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El otoño templado se alargaba y los cambios transcurrían con una lentitud majestuosa. Llovía de vez en cuando, no más de lo preciso para realzar los olores y reavivar los líquenes y musgos. Un día vi cómo, ya rojizos, flameaban los helechos entre las piedras grises de un canchal. Creí que no había visión abstracta más serena que ésa ─por entonces me gustaba Klee─ hasta que penetramos en un bosque catedralicio de enormes pinos albares. Allí la vista subía desde la llama apacible de los helechos, resbalando por los troncos ─grises abajo y asalmonados en lo alto─ hasta el verde casi negro de las copas de los árboles. Me quedé un momento atónito ante aquellos fuegos artificiales tan naturales, pero no dije nada por miedo al sambenito del antropomorfismo. Miguel debió de notarlo y me preguntó:
─ ¿Viste antes el fogonazo anaranjado?
─ ¿Dónde?
─ Cuando nos paramos a almorzar se vio durante un instante en una cerca de piedra seca, a unos treinta metros al sur de donde comíamos. Era un zorro, que saltó sobre las piedras a contraluz del sol.
─ ¿Y por qué no me avisaste, hombre?
─ A veces los portentos son tan fugaces...
─ Y sobre todo ─añadió Elena ─que quien no los ve es que está de Dios que no los vea.
─ ¿Qué podía presagiar ese portento flamígero?
─ También está de Dios que quien no lo sepa no lo pueda saber.
A partir de entonces aceché con cuidado aquellas humildes hierofanías y vi varias durante los meses siguientes. Una tarde se nos apareció un toro blanco, como Júpiter, muy distinto del toro de lidia pero tan sagrado o más. Otra vez, ya entrado el invierno, se cayó de una roca un carámbano grande, con el sol de la media mañana, y estalló en el suelo con ruido de cristal y chispazos de hielo. También comprendí que el rompimiento de gloria después de aquella tormenta de verano al principio de nuestra amistad había sido una hierofanía.
En cambio, sigo todavía sin saber si fue un portento ─y de qué─ la aparición de Adam. Lo conocí una tarde, al pasarme por casa de los hermanos para devolverles unos libros. Me encontré con un desconocido que charlaba con Elena en alemán. Era un hombre de unos treinta años, guapo y bien trajeado. Lo detesté en el acto, y más cuando la muchacha nos presentó ceremoniosamente:
─ El Comandante Príncipe de Werneck acaba de llegar a Madrid destinado a la Embajada de Alemania; es agregado militar adjunto y no conoce a nadie... Saturnino Prieto es muy amigo nuestro y además es un helenista notable.
─ ¿Elenista con hache o sin hache? ─preguntó el teutón en correcto español, y tengo que reconocer que su tono era más de buen humor que de impertinencia. Enseguida añadió, sin perder la sonrisa:
─ Perdón por la pregunta inútil, está claro que nadie puede ser lo uno sin lo otro.
A Elena no pareció gustarle del todo la broma. Se levantó diciendo que tenía que terminar una traducción para cobrarla cuanto antes.
─ Otro día, Adam, vente un poco más tarde y ya habrá llegado Miguel. Así podréis hablar de Clausewitz y de las guerras.
─ O de la de Troya contigo, Elena.
─ Es verdad que tu prima Tina dice que eres un sabio prusiano.
─ ¡Pero si tan sólo soy prusiano por mi madre!
Observé los ojos grises, claros del alemán, su nariz recta y fina y los labios delgados. Esperaba encontrar altanería y frialdad en su semblante, pero más bien descubrí un aire de sosiego pensativo, apenas interrumpido por una sonrisa distraída. Al salir a la calle señaló con un gesto cortés de ofrecimiento una mole agazapada en la penumbra, bajo las acacias, como un caballero veneciano del siglo XVIII hubiese mostrado un rinoceronte traído por la Serenísima República para solaz e ilustración de la ciudadanía.
─ He venido en mi automóvil y tendría mucho gusto en llevarlo a su casa, Señor Prieto.
Pero yo no tenía ganas de que el militar oligarca viese dónde vivía, ni de que a mí me viesen llegar a la pensión en un Mercedes-Benz, así es que le pedí que me dejase en la Gran Vía.
