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W. H. Riddell, c.1930 © Marqués de Tamarón |
Uno de los recuerdos más
viejos que tengo es el de los golpes en la puerta cochera de la casa en la que
nací, en 1941, en la calle de San José (y calle Francos), seguido del grito de
un mocetón:
— ¡La nieve!
Le abrían y entraba con
una enorme barra de hielo que iba a parar a una nevera –no eléctrica– donde se
guardaban al fresco cosas importantes como el pescado y un par de botellas de
fino. Sin embargo, todavía quedaba en Jerez algún purista que aseguraba que la
única manera de tener el vino fresco en verano, pero sin pasarse, era
mantenerlo a la temperatura de un pozo o aljibe, por el procedimiento de
colocar las botellas en un cubo y bajarlo con la garrucha a la fresca oscuridad
subterránea.
También quedaban todavía
en Jerez, en las casas de los barrios antiguos, pozos o aljibes. En la nuestra había
uno, cuya trampilla nunca se levantaba, justo bajo la mesa de la plancha en el
lavadero. No creo que a mi padre se le ocurriera nunca aprovecharlo para
refrescar su vino fino.
En cambio, sí aprovechábamos
el pequeño jardín interior. Tenía un limonero, como el que exhibe Antonio
Machado en sus recuerdos, sólo que más notable pues era lunario y casi siempre
había algo de azahar y algún limón en su copa desgarbada por las ansias de sol.
Y una palmera, washingtonia robusta,
hirviente de gorriones que alborotaban al anochecer. También había una lechuza,
que en un acto de barbarie impía del que me arrepiento casi a diario maté con repetidos
disparos de una carabina de aire comprimido; creí que era una rata monstruosa.
Pido perdón a la diosa Atenea, la de los ojos glaucos, es decir de lechuza,
amarillos y feroces. Claro que a lo mejor los gorriones me lo agradecieron. Tanto
como ahora la palmera washingtonia
agradecerá no haber nacido palmera canaria o palmera datilera, pues ya habría
sido asesinada por los picudos rojos.
En ese mismo y modesto
jardín no sólo nació ese mal instinto, sino otro ni bueno ni malo, aburrido, el
instinto de coleccionista. Tenía yo poco más de cuatro años cuando nació mi
hermano y recuerdo que mi mayor entusiasmo en el bautizo fue mi manía de
guardar todas las cápsulas de las botellas de vino haciendo unas torres con
ellas, mientras los invitados bebían. También recuerdo otra cosa más decorosa y
es la insistente exhortación de nuestra niñera de que le pusieran mucha sal al niño
en la boca (“para que el niño tenga mucho salero”) como entonces se hacía en el
bautismo, antes de la eliminación por el Concilio de ciertos antiguos sacramentales,
entre otros éste de la sal, en realidad un sencillo y noble resto de un viejo
exorcismo. Tal vez eso fue lo que Luisa quiso decir con todo su cariño. Después
de todo, salero es lo contrario de malaje,
mal ángel. Luego la sal exorcisa al Mal Ángel. Nuestra niñera insistió en lo
principal. Hoy en día sería imposible; el aggiornamento
lo impide.
Pero el momento más
glorioso de mi infancia, la gran revelación que supuso el pleno disfrute de la
lectura sin tasa ni cortapisa fue a los ocho años, en ese refugio de
tranquilidad en el centro de Jerez, donde los únicos ruidos eran el crotoreo de
las cigüeñas en la torre de la iglesia de San Marcos –“están majando el
gazpacho”, decía Pepa la cocinera– y la algarabía de los gorriones. Leí una de
las novelas de Julio Verne, creo que La
vuelta al mundo en ochenta días, y la leí de un tirón, tumbado en un banco,
entre las tres de la tarde y las nueve de la noche. Acompañé la lectura con un
par de kilos de uva moscatel, probablemente compradas para mis padres y no para
los niños, pero sustraídas en beneficio mío por Pepa. Deduzco que mis padres no
estaban en casa; de lo contrario me habrían privado de ese día perfecto lleno
de excesos de la mente y del estómago. Y ahora no tendría la absoluta
convicción de que fue ése el día más feliz de mi vida. Debía de ser allá por
Septiembre de 1949.
