XX
Por aquellas fechas de Marzo de 1936 y coincidiendo con el celo de las nubes y las ansias de los mirlos, todo en mi vida empezó a volverse cada vez más rápido y más intenso. La política también, aunque hasta finales de la Primavera pensé que cuanto pasaba en la vida pública española seguía siendo cosa de la República burguesa. Pero había que preparar otro estado de cosas, más recio y esperanzado, y con ese fin redoblé mi participación en mítines y reuniones. Con frecuencia fui agrio en los debates y muy poco conciliador, como si la prisa frenética que tenía en todo lo demás no encontrase más cauce expedito que la política. Un día reñí con los compañeros.
— Ahí os quedáis. Avisadme cuando os dejéis de dilaciones.
Y en efecto me avisaron a principios de Junio para ayudar a fraguar la fusión de las Juventudes Socialistas con las Juventudes Comunistas.
Pero yo no quería tan sólo hacer la Revolución sino besar a Elena, ver y oler todas las montañas y aprender a fondo el griego y el latín, además del inglés, todo ello antes del Verano.
Como tampoco podía prescindir de mi sueldecillo y tenía que seguir yendo al Monte de Piedad, acabé durmiendo muy poco y me hallaba en un estado de perpetua excitación. De hora en hora pasaba de la furia a la euforia, fumaba como una chimenea y encima pretendía ganar a los hermanos peñas arriba. Supongo que si no enfermé fue porque el atavismo de los Montes de León no tiene previsto enfermar, sólo morirse cuando llega la hora.
Cuando busco recomponer esos meses —cosa que intento a diario desde hace más de medio siglo— los recuerdos me vienen a la mente en completo desorden. Conservo las notas, que nunca dejé de tomar, movido quizá por afán exorcista de ciertos sentimientos o por la fascinación de ciertas imágenes que eran como fogonazos, pero se había acabado el cuaderno de tapas de hule y empecé a escribir a toda prisa en cuartillas sin fecha y sin gramática, aunque con exactitud a veces dolorosa, como un notario loco pero fidedigno. Aun sin notas, los recuerdos hubieran sido confusos mas nunca borrosos; las luces y las sombras eran tan fuertes que conservo las imágenes en la memoria con absoluta nitidez, como si fuesen de ayer.
Los colores también. Leche y miel, los cuerpos de los hermanos. Habíamos quedado en encontrarnos un Domingo, a media mañana, en aquel valle glaciar donde nos habíamos conocido un año antes. Ellos llegaron el Sábado para dormir al raso; yo no pude salir de Madrid hasta el Domingo por la mañana, por un compromiso político. Al alcanzar el valle por la vereda que faldeaba desde Poniente lo encontré vacío aunque había pertrechos arranchados junto a un galayo. Grité pero no me contestaron. Deambulé respirando el olor a vainilla de los piornos y me acerqué al borde del valle por donde se despeñaba ruidoso el arroyo. Oí voces entre los murmullos del agua y asomándome vi a mis pies, bajo el chorro de una mínima cascada, a Elena y a Miguel, desnudos. Jugaban y chillaban como niños.
— ¡Uy, qué fría está el agua!
-—¡Tonto, cobardica! Si ni siquiera es agua de deshielo...
— ¡No me empujes, que las piedras resbalan!
Iba a llamarlos pero, deslumbrado y tímido, me quedé mirándolos en silencio. Y esa mirada no fue de deseo; todo era demasiado hermoso e íntimo, la luz era demasiado fuerte, el agua demasiado fría, sus cuerpos eran perfectos y vigorosos, sus juegos eran de una inocencia edénica. Contemplé la escena durante unos instantes incalculables y la seguiré contemplando mientras viva. No sentí lujuria pero sí amor. Y amor, cosa rara, por los dos, como se siente amor rendido de admiración ante la perfección gemela de dos columnas o de una pareja de águilas o de dos versos inseparables. La piel de ambos tenía casi el mismo color de miel en las partes del cuerpo tostadas por el sol; si acaso los brazos o el rostro de Miguel tenían un tono de miel algo más oscuro y los de Elena algo más dorado. Los torsos de ambos tenían tonos de blanco más distintos, blanco lechoso él y blanco de mármol un punto rosado ella. No, no fui voyeur. Las hierofanías no producen voyeurismo, y menos las teofanías. Pero me aparté de la escena ruborizado, no por haber visto esos cuerpos desnudos sino por vergüenza de comparar el mío, cetrino y achaparrado, con los suyos. Me sentí acalorado pero no quise quitarme la ropa, y me metí vestido en la laguna arroyo arriba, en medio de la nava.