─ ¿Aceptaría usted tomar una copa conmigo en Chicote?
─ ¡En Chicote! No, no gracias.
Subí la escalera de la pensión mascullando:
─ Encima éste pretende adorar al santo por la peana. Y yo no soy peana de nadie.
Al día siguiente pregunté a don Hermógenes, que había estudiado en Heidelberg, cómo se decía aldeano palurdo en alemán.
─ ¡Qué pregunta tan absurda, Prieto! Mis amigos universitarios alemanes no son clasistas y nunca dirían algo así pero, en fin, si se olvidasen de sus principios dirían ein Rüppel.
Busqué un pretexto para volver a ver a Elena esa misma tarde y le espeté con estudiada indiferencia:
─ Seguro que a estas horas tu amigo el príncipe está escribiendo a algún compinche tudesco algo así como "y la corte madrileña de la Bella Elena consiste en un Rüppel".
─ ¡ Qué bobo eres, Satur, y qué poco te fijas en la gente! Adam no tiene un pelo de desdeñoso. Su único defecto es ser demasiado concienzudo. Aspira a conocer a los españoles de todo pelaje para comprender nuestro manicomio nacional, tan distinto del manicomio germánico. Si tomase confianza contigo te marearía con mil preguntas minuciosas. A mí me aburre, pero a Miguel le hace gracia su manía taxonómica.
─ O sea, que es un espía.
─ Sí, claro , y sin duda por eso pregunta los nombres latinos de las plantas silvestres y quiere una lista de los diez mejores sonetos en castellano.
─ Entonces te está tirando los tejos.
─ Pues mira, creo que sí. Como tú. ¿ Y qué?
Iba a replicarle alguna tontería, quizá irreparable, cuando por fortuna apareció Miguel con cara de noticias.
─ Adam nos invita a pasar dos días en el parador de Gredos. Le he dicho que sí...
─ ¡Qué suerte! Os vais a incorporar a la Kulturkampf.
─ ...y me ha insistido en que tú también estás convidado, Saturnino.
─ Yo no tengo dinero para costearme un hotel de lujo.
─ ¡Pero si te digo que nos convida él!
─ Y yo te digo que no soy un gorrón.
Elena me miró con ojos serios y apoyándome la mano en el brazo preguntó pausada:
─ ¿Y si te lo pido yo?
Sopesé a toda prisa las ventajas e inconvenientes de dar mi brazo a torcer. Tragué saliva.
─ Bueno, iré.
Sufrí mucho y sin necesidad, pero por poco tiempo. Cuarenta y ocho horas después estábamos repanchigados en el Mercedes, algo adormecidos por el ronroneo poderoso del motor y por la cortesía afable y un poco distante de su dueño. Noté que nos trataba a los tres de manera parecida y que Elena apenas si escuchaba sus preguntas incesantes.
─ ¿Por qué en España las gallinas siempre están cruzando la carretera?
Media hora antes habíamos atropellado a una y Adam se había empeñado en parar y buscar al dueño para indemnizarlo. Miguel suspiró al oír la quinta pregunta sobre el incidente.
─ Verás, Adam, es que en Avila las gallinas no están acostumbradas a coches tan rápidos y silenciosos como el tuyo, y se atolondran con el sobresalto. Pero ten cuidado sobre todo con las vacas avileñas, que son igual de tontas y más corpulentas.
─ ¿Y por qué las vacas son avileñas y Santa Teresa es abulense?
Elena cerró los ojos y Miguel gruñó:
─ No sé.
Yo iba sentado detrás del chauffeur principesco y vi sus hombros moverse hasta que estalló en una carcajada franca y alegre.
─ Ya sé que soy un pesado con tantas interrogaciones. Mi abuela renana, que se aburría con su nuera prusiana, decía que ésta, mi madre, era tan solemne y tan... ¿se dice inquisidora? ... bueno, tan preguntona, porque no sólo descendía de Guillermo von Humboldt sino que su antepasada había sido... ¿se dice adulterosa? ... con su cuñado, el otro sabio barón, Alejandro. Pero yo he investigado y creo que no son más que calumnias inventadas por mi abuela católica.
Nos echamos a reír y él también, como si hubiese llegado el momento del recreo entre clases.
