de sus antepasados. En
cuanto a los dos últimos, Theodore fue uno de los presidentes más hispanófobos
y Franklin Delano uno de los más anglofilos. Recuérdese, por lo demás, que la
constitución de los Estados Unidos impide a los nacidos en el
extranjero alcanzar la presidencia, prohibición copiada después por varias
repúblicas iberoamericanas que también eran países de inmigración.
[75] Current Population Survey. U.S. Bureau of the
Census, 1995. Es muy difícil comparar esos datos con los
europeos: el filipino que emigra a los Estados Unidos lo hace para quedarse
allí, mientras que el portugués que trabaja en Luxemburgo (donde en 1991 nada
menos que el 28,4% de la población era extranjera, según la OCDE) es probable
que piense volver a su patria de origen. Además hay naciones europeas donde
prima el ius sanguinis, con lo que por ejemplo en Alemania hay turcos allí
nacidos que siguen siendo legalmente extranjeros.
[76] Tampoco la constitución francesa de 1958 recogía la
oficialidad del francés, que por prudencia se añadió en la reforma
constitucional de 1992.
[77] “Montana law on
English”, The New York Times, 3 Abril 1995.
[78] “’Indeed, language’, says
Linda Chavez, president of the Center for Equal Opportunity, a research
organization specializing in race issues, ‘is the facilitator in the
assimilation process. It helps you become American’”. (Lally Weymouth, “Bob
Dole's plain English makes a lot of sense”, International Herald
Tribune, 14 Septiembre 1995).
[79] Prueba de ello es la notable alocución del
presidente Clinton en el Hispanic Caucus. Pese a ser una respuesta
preelectoral a la campaña de Dole y contener una defensa oblicua y parcial de
la educación bilingüe, si se lee el texto íntegro del discurso lo que llama la
atención es su énfasis al decir tres veces seguidas que «of course English is the language of the
United States». De hecho este curioso discurso —cuyas
palabras más frecuentes son Dios, patria, familia y trabajo— constituye un claro esfuerzo por incorporar las minorías
hispánicas al nuevo consenso americano, patriótico y no exclusivo del partido republicano. Véanse Remarks by the
President to the Hispanic Caucus Institute Board and Members, Office of the
Press Secretary, The White House, 27 Septiembre 1995.
[80] Manuel Alvar, “Pretendido bilingüismo”, ABC,
5 Enero 1994.
[81] De la Asociación Nacional de Editores Hispanos de
Estados Unidos, recogido por Pedro Rodríguez en el ABC, 15 Marzo
1995.
[82] Uso el término “proletariado interno”, complementario
del “proletariado externo”, en el sentido de Toynbee, no en el de Marx.
[83] Expresiones espigadas en el ABC de
los días 9 Diciembre 1994, 23 Febrero 1995 y 8 Septiembre 1995.
[84] ABC, 7 Septiembre 1995.
[85] En “La lengua española en los Estados Unidos”, ensayo
recopilado luego en El guirigay nacional, Valladolid, 1988.
[86] Así lo ven muchos hispanos, incluso profesores de
español como Bárbara Mújica a juzgar por su artículo “They're fluent in
Spanglish but lost outside the ghetto”, International Herald Tribune,
5 Enero 1995. Véase también la nota n.° 78.
[87] En España se extiende un sueño pentecostal
de clase media progre muy curioso. Se está llegando a creer en el don de
lenguas generalizado, en una especie de glosolalia laica. “Naciste en España,
crecerás en Europa”, salmodiaba una reciente campaña publicitaria (véanse entre
otros periódicos el Blanco y Negro y El País Semanal,
25 Junio 1995) de claro mensaje voluntarista: basta con desear una cosa y dejar
pasar unos años para conseguirla. Luego igual ocurrirá con las lenguas; querer
es poder. Dos semanas en Dublín y se adquiere por ósmosis el ansiado inglés. No
hace falta aprender gramática, vocabulario y otras antiguallas. El esfuerzo es
fascista.