Allí me descubrieron al remojo los hermanos y se rieron de mí, pero más tarde Elena me miró fijamente y me dijo:
— Nadie debe avergonzarse de su cuerpo, y tú menos; tu cuerpo es recio y nervudo.
— ¿Y tú que sabes?
— Lo conozco muy bien, te lavé cuando pasaste aquellas fiebres en casa.
Tampoco olvidaré su sonrisa al decirme eso.
Con ese recuerdo me hundí en la siesta, pero salí de ella desabrido por fuera e intolerante por dentro. Me dormí pensando en la Arcadia y me desperté con ansias de Utopía, en uno de mis bandazos, como los llamaba Elena, que desatendían sus consejos de realismo.
— Me tengo que ir; esta noche temprano hay una reunión de los compañeros.
— Si esperas un rato te llevamos en el sidecar y hasta llegarás antes.
— No gracias.
— Bueno, hombre, pues buen viaje.
En realidad yo quería estar a solas un rato, aunque fuese en el tren, y pensar en lo que ahora me parecía mi traición a los propios instintos. ¿Por qué no había mirado a Elena con ojos carnales? Porque había abdicado de mis apetitos más naturales, había dejado de ser un hombre para volver a párvulo embobado ante la maestra. ¿Y qué demonios ganaba la maestra, o ganaban los maestros, con esta situación absurda? El puro halago de su vanidad oligárquica, el sentirse superiores al seducido, un muchacho del pueblo. Enseguida me arrepentí de mi ruindad, recordando su sonrisa al contarme que había lavado mi cuerpo enfebrecido. Tanto daba, las cosas no podían seguir así; en Septiembre tendría que cortar a cualquier precio una relación tan malsana como ésta.
Y en verdad la pasión política era entonces tan fuerte y honda para mí como la pasión amorosa. Esa noche se me saltaron las lágrimas cantando la Internacional y cuando me acosté recordé con tanta emoción el cuerpo hermoso de Elena como las hermosas miradas desafiantes de mis compañeros de viaje hacia la Utopía.
Pero otra noche la pasé en blanco pensando en mi promesa incumplida de volver al pueblo para ver a mis padres. Entre una cosa y otra no había dispuesto de los escasos días necesarios para el viaje. Pero a las cuatro, hora fatídica en que el demonio de la madrugada nos hace ver la Abominación de la Desolación, se me ocurrió que acaso yo no había querido volver a la aldea porque aquel mundo estrecho se me antojaba demasiado pobre para ser Arcadia y demasiado caduco para ser revolucionario. Y yo era un miserable petimetre descastado. En el acto escribí una carta larga y cariñosa a mis padres, anunciándoles mi visita para Agosto, a fin de cuentas tan sólo al cabo de unas semanas. Después sentí la necesidad de pedir perdón ante un altar.