─ Vamos a cantar... Franz Lehár estaría muy bien en este paisaje, parece de los Cárpatos ─ dijo Adam y empezó a entonar con muy buena voz el Viljalied.
Los hermanos corearon, aunque rebajando el almíbar danubiano con un pellizco de ironía. Yo sólo pude acompañar silbando.
─ Silba usted muy bien, licenciado... perdón, eso es vocativo cubano, ¿no? ¿Podemos llamarnos Adam y Saturno?
─ No aspiro a tanto, mejor sería Saturnino.
─ Eso, muy bien ─y me ofreció la mano derecha mientras con la izquierda, igual de fuerte y fina, giraba el volante bordeando un precipicio. Se la estreché un instante.
─ ¿Es usted ambidextro, Adam?
─ Sí, ¿por qué?
─ Menos mal.
Llegamos al parador de montaña al mismo tiempo que un grupo de cazadores en dos Hispano-Suiza. Miguel y Elena conocían a uno de los monteros y todos saludamos a la turbamulta elegante, envuelta en tweeds apagados, armas, prismáticos y gastada guarnicionería. Después de cenar Adam se quedó jugando a las cartas con los cazadores junto a la chimenea y los demás nos fuimos a dormir. Me sentía aliviado por el cambio de actitud de Adam hacia Elena; por el motivo que fuese había dejado de galantearla. Ya no me parecía un rival y ni siquiera un intruso. Sus torpezas hablando español y sus ansias enciclopédicas sin demasiado tino empezaban a hacérmelo simpático. Y es que los españoles tan sólo tenemos dos maneras de ver a los extranjeros: como gente amenazadora o como seres desvalidos.
Adam no era ni lo uno ni lo otro. Al amanecer me lo encontré en la terraza mirando con atención las cumbres plomizas. Husmeó el aire y volvió al salón a echar un vistazo al rollo de papel milimetrado del barómetro.
─ Empezará a llover por el Oeste, a media mañana. Y mucho ─dijo sacando un cigarrillo turco de una de esas petacas de plata que se regalaban en Centroeuropa a los padrinos en los duelos.
─ Pues entonces vamos a desayunar bien.
─ Yo ya me he tomado una taza de café. Ando mejor con el estómago vacío.
Ambas cosas eran ciertas. Adam andaba con paso muy ágil y ligero, pero no dejaba de observar las nubes, cada vez más negras, y cualquier cosa de interés que apareciese en el cielo o en la tierra.
─ Mirad, un... ¿cómo se dice Feldeggsfalke?
─ Halcón borní ─contestó Miguel riéndose─ Se nota que eres un oficial de Tierra; somos todos unos malditos porque se espera de nosotros que nos fijemos en cada detalle hasta donde llega la vista, por muy cansados que estemos o por muy atentos a no meter la pata, nuestra o del caballo, en un boquete. En cambio, los marinos lo tienen muy fácil, bien cómodos en el puente. Así cualquiera puede usar el catalejo pensando en la táctica y hasta en la estrategia. Pero los pisahormigas tenemos que aprender a tragar polvo y barro sin dejar de mirar a la distancia, de donde puede venir la muerte grandilocuente, como a nuestros pies puede abrirse la muerte modesta, la lesión humillante: el despeñarse, la punzada en el bazo, las sanguijuelas. No es fácil jadear y pensar al mismo tiempo. Ni en la guerra ni en lo demás.
─ Lo peor es la escalada. Ahí sí que hay que mirar cerca y lejos a la vez. De lo contrario la muerte es segura, no probable. Incluso sin disparos del enemigo. Pero tú has dejado el alpinismo, ¿no Miguel?
─ Sí, y también el esquí. Me aburre depender de artilugios cada vez más ultramodernos. Me divertía escalar a la antigua, con alpargatas en los Picos de Europa, como don Pedro Pidal y alguna vez descalzo como el Cainejo. Por lo mismo dejé de cazar, cuando vi que los mejores tiradores del mundo son los rifeños andrajosos con espingardas desvencijadas. Pero me gustaría aprender alguna vez a disparar con cerbatana en el Orinoco...
─ ... Nos gustaría ─puntualizó Elena, sonriente.