El
primer resultado es que el pueblo español es el peor preparado de toda Europa
en lenguas extranjeras, junto con el pueblo inglés, monóglota por otros
motivos. El segundo resultado es que seguimos soñando con un bilingüismo culto en
Cataluña, pero sin poner los medios necesarios, con muy pocas horas semanales
de instrucción gramatical. Pocas incluso en catalán, y no sólo en castellano.
[88] ¿Cuántos escritores en varias lenguas podemos
mencionar de corrido? Siempre citamos los mismos: Madariaga, Nabokov, los
rumanos parisinos, algunos catalanes y pocos más. No abundan, y el hecho
debería hacernos reflexionar. Cabe incluso pensar de alguno de ellos que
hubiese resultado mejor escritor de haberse ceñido a una sola lengua; en mi
opinión es el caso de Madariaga, con ser buen estilista en español, francés e
inglés. “La seconde langue? Un
luxe ruineux”, zanja Michel Tournier (“Le
bilingue, surhomme ou infirme?”, Le Monde, 3 Mayo 1973).
[89] Datos de 1985 recogidos por P.
J. G. Kapteyn y P. Verloren van Themaat, Introduction to the Law of the
European Communities, Deventer-Boston 1993. Se
puede suponer que si esa era la situación hace diez años, con diez miembros, hoy
con quince no habrá mejorado.
[90] El nostrático es el supuesto —y único posible— antepasado común de todas las lenguas europeas, no sólo
las indoeuropeas sino el finés, el húngaro, el turco y hasta el vascuence. Sólo tiene un inconveniente:
no se conoce y ni siquiera es seguro que haya existido. Véase Francisco
Villar, Los indoeuropeos y los orígenes de Europa, Madrid 1991, pp.
509 y ss.
[91] Véanse Rosa Regás, “La defensa del español”, El
País, 24 Abril 1995 y “Los organismos internacionales relegan el
español”, El País, 27 Abril 1995. De ambos artículos se desprende
una constatación importante que coincide con lo que apunta Eloy Ybáñez en su
estudio “El idioma español en las organizaciones internacionales”, en otro
capítulo de este libro: el peculiar talante idiomático de cada organismo. En mi
opinión, cuanto más decisorio y decisivo sea menos margen podrá dejar al
multilingüismo. La curia romana durante veinte siglos y el estado mayor aliado
durante medio han sido ejemplos de uso pleno de sendas linguas francas, el latín y el inglés.
[92] Véanse las “serias dudas” de Emilio Lorenzo sobre “una
coalición románica capitaneada por la antigua Galia” (“Francofonía”, ABC,
24 Noviembre 1993), otra cara de la misma cuestión.
[93] Hicimos lo mismo que los aldeanos de la película Bienvenido
mister Marshall, como bien apunta José Alvarez Junco en “España: el peso
del estereotipo”, Claves, Diciembre 1994.
[94] Loc. cit. en la nota 72.
[95] Juan Cavestany, “El español peligra en el
ciberespacio. El "spanglish" se extiende en las redes informáticas de
EEUU”, El País, 2 Septiembre 1995.
[96] Véase el capítulo de José Antonio Pascual en otra
parte de este libro.
[97] Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba,
Barcelona 1992, pp. 447 y 449.
[98] Quiero decir que no necesariamente sustenta el imperio
económico de sus supuestos amos epónimos. Para no volver al caso de la koiné,
demasiado remota, o al del inglés, demasiado presente, piénsese de nuevo en el
swahili como reductio
ad absurdum. Lo tienen por lengua materna menos de
cuatro millones de personas, que como grupo étnico no se distingue por su
riqueza, su poderío guerrero, su fuerza política o su tradicción literaria.