Poco después llegaron
días más tristes, con el comienzo de mi destierro. Nos fuimos a vivir a Madrid.
Además, por primera vez, fui a un colegio. Volvíamos siempre en vacaciones a Jerez
o a Arcos, pero ya no era lo mismo. Había sido expulsado del Edén y ni siquiera
sabía cuál había sido mi pecado original. Comprendí la raíz de mi tristeza
cuando en una de las primeras temporadas que volví a pasar en Jerez, me senté
en el mismo banco donde había descubierto la pasión y la entrega absoluta a la
lectura. Lo hice para contemplar el trabajo habilidoso y rápido que hacía una
gitana liando cigarrillos de picadura para mi padre. Sin dejar de trabajar me
miró de reojo y me espetó:
— Tú ya no estás aquí, ¿verdad?
— No, estoy en Madrid.
— ¿Y aquello te gusta?
— No, no me gusta nada.
— Claro, hijo, a ti te gusta más tu tierra que el extranjero, ¿verdad?
Asentí y desde entonces
he seguido preguntándome en qué consiste la condena al exilio. Una decena de mudanzas
después de la primera y más dolorosa, la de Jerez a Madrid, sigo de acuerdo con
la frase de Saint-Exupéry, “la patria verdadera del hombre es su infancia”.
También con Shakespeare cuando habla del “pan amargo del destierro”. Y es que
lo primero que eché de menos al irme de Jerez fueron las teleras, las roscas,
las bobas y los picos, y hasta los chuscos que recordaba del prolongado
racionamiento después de la guerra, que en casa mi padre obligaba a cumplir a
rajatabla, esos chuscos negros que cuando era todavía más niño me sabían a
gloria.
Le faltaban a uno tantas
cosas en pasando Despeñaperros, tantos olores, sabores, colores y hasta
palabras. Yo no sabía por qué, pero ahora comprendo que al estar Madrid en
medio de una estepa reseca, ardiente o helada, casi no había olores, ni
siquiera malos. Sin humedad en el aire hasta la espléndida y cursi rosaleda del
Parque del Oeste estaba desprovista de aromas. En Jerez todo olía: los jazmines,
los nardos y las damas de noche en verano, el brasero en invierno (“niño,
échale una firmita a la copa con la badila”), los cagajones de los caballos de
los coches peseteros todo el año. Y lo mejor, el perpetuo olor a vino en las
umbrías bodegas.
— ¿Aquí en Madrid no hay bodegas?
— No, aquí no hay bodegas.
— Vaya por Dios.
Y eso que yo no bebía más
que un poquito de oloroso en el caldo. Mi iniciación al vino tuvo lugar más
tarde, quizá a mis quince años. Lamento informar que fue con vino tinto y no
con vino de Jerez. Pero celebro que mi iniciador fuese mi tío Beltrán Domecq González.
— Prueba esto con la comida.
— Si yo no bebo.
— Tú pruébalo.
Me tragué media copa, supongo que para demostrar mi hombría.
— ¡No, hombre, así no! Toma un sorbito
y paladéalo.
No he dejado desde
entonces de paladear, procurando, a veces sin éxito, no excederme. Ya cerca del
final del trayecto, estoy convencido de lo justo de las apreciaciones
tradicionales que acaba de reiterar un filósofo, Roger Scruton, sobre el
fundamento de las triples raíces de nuestra cultura occidental –griegas,
romanas y judeocristianas–, tan hondas y tan fructíferas como las raíces de una
vieja cepa. Cuenta Scruton que uno de sus principales maestros en el arte de
beber, por cierto un pariente de varios de vosotros, Monseñor Gilbey, excelente
capellán católico en Cambridge, le explicaba:
— Dos sonidos, más que ningún otro, nos pueden hacer atractivo este valle de lágrimas: el latir de los beagles cuando persiguen un rastro fresco y el descorchar del burdeos.
No hace falta aclarar que
Alfred Gilbey era tan aficionado a la caza del zorro como al burdeos, y esto
último era muy propio de un hombre nacido en una familia de vinateros. Pero
añadía que el papel del vino en el simposio de los griegos, como el in vino veritas de los romanos, era tan
importante como el vino en la Pascua judía, y de una manera distinta, sin la
Presencia Real, como el vino del Cristianismo. A fin de cuentas, sin vino no
hay civilización digna de ese nombre. Por eso Roger Scruton titula su reciente libro
Bebo, luego existo, en una pirueta
alusiva al Pienso, luego existo de
Descartes.