Adam miró a Miguel con curiosidad y luego a Elena, y después, dirigiéndose a mí, recitó algo en inglés sobre Diana, que no entendí hasta años más tarde.
Seguimos andando, ya en silencio pues la subida se había vuelto muy empinada. Elena encabezaba la fila india y, aunque no parecía deseosa de poner a prueba la resistencia del alemán, íbamos todos a buen paso y Adam no jadeaba ni tropezaba; debía de estar bien entrenado porque le quedaban fuerzas para percatarse de cuanto nos rodeaba. Se notó un tenue resplandor fugaz y Adam empezó a contar despacio y por lo bajo, como rezando. Al oírse un gruñido, leve y lejano, casi cauteloso, el alemán comentó:
─ La tormenta todavía está a veinte kilómetros, por Poniente, y aún no es fuerte. Llegará dentro de una media hora.
Apretamos el paso y al rebasar un último repecho nos encontramos en el borde de una gran meseta cubierta de buenos pastos de verano y algunas manchas de piornal. Varios arroyos pequeños confluían en otro mayor que se deslizaba sin prisas hacia el extremo opuesto al nuestro. Debía de ser una de las mejores majadas de Gredos, pero ya por San Miguel habrían retirado las vacas y aquello era una inmensidad solitaria. En cuanto nos adentramos en la pradera dejamos incluso de ver el resto de las montañas y la meseta parecía el techo del mundo, tan final y terminante como el altiplano andino. Nos encaminamos hacia unas rocas grandes a nuestra derecha, que podían ofrecer abrigo, pero antes de llegar se abrieron las cataratas del cielo con una violencia como yo nunca hasta entonces había sentido, ni en León ni en el Guadarrama. Cuando estábamos a unos cien metros de las rocas, un rayo fulminó el vértice geodésico que tenían encima.
Nos quedamos inmóviles, pasaron el estruendo y el eco, el viento nos trajo un resto de tufo a chamusquina. Nos miramos las caras chorreando agua y yo me animé al ver en el rostro de mis compañeros más excitación eufórica que otra emoción.
─ Les tengo dicho a mis compañeros del servicio geográfico que no coloquen esas placas metálicas en los vértices, amenazando con la cárcel a quien los destruya. Como si Júpiter tonante las fuera a leer... Bueno, esas rocas no sirven de refugio...
─ ¿No habrá alguna cueva por aquí? ─preguntó Adam.
─ No, todo esto es sierra de granito. Pero... parece que ahí...
Yo no veía nada tras la cortina de agua, pero oí a Elena gritar:
─ ¡Sí, hay un chozo!
Corrimos hacia un bulto de piedras cubierto de ramas, todos menos Miguel, que deambulaba feliz y sin prisas por aquel mínimo escenario del drama meteórico, contemplando los rayos cada vez más frecuentes y más poderosos, oyendo el estruendo creciente de los truenos, ya tan seguidos que parecían empujarse y amontonarse como un tropel enloquecido de bestias antediluvianas.
Estábamos los tres acurrucados en el chozo cuando por fin llegó Miguel y se quitó la zamarra, que escurría agua a raudales. Se sentó junto a su hermana con una gran sonrisa muda; todos nos quedamos sin decir palabra ante la imposibilidad de competir con el fragor. No había ni que soñar con hacer una hoguera, pero allí dentro nos encontrábamos a gusto pues el techo no se calaba mucho y las previsibles pulgas y garrapatas todavía no se hacían sentir. Circularon la bota de vino peleón y el chorizo, y al fin , pasado el paroxismo de la borrasca , sólo se oía la lluvia caudalosa pero mansa.
─ ¿Te acuerdas de aquella tormenta en el delta del Danubio, Elena? ─dijo Miguel─ Bueno, pues esta ha sido mejor todavía.
─ ¿Y sigues pensando lo mismo de Protágoras?
─ Sí, era un cantamañanas ─contestó Miguel dándole un tiento a la bota.
─ ¿Protágoras cantó la mañana? ─preguntó Adam, perplejo.
─ Pues sí, cantó el amanecer de la era estúpida de mirarse al ombligo, con la sandez esa de que el hombre es la medida de todas las cosas.
─ Si vamos a eso ─terció Adam, animado al comprender la alusión ya que no la broma─ más antiguo y menos justificado aún es el optimismo de Moisés al decir en el Génesis que Dios creó el hombre a su imagen y semejanza.