Pero a diario lo usan más de treinta millones, y su papel como lengua mercantil
sigue aumentando en buena parte del África Oriental y Central. Véase Florian Coulmas, Language
and Economy, Oxford 1992, pp. 192 y ss.
[99] Excepción de la que el propio Nebrija, gran humanista,
debía de ser consciente. Pero él nunca olvidaba su preocupación por la
corrupción del latín, harta decadencia en sí. Acaso en su afán de pureza
pensaba que el paso del latín clásico al latín como lingua franca era un caso de simple caída en la barbarie, de
muerte y no de supervivencia. “Comenzando a declinar el imperio de los romanos,
juntamente comenzó a caducar la lengua latina, hasta que vino al estado en que la recibimos de nuestros
padres, cierto tal que cotejada con la de aquellos tiempos, poco más tiene que
hacer con ella que con la arábiga”, dice Nebrija en el mismo prólogo
a su gramática. Seguramente la deliberada exageración era una forma más de
arremeter contra “los bárbaros”, los malos latinistas (véase Francisco Rico, Nebrija
frente a los bárbaros, Salamanca 1978). Pero el caso es que él pretendía
depurar el latín y fijar el castellano, y ambas empresas no podían tener el
mismo sentido político. Con la primera, ni él ni nadie aspiraba a restaurar el
Imperio Romano.
[100] Por ejemplo este párrafo, agudo y a la vez confuso por
no comprender que las palabras cambian de sentido y las vidas también:
“Naturalmente que la utilización de la lengua como instrumento del Imperio tuvo
sus defensores propios en el campo de las letras, fuera de los reyes, desde
Nebrija hasta Francisco de Medina, ya muy entrado el siglo xvi; el famoso proemio a las obras de
Garcilaso de la Vega es prácticamente una proclama imperialista de la lengua,
como se aprecia claramente desde las primeras palabras, que dicen así: «Siempre
fue natural pretensión de las gentes victoriosas procurar extender no menos el
uso de las lenguas que los términos de sus imperios; de donde antiguamente
sucedía que cada cual nación tanto más adornaba su lenguaje, cuanto con más
valerosos hechos acrecentaba la república de sus armas». Se extiende después en
la teoría entonces generalmente aceptada de las armas y las letras, según la
cual con las armas se adquirían nuevos territorios y se conservaban los
adquiridos, mientras con las letras se exaltaban los ánimos y se cantaban las
hazañas guerreras realizadas con aquéllas”. (José Luis Abellán, Historia
Crítica del Pensamiento Español, Barcelona 1992, vol. ii, pp. 192-193). Confunde el autor la
ética y la estética del guerrero (a fin de cuentas Garcilaso y Cervantes lo
fueron) con la razón del político. Y confunde el significado antiguo de las
palabras con el moderno. Tanto motivo hay para llamar a ese texto “proclama
imperialista” —porque usa la palabra imperios— como para
llamarlo “proclama nacionalista” o “proclama republicana”, puesto que también
contiene los términos nación y república. Pero el caso es que
ninguna de las tres palabras significa hoy lo mismo que hace cuatro siglos.
[101] “Tampoco debe preocupar demasiado la difusión
superficial de ciertas lenguas internacionales, ya que ello significa sólo su
utilización como código de intercambio comercial o turístico, de mera
aplicación práctica, sin ninguna trascendencia en el dominio espiritual del
humanismo que nosotros profesamos y al que debemos aspirar. […] Dejémonos, pues, de estadísticas comparativas y de lamentos por tener el
español menor número de hablantes que el inglés”. (Emilio Alarcos, “Balance del español (I)”, ABC,
10 Febrero 1995). En efecto, no debe preocuparnos demasiado pues la lingua franca tiene su ámbito y las lenguas maternas el suyo.
Pero un poco sí que deberá preocuparnos el deslinde.
[102] “Paralelo de las lenguas castellana y francesa”, Teatro
crítico universal, tomo i,
1726.
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