En realidad no está
Scruton en mala compañía para defender su opinión, pues además de tener como
aliado a Monseñor Gilbey tiene al Santo Rey David. En su salmo 104, versículo
15, adora y da gracias a Dios por:
“… el vino que alegra el
corazón del hombre,
y el aceite que hace
lucir el rostro,
y el pan que fortalece el
corazón del hombre.”
También estoy yo en la
mejor compañía al preparar estas palabras en mi despacho, presidido por una
acuarela de William Hutton Riddell. Representa un papel clavado en una pared
encalada, y el papel lleva escrito el salmo antes citado. Debajo, en fiel
ilustración de las divinas y regias palabras, aparecen una botella, un catavino
lleno de oloroso, un vasito con aceitunas aliñadas y un cabero de pan oscuro
como el que se comía en casa en Arcos, donde tío Bill pintó esta alegoría de la
felicidad, bíblica y actual.
Pero no sólo se añoran
desde lejos los sabores y olores de la infancia, sino las palabras. En eso
Madrid era tan ajeno al mundo en el que nací que resulta difícil comprenderlo
ahora que la televisión ha ido achatando las diferencias de vocabulario y de
acento. Pero entonces todavía muchos andaluces decían albéitar por veterinario,
alcancía y no hucha, de balde y no gratis, chascarrillo por chiste o
corto de genio en lugar de tímido.
Como dijo mi exacto contemporáneo
y autoridad en la materia, al llegar hace 63 años al colegio en Madrid viniendo
de la Baja Andalucía, “resultaba desconcertante oír a los chicos (en mi tierra tan sólo había niños burgueses, zagales
campesinos y chaveas una pizca
golfos) burlarse de mis modestos bolindres
(canicas), poninas (peonzas) y guitas (bramantes). Lo más importante era no decir portañuela, sino bragueta…
Pronto comprendí también que un guijarro
podía hacer tanto daño como un chino,
y una mentira doler tanto como un embuste. Tampoco tardé en percatarme de
que aunque más elegante era muy parecido tener una deuda en Madrid y una trampa
en Andalucía, o hacer una trampa aquí
y hacer una fullería allí. Pero
todavía hoy sigo sin saber a ciencia cierta si un suponer (equivale a por
ejemplo o verbigracia) es un
vulgarismo vitando o una expresión clásica. Y aún recuerdo mi angustia cuando,
con los nervios de un examen de oposiciones, miraba fijamente la palabra
francesa petit pois (guisante) sin acertar a traducirla más
que por el chícharo duro y andaluz”.
Sólo puedo añadir a esta elegía por el habla perdida, con tanta brillantez
escrita por mi alter ego, algo en lo
que él no cayó cuando escribió eso: chícharo
quiere decir guisante en Jerez, pero
90 kilómetros hacia el Norte, en Sevilla, quiere decir judía blanca pequeña. Y en otros lugares de Andalucía quiere decir
garbanzo. Por cierto que los andaluces que así lo llaman son más fieles a Roma
que nosotros: Cicerón se llamaba así porque algún antepasado suyo tenía una
verruga en la nariz que parecía un garbanzo, cicer en latín. Hablando de nostalgia, quizá en Roma se hacía
extensiva a los defectos de sus mayores.
Pero el asunto de las
añoranzas verbales, del poder evocador y no sólo definitorio de las palabras,
conviene verlo atendiendo tanto al espacio como al tiempo. En lo tocante a esto
último, el tiempo, si se estudian las palabras sin demasiados prejuicios, suele
uno llevarse una sorpresa que resumió mejor que nadie William Faulkner en su Requiem por una monja :
“El pasado nunca está
muerto. Ni siquiera es pasado”.
La primera consecuencia
de esta inquietante verdad es que resulta imposible, por completo imposible,
inventar una palabra. Incluso en el ámbito de las ciencias, donde nacen tantos
nuevos vocablos, es fácil comprobar que los neologismos con más vocación de
novedad lo más que consiguen en su intento de alejarse del pasado, en sus
ansias de Insobornable Contemporaneidad, es fabricar una palabra con siglas, para
luego olvidar que cada letra responde a una palabra con existencia propia y previa.