─ Quizás, pero Moisés se salva de la petulancia pueril con la historia del Pecado Original, que debería haber roto cualquier presunción divina del hombre, al menos después de la Caída. Bien mirada, la antropología cristiana es la más pesimista y realista que hay. A mí me gusta. Sobre todo lo de Caín y Abel. Anda que hacernos descender de un labriego listillo, asesino de un pastor noblote... ¡Menudo soplamocos a la vanidad humana, escoger como mito fundacional un sórdido drama campesino, digno de Maupassant! ─concluyó Miguel, meneando la cabeza con admiración por el realismo mosaico.
─ Seguro además que Caín era el hombre de Cromagnon y Abel el de Neanderthal ─añadí yo para dar algo de respetabilidad materialista - dialéctica al mito, y también porque lo pensaba, como lo sigo pensando.
Adam nos miraba algo inquieto.
─ Pero, ¿qué tiene eso que ver con los rayos y con Protágoras?
─ Tiene todo que ver ─replicó Elena con viveza ─El hombre moderno se asienta en varias mentiras ridículas y peligrosas. Siguiendo a un sofista se cree la medida de todo, cuando cualquier rayo de esta tarde es varios millones de veces más que él. Luego va y se toma en serio una frase santurrona de comedia romana para justificar su propia índole mezquina: hombre soy y nada humano me es ajeno. Con todo eso no es de extrañar que el hombre moderno, el hombrecito de la llanura, desde hace medio milenio se haya ido endiosando, como el sapo que se hinchaba para ser tan gordo como un buey. Ese es el mayor crimen de impiedad. Por eso el hombrecito de la llanura se está volviendo enorme y deforme, y más cruel y cainita que nunca. No tienes más que leer el periódico. Pero pronto reventará, el hombrecito de la llanura, como un antrax. Y nos manchará a todos.
No me gustó la mirada de angustia de Elena y me callé no sé qué broma sobre Casandra. Hasta Adam comprendió que ella, al menos, hablaba en serio y cortó al estilo prusiano:
─ Ha parado de llover. Andando.
En cuanto salimos de la choza el viento se llevó nuestra pesadumbre. El mundo se nos ofrecía limpio y brillante tras el diluvio. Cada brizna parda del cervunal de otoño, cada hoja verde oscuro del piorno, cada mancha verde claro de los tremedales y cada negra rama del brezo escurrían el agua hacia los regatos, mientras los musgos y los líquenes la retenían con avaricia. No llegaba a lucir el sol pero las nubes estaban ahora altas y había vuelto la fuerte luz de montaña. Ya se veía hasta lo lejos un mar encrespado de rocas grises. Los picos, canchales, cuchillares y galayos presentaban un muestrario de grises completado por el cielo, cuyas nubes remedaban desde el gris pálido de la paloma zurita hasta el sombrío del águila real.
─ El año pasado estuve cazando en Irlanda y todos me hablaban de los ochenta y nueve tonos de verde que hay allí. Los españoles deberían presumir de sus ochenta y nueve tonos de gris ─dijo Adam.
─ Sí, pero lo mejor del paisaje de España no son los colores que tiene sino los que no tiene. El rosa-sostén y el rosa-chicle americano, por ejemplo, están prohibidos en nuestras puestas de sol. Gracias a eso nos libramos de las tapas de cajas de bombones. Los ocasos de la España seca parecen escenas de matadero y los de la España húmeda escenas de la morgue ─explicó Miguel.
─ Like a patient etherized upon a table ─concluyó Adam, encantado con la nueva clasificación.
En el camino de vuelta los aéreos tintes grises fueron verdeando y oscureciéndose a medida que bajábamos por una garganta cada vez más angosta. Todo resbalaba y todo rezumaba humedad, hasta que el mismo aire tomó consistencia y colores submarinos. Aquello sería un locus amoenus en Verano, el fresco reino del ombligo de Venus y del culantrillo, pero en Otoño resultaba lóbrego.
─ Vamos a correr hasta el parador ─propuso Elena.
─ En la montaña no se corre ─sentenció Adam.
─ Lo sé. Pero tengo hambre.