El único santuario que convenía al caso me lo habían descubierto los hermanos poco antes en la Sierra. Allí volví, solo, dormitando en el primer tren de la mañana. Luego anduve tres horas sin ver un alma, subiendo por un valle entre dos laderas, una verde y boscosa y otra pedregosa y árida. En esta última, a media falda del secarral, encontré lo que buscaba: un mínimo manantial oculto por un brezo, un enebro, un rosal grande y una madreselva entrelazada con los arbustos. En el agua crecía una matita de nomeolvides y a un palmo de distancia florecía una orquídea rosada, de las que llaman satirión. Había exactamente esas plantas y no más, un individuo de cada especie. Cada planta tenía su personalidad, todas eran modestas y a la vez bellísimas. El sol, a esos casi dos mil metros, era glorioso y soberano; ellas eran humildes pero igual de gloriosas en su poquedad vulnerable. El rincón minúsculo era en sí un milagro y cualquier griego le habría asignado una deidad tutelar menor. Me puse de bruces y bebí mucha agua. Sentí perdonada, lavada mi impietas. Volví despacio al llano, maravillado y preguntándome cómo había podido Pascal pensar que el hombre era superior al junco pues pensaba. Como si todas las plantas no sintiesen, como si no hubiese juncos sagrados capaces de perdonar a los viles roseaux pensants.
La verdad es que, incluso en mi juventud marxista y aun en mi infancia de ortodoxia cristiana, yo nunca compartí la creencia general en que la dignidad es atributo exclusivo del género humano. Ese exclusivismo me parecía y me sigue pareciendo tan interesado como ridículo. Por ejemplo —pensé ese mediodía, ya cerca del apeadero, viendo un cernícalo primilla— ¿qué dignidad tienen Chapaprieta o Martínez Barrio? Ninguna. ¿Y qué dignidad tiene ese pájaro que busca una lagartija para sus crías? Toda. El ave permanecía suspendida en el aire, inmóvil, proa al viento, para luego caer en picado, con espléndido garabato, sobre alguna presa modesta, quizá no más que un escarabajo, pero suficiente para subsistir y para perpetuar una especie más gallarda y digna que el hombre: el cernícalo de vuelo airoso y herrumbrosa color.
Ya en el tren de vuelta, más tranquilo y a punto de dormitar otra vez, pensé en el misterio de los colores, que nunca chocan en la Naturaleza, aun en combinaciones que si fuesen escogidas por el hombre resultarían intolerables de puro artificiosas. El azul cobalto del nomeolvides y el rosa purpúreo del satirión, que acababa de ver juntos en perfecta armonía, no había pintor que se hubiese atrevido a juntarlos, y con razón. Claro que los ojos indecibles de Elena y los de Miguel, del color del myosotis, también habrían desesperado a un pintor que hubiese tenido que retratar a la pareja. ¿Gainsborough? No, no se hubiera arriesgado, y eso que la belleza de los jóvenes habría sido muy apreciada en la Inglaterra del siglo XVIII. ¿Bronzino? Sí, quizá se hubiera atrevido a pintarlos, pero cubiertos de brocados suntuosos para no asustar al espectador; nunca los hubiese escogido para una escena mitológica, pues sus desnudeces nada mórbidas y tonos de piel tan vivos requerían la realidad montaraz y no el amaño del lienzo.
Claro que en ocasiones el monte ofrece ejemplos casi burgueses de cordura cromática, pero es una rara condescendencia, una ironía pánica, presagio de algún exceso inminente. Así, descubro una nota suspicaz entre mis papeles de entonces: “Fin Junio pradera Poniente. Cardo, cantueso, rapónchigo, diente de oveja. Todos juntos en un grupito azul entonado. Algo tramarán”.
Y es que unas semanas antes había observado con atención las extrañas compañías de los colores violáceos en las sierras. En Gredos, a donde volví con los hermanos, éstos me señalaron con aplauso una orgía abigarrada en el sotobosque de un robledal: el fuerte azul amoratado del cantueso en flor se mezclaba sin freno con el verde tierno de los helechos jóvenes.
— ¿Ves, Sátur? Pan no conoce el recato.