Por ejemplo, olvidamos que radar es
acrónimo de radio detection and ranging,
o sea, detección y medición de distancias
por radio. Igual que no pensamos que Cune
viene de Compañía Vinícola del Norte de
España, o sea de cuatro palabras de rancio abolengo, tres indoeuropeas y
una probablemente fenicia. O más presente aún en los medios informativos está
la ONU, que quiere decir Organización de las Naciones Unidas,
cosa que olvidamos, quizá porque suelen estar desunidas. El otro recurso
creativo que hace pensar que se ha inventado una palabra es la onomatopeya,
reproducir con letras un sonido natural o mecánico. Por ejemplo, sin ir más
lejos, el crotoreo de las cigüeñas en
los campanarios de Jerez o el cacareo
de los gallos en las campiñas de su alfoz. Ahora bien, eso, la onomatopeya,
nunca es un invento, es un hallazgo y una copia de algo oído desde los albores
del mundo, desde ese pasado que una vez más demuestra no estar muerto, ni
siquiera pasado.
Pero, además, cualquier
palabra de las que usamos a diario suele ser muchísimo más antigua de lo que
imaginamos. La misma bodega viene del
griego apotheke, como su prima
hermana botica, así es que ronda los
tres milenios de historia (y permite la mentira piadosa en casa, “voy un
momento a la botica” para alargarse a la bodega y tomar unas copas). Consuela
pensar que el auge del bar, a costa
de la taberna, tampoco es una
victoria aplastante de la modernidad, ya que ambas palabras vienen del latín y
también miden su edad en milenios, aunque bar
haya pasado por el inglés y taberna
no. Alegra mucho también ver el renacimiento del tabanco, que surgió en la Edad Media procediendo del latín taberna, más el sufijo despectivo
correspondiente a su modesta condición. Es otra de las palabras que siempre oí
en Jerez y que me sorprendió no oír en Madrid.
Entristece pensar que a
punto estuvimos, pero nos salvó el misericordioso dios Baco, de conceder el
monopolio de las bebidas a un establecimiento de nombre impronunciable para
labios españoles como es el pub.
Impronunciable y a menudo pronunciado puf,
palabra que en inglés, escrita poof, no
se suele usar en compañía educada como son ustedes. Aparte de que el pub viene de public house, es decir un establecimiento abierto al público, y público viene del populus romano, así es que en rigor un pub es una Casa del Pueblo.
El caso es que, volviendo
al vocabulario específico de Jerez y del jerez, es muy aconsejable –por lo
gustoso del ejercicio– hojear los libros sobre el jerez que disponen de un
glosario, e ir escogiendo algunas de las palabras que nos atraen por su
sonoridad, capacidad de evocación o extraña rareza. Pero después es necesario
proceder a otro ejercicio menos placentero y es preguntar a algún entendido
cuáles de los términos que siempre nos gustaron o que acabamos de descubrir
están en uso y cuáles descansan en el panteón de raros y curiosos. Algunos de
los más atractivos han desaparecido, empezando por el muy importante vocablo de
escritorio, con sus ecos del scriptorium de los monasterios
medievales donde los monjes salvaron la cultura occidental copiando
manuscritos. Ahora en las bodegas ya no hay escritorios
sino oficinas. No estoy seguro de que
el trabajadero para construir,
reparar o preparar las botas exista ya en muchos sitios, aunque sí se sigue
haciendo el vino con el nombre recio y crudo de Sangre y Trabajadero, en la bodega Gutiérrez Colosía, del Puerto.
Pero por fortuna subsisten muchos otros de los nombres y expresiones de gran
antigüedad y belleza literaria, ya recogidos en libros precursores como Jerez-Xerez “Scheris”, de Manuel Mª
González Gordon o el Diccionario del vino
de Jerez, de Julián Pemartín, o el Sherry
de Julian Jeffs, y también en otros más recientes como la Terminología Vinícola Jerezana en Inglés, de Carmen Noya Gallardo y
El jerez y sus misterios, cata y
degustación, de nuestro docto
anfitrión Beltrán Domecq y Williams, que por cierto acaba de volver a ser padre
del libro en su traducción inglesa.