─ Y yo también ─apoyó Miguel a su hermana ─así es que nos adelantaremos para encargar la merienda junto al fuego.
Adam y yo los vimos alejarse riéndose y brincando con aplomo por los resbaladeros.
─ Qué animales tan hermosos, ¿verdad, Saturnino?
─ Sí... graciles capellae ─le contesté, citando a Ovidio a mala idea, para establecer al menos una superioridad cultural frente al Príncipe militar. Pero no había contado con la sólida formación clásica de los internados benedictinos en Alemania. Adam, consciente sin duda de mi maniobra, la desbarató con una sonrisa modesta, preguntándome:
─ ¿Entonces usted y yo somos las focas deformes que ocupan el lugar de las cabras con el diluvio?
─ Ni eso, nos ahogaríamos con los demás... Pero veo que me he topado con los dos únicos militares cultos del mundo, Miguel y usted.
─ No crea que somos los únicos, como usted tampoco es el único filólogo que sabe andar por el monte.
Me hizo gracia su lógica germánica, aunque fuese pre-hegeliana, y se lo dije. Los dos nos echamos a reír y seguimos el camino despacio, charlando por los codos. Hablé sobre todo yo, quizá halagado por su curiosidad infinita y paciente. Ni una de sus preguntas era política. Tampoco eran íntimas, y ni siquiera personales, pero al cabo de dos horas de plática sobre la trilla en el Bierzo, sobre los maragatos y sobre la cuna de los indoeuropeos, creo que Adam me conocía bastante mejor que mi maestro don Hermógenes.
Al llegar al parador ya Elena y Miguel nos esperaban, de espaldas a la chimenea y despidiendo vapor de la ropa mojada, frente a una mesa cubierta de una merienda-cena tan copiosa que parecía el sueño de un niño glotón. O más bien de dos, uno español y otro inglés, pues mezclado con la pantagruélica merienda castellana de quesos, chacina y morapio aparecía un high tea completo con scones y muffins, té y Bovril, y hasta potted shrimps. Mientras yo admiraba el arrebol de Elena, Adam se quedó embelesado, con ojos de gula atónita, ante la parte inglesa del bodegón, que se le ofrecía como un espejismo utópico en el corazón de Gredos.
─ Pero si eso es... el high tea que me daba Miss Divine los domingos, cuando yo volvía helado de pescar...
─ Y como yo sé que cuantos han tenido una nanny inglesa están pervertidos para siempre en cosas de comida, ayer antes de salir de Madrid hice acopio de todo esto en el salón de té que hay en la Castellana.
Brindamos por Miss Divine y también por la Miss Everest de los Fonseca, comimos morcón con crumpets y todos celebraron mi ocurrencia, dicha con la boca llena de potted shrimps:
─ ¿Qué se puede esperar de una oligarquía internacional cuya magdalena de Proust es una pasta fósil de gambas?
Al rato llegaron los cazadores, igual de mojados que nosotros y con cara de hambre. Tuvimos que compartir los restos del tentempié con los recién llegados, que arrasaron la mesa derrochando elogios de la comida y de la anfitriona. Pronto Elena se levantó con un bostezo y se desperezó cruzando las manos detrás de la nuca. Indiferente a nuestras miradas fijas en sus pechos y muslos, se despidió.
─ Estoy derrengada. Me voy a dar un baño y a meterme en la cama. Y tú, Miguel , que no eres friolero , llévame luego a mi cuarto por favor la camisa de tu pijama. Me olvidé de traer el camisón y anoche me quedé helada.
El día siguiente amaneció plomizo y con aguanieve. En previsión de que el mal tiempo alargarse el viaje de vuelta y para evitar que Adam nos marease durante horas con sus preguntas, decidí interrogarlo yo a él. Después de todo el alemán no tenía un pelo de tonto ni de antipático y además parecía bien informado. Esta vez iba yo en el asiento junto al conductor y la conversación me era más fácil, así es que en cuanto emprendimos el descenso de Gredos por la estrecha carretera comarcal abordé sin rodeos el asunto que más me interesaba.
─ Díganos, Adam, ¿a dónde los va a llevar a ustedes los alemanes Hitler?
─ ¿Hitler?
─ Sí, su Presidente, Canciller y Führer.