También durante esa Primavera, una tarde en el Valle del Lozoya, descubrí el secreto del color indefinible del rebollar. Ya de niño me había llamado la atención el tono leonado pardo de aquellos bosques de melojos, o rebollos como los llamábamos en el pueblo. Al no perder las hojas con los fríos, ese color animal duraba hasta la Primavera, cuando empezaban a salir las hojas nuevas, de un delicado verde pálido, como de pistacho. Durante un tiempo convivían las hojas viejas con las jóvenes, y de lejos el efecto era raro; diríase que faltaba algo para entenderlo del todo. Era como probar un guiso sabroso y no saber qué condimento le daba el sabor peculiar.
— No comprendo esa ladera de enfrente. Sé que ahora los rebollos tienen hojas de color rastrojo y hojas de color lechuga aporcada, pero el conjunto tiene además otro tono en la mezcla —dije una tarde durante un alto, para no dormirme.
Miguel entreabrió los ojos, alargó la mano perezosamente y arrancó una hoja verde de la rama que le servía de apoyo.
— Mira con cuidado... no, hombre, antes quítate las gafas de sol... Esta hoja no es toda verde pálido. Tiene un toque cárdeno, ¿ves? Por eso desde lejos el rebollar es indescriptible. Porque es incomprensible. Como todo.
— ¿Qué quieres decir?
— Que en la vida lo más difícil es ver a la vez la hoja, el árbol y el bosque. Es un problema de enfoque óptico. Y de los demás sentidos, porque para percibir bien una cosa viva hay que olerla y sentir la temperatura y la humedad o la sequedad. Si no, se queda uno con la parte pero sin el todo.
Me vino a la memoria haber leído en un libro que las hojas tempranas del rebollo eran glaucas. Quizá el autor se había armado un lío entre la hoja y el árbol, quizá el color glauco era la mezcla pálida del rubio, el verde y el violeta, quizá acertaban sin saberlo quienes traducían glaukopis por glauco, quizá ese era el color de los ojos de Elena. Pero la muchacha dormía y no me atreví a despertarla para comprobarlo.
Hubo asimismo dos días de vislumbres —y deslumbres— en Gredos. El sol estaba ya tan alto al mediodía que cualquier sombra —de bosque, de árbol, de hoja o de roca— parecía una fresca mancha negra rodeada de oro fundido. La salamandra, por espíritu de contradicción, era el mundo al revés: toda ella negra azabache, con manchas doradas. La trucha exhibía sus lunares rosa-chillón, la mariposa pavo real sus falsos ojos insondables, la orquídea maculada sus máculas eclesiásticas, y hasta un mochuelo diurno mostraba sus motas como un señorito cala- vera luce de día sus galas nocturnas. La cordillera nos regalaba sus bromas, sus locuras y sus hierofanías a manos llenas, y todas eran variopintas y abigarradas. Fue aquello una Tregua de Dios en mis luchas.
— Prométeme que algún día traducirás a Hopkins —me dijo Elena al oído, en el tren.
Asentí con una sonrisa sonámbula y seguí durmiendo. Olvidé la promesa y aun el nombre del poeta, pero mucho después descubrí Pied beauty y traduje aquel himno a “todo lo peregrino, singular; cuanto de raro y vario ha sido hecho”. Hasta entonces no entendí del todo las dappled things.
Pero hubo días implacables, sin sombras ni contrastes, como si ya hubiese llegado el verano irremediable. En plena canícula atravesamos un manchón enorme de tojo; no se sabía qué era más hostil, si sus púas o su amarillo uniforme y sulfuroso. Llegados al rebollar recién piconeado encontramos polvo negro, poca sombra y muchas peonías en flor, mustias y sangrientas. Tras ese día insoportable contrarrestamos los colores y calores feroces yéndonos por la noche a ver una película en blanco y negro, como todas entonces, pero tan fresca y sorprendente como la noche estrellada sobre nuestras cabezas en aquel cine al aire libre, en una azotea de la Gran Vía. Era Top hat; daba gloria ver bailar a Fred Astaire y Ginger Rogers sin acalorarse. Yo hubiera preferido ir a ver El acorazado Potemkin, más acorde con mis preocupaciones del momento, pero tuve que reconocer que también Irving Berlin tenía su magia, aunque blanca.
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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008