A él precisamente acudí
para preguntarle cuáles eran sus favoritos en el glosario que incluye en su
propio libro, y cuáles de ellos subsistían. He aquí algunos de los términos que
más eco despiertan en nuestra mente y en nuestro paladar:
Un vino está triste cuando se ve turbio.
Y tiene nube cuando le pasa eso, que se le ve una nube en la copa.
Un vino está a rompecopas de puro limpio.
Un fino está desmayado cuando tiene crianza en flor excesiva que provoca cierto olor avinagrado.
Hay que abrigar este vino es que es menester reforzar el contenido de alcohol.
Me
aclaró nuestro presidente que todos esos términos seguían en vigor pues él se ocupaba
de usarlos en las catas. De nuevo da la razón al filósofo Scruton y a Monseñor
Gilbey: Cultura y Vinicultura son complementarias y casi sinónimas.
A veces, en cambio, las
palabras muy hermosas o sugerentes terminan cansando con sus encantos, igual
que algunas personas. Bienteveo es
una. Todos los poetas nacidos en Andalucía durante los dos últimos siglos han
sucumbido ante el universo poético evocado por ese sombrajo en zancos que monta
guardia en las viñas para que no roben la uva. Por desgracia, si bien subsiste
el bienteveo como metáfora poética,
amorosa o metafísica, la cosa ha desaparecido, me aseguran. Será que ya nadie
roba uvas.
Por el contrario, hay
palabras misteriosas que han tenido menos suerte. Escojo al azar en el Diccionario de Julián Pemartín:
“Hijos de la cuchilla. Se dan entre sí este nombre los que siendo
toneleros pertenecen a las familias que tradicionalmente vienen ejerciendo este
oficio”. “En el oficio de tonelero hay dos clases igualmente prestigiosas: el tonelero de viejo y el tonelero de nuevo”. Hoy, los Hijos de la cuchilla nos suenan a
sociedad secreta e inquietante, pero más distinguida que la Camorra o la 'Ndrangheta.
Pero la mejor imagen
literaria de Julián Pemartín –a quien siempre llamé tío Julián– es aquello de
que “una media botella ha de durar lo mismo que la lidia de un toro: veinte
minutos”. Hermoso símil, muy propio del escritor a quien Eugenio d´Ors llamó
“un ciprés poblado de pájaros cantores”. Pienso a menudo en él, y no tan sólo
por su buen hacer literario y su buen olfato para el jerez sino porque fue uno
de mis dos maestros en el ajedrez. El otro lo compartí con Beltrán Domecq en La
Barrosa, se llamaba Mr. Blake, era preceptor de mis primos y había sido oficial
británico en la campaña de Mesopotamia, que no fue precisamente una jira
campestre. Tampoco lo fue otra guerra para Julián Pemartín. Quizá por eso la
guerra que se libra en un tablero de ajedrez quedó teñida para mí de tonos
sombríos, y nunca he vuelto a jugar.
Mirando el mundo del
jerez y de Jerez con cierta distancia histórica, llama la atención el fondo
conservador de la actividad vinatera –que también es así en Burdeos o en
Oporto– y cómo se combina en ciertos ámbitos con un espíritu innovador. El lado
conservador predomina, como hemos visto, en el habla de cuantos trabajan para
conseguir vinos perfectos, cada cual en su tipo, desde los viñadores hasta los
catadores. Pero ese instinto conservador, propio de quienes tienen oficios que
nacieron milenios atrás, se complementa con el gusto por la innovación
científica. Éste permite conocer los riesgos y posibilidades de la crianza del
vino, las plagas terribles que estuvieron a punto de acabar con las viñas de
toda Europa, como la filoxera, y hace que los laboratorios de las bodegas estén
siempre abiertos a estudiar las novedades buenas o malas que puedan producirse.
De hecho, diríase que la
evolución de la vitivinicultura en Jerez y en otros lugares ha sido una
perpetua adaptación del Evangelio según San Mateo, aplicándolo de una manera
muy atrevida. En lugar de echar el vino nuevo en odres nuevos, consigue echar
el vino viejo en odres nuevos, con lo cual ni se rompen los odres ni se pierden
las virtudes de un vino criado para envejecer con gloriosa plenitud. El gusto
por la innovación se concentra en los odres procurando que el vino siga siendo
precisamente como Dios manda en los Salmos de David. Hoy en día llamaríamos a
esa combinación “búsqueda de la calidad” o incluso “búsqueda de la excelencia”.