Adam se quedó callado y pensativo. Atribuí su silencio a la discreción y me sentí obligado a añadir que no pretendía sonsacarle confidencias impropias de un militar en activo.
─ No, no es la prudencia lo que me hace díficil contestar. Creo que estoy entre amigos de confianza ─dijo lanzando una rápida mirada por el espejo retrovisor a los hermanos.
─ Claro que sí, Adam. Aunque él no lo sabe, Sátur es más hidalgo leonés que militante político. Y nosotros...
─ Ya. Pero es que no sé qué contestar; no sé a dónde va a llevar Hitler a Alemania. Yo creo que no la lleva a ningún sitio. Él no la lleva, él se deja llevar. Pese a lo que dicen sus amigos y sus enemigos, Hitler no es un caudillo que conduce. Es un político muy hábil; sabe que todas las naciones tienen tendencias malas y buenas, y que las malas siempre son más hondas. Él identifica las malas, las encona y luego se ofrece a encabezarlas. Por eso ha llegado al poder democráticamente. Lo adoran, pero no es un hipnotizador, es un hipnotizado. Yo lo he visto en una de sus reuniones con antorchas. Está fascinado por la plaga marrón... ¿se dice así?
─ Sí ─suspiró Miguel─, die braune Pest... Entonces Hitler es un hombrecito de la llanura, hinchado y monstruoso. Como Lenin, como Stalin.
─ ¡No es posible ─rompí yo ─, la clase obrera no engaña ni se deja engañar !
─ Yo no he hablado de engaños. Las frustraciones de la nación alemana son reales, algunas debidas a agravios y otras a resentimientos paranoicos, pero todas reales y Mein Kampf las recoge fielmente. Y luego propone como único remedio la fuite en avant. Mire, Saturnino, la situación es así... ─ y con un par de rápidos movimientos, Adam puso el punto muerto y apagó el motor.
El automóvil continuó su marcha, cuesta abajo, en solemne silencio. Luego empezó a tomar velocidad y a engullir asfalto mojado y brillante. Ya en las curvas chirriaban los neumáticos. Adam conducía con perfecta calma, concentrado en los pocos metros que se veían antes de cada revuelta. Los pretiles de los precipicios producían un extraño efecto acústico al pasar junto a ellos, como resoplidos en serie. Todos permanecimos callados, viendo cómo la velocidad creciente emborronaba la imagen gris de los peñascos a la vera del camino. Calculé que la calzada no tendría más de unos cinco metros de anchura; si nos encontrásemos con un carro, o un bache, o una vaca... El Mercedes-Benz seguía aumentando su velocidad y mi cuerpo, pasada la primera descarga de adrenalina, empezaba a emanciparse de mi mente y a producir un oleaje repugnante en el estómago. Yo estaba decidido a no gritar, pero ¿y si no podía reprimir una bocanada de vómito? Miré a Adam, que tan sólo revelaba la tensión nerviosa mojándose los labios de vez en cuando con la lengua. Volví la cabeza y vi a los hermanos muy serios y con los ojos muy abiertos; ellos debieron de notar mis náuseas porque Miguel, con voz firme y tranquila, dijo al conductor:
─ Ya basta, Adam.
Éste, sin decir palabra, encendió el motor, puso la directa y luego fue reduciendo marchas, mientras frenaba con suavidad y pericia. Al cabo de un kilómetro nos paramos despaciosamente a la entrada de una aldea.
─ ¿Comprende usted ahora, Saturnino, cómo va Alemania?
Tragué saliva e ira, y me limité a decirle:
─ ¿Y los militares alemanes son el conductor loco?
─ No. El conductor loco, que tan sólo usa el volante, es Hitler. La Wehrmacht es el freno automático.
─ Pero ¿existe? ─pregunté exasperado.
─ Algo más que en Rusia, sí. Ya veremos si el nuestro funciona ─ contestó Adam encendiendo un cigarrillo.
Bajó la ventanilla y sopló el humo hacia el letrero que anunciaba el nombre de la aldea.
─ Mire cómo se llama este lugar y piense que el pueblo hispánico es tan metafísico y tan imprevisible como el germánico. O el eslavo.
La aldea, al pie del puerto de Menga, se llamaba La Hija de Dios.
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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008