Antes se hubiera dicho que había que procurar tener siempre lo mejor. Jerez de
la Frontera siempre aspiró a la calidad en todo, en lo tradicional como en lo
técnico moderno, y tanto en el vino como en la apertura al ancho mundo de las
ingenierías y de la construcción. Eiffel, el constructor de la torre que
simboliza París, hizo una bodega en Jerez, la Concha, por encargo de González
Byass. Louis Blériot, el precursor francés de la aeronáutica moderna, estuvo en
Jerez hace cien años; creo recordar por lo que contaba mi abuela –que se apuntó
enseguida a dar una vuelta en el avión– que aterrizó en los Llanos de Caulina.
Cuando un próspero empresario jerezano como era Don José Pemartín y Laborde
edificó la espléndida casa que se llamó el Recreo de las Cadenas, la encargó a
uno de los mejores y más modernos arquitectos franceses de la época, Joseph
Samuel Revel. Y cuando se construyó la estación de ferrocarril en Jerez, hizo
los planos Aníbal González, el autor de la Plaza de España de Sevilla. Más revelador
aún, Jerez tuvo servicio telefónico automático antes que París. Y me consta que
medio siglo después, en 1975, más de una capital moderna como Copenhague –donde
estuve destinado por aquel entonces– seguía dependiendo de telefonistas cuando
en este Jerez de nuestros amores casi nadie había conocido más que el marcar
automático.
Cabe, pues, afirmar que
en el mundo del vino la imagen de calidad es producto de la suma de tres
valores, hasta cierto punto intangibles pero siempre efectivos: el instinto
conservador, la capacidad de innovación y la buena reputación. En el jerez,
cuando falló alguno de estos factores, hubo graves problemas. Piénsese en el
declive relativo de la exportación del jerez a finales del siglo XIX y
principios del XX. Coincidieron varias circunstancias, algunas de ellas
olvidadas ya. Por ejemplo algo que quizá ahora parezca absurdo pero que no lo
fue en su momento. Cuando la Reina Victoria de Inglaterra murió en 1901, su
hijo Eduardo VII mandó vender el vino que sobraba en las bodegas de Palacio,
entre otras cosas sesenta mil botellas de jerez. Se habían acumulado por un
error de la intendencia palaciega, que todos los años hacía compras de vino en
cantidades habituales cuando todavía vivía el Príncipe Consorte, siendo así que
al enviudar, la Reina Victoria empezó a dar menos recepciones. Julian Jeffs,
gran cronista de nuestros vinos y exportaciones, añade que algunos periodistas ingleses
malintencionados sugirieron que quizá las ventas del jerez de Palacio se
debieron al estado del hígado de Su Majestad Británica, que nunca había sido
abstemio. Pero el caso es que la noticia de las ventas en subasta provocaron la
sospecha de que el jerez estaba pasado de moda en Inglaterra, cosa que en parte
era cierta: los jóvenes bebían poco jerez.
Pero lo más grave fue que
un químico inglés hizo un experimento para depurar el jerez antes de
embotellarlo en Inglaterra, y salió mal. Y más grave aún fue el hecho indudable
de que por aquellas fechas se exportaron vinos de calidad inferior a la
habitual. La verdad es que cada vez que se ha relajado la exigencia de calidad
en el vino de jerez, como en cualquier otro producto que esencialmente sea de
lujo, el efecto ha sido lamentable. A eso se añade un hecho económico
ineludible que me dio muchos quebraderos de cabeza en Londres, sobre todo
aplicado a las exportaciones de vinos de mesa españoles y a los viajes de
turistas por touroperadores: España no puede competir ya en los mercados internacionales
más que en calidad, no en baratura de sus productos. Por mucho que reduzcamos
el precio de una botella de vino, los búlgaros podrán venderla más barata. Sus
costes, empezando por los salarios, son mucho más bajos que los costes en
España. Igual pasa con el turismo de masas.
Volviendo a la crisis de
hace cien años en la exportación del jerez, el caso es que pese a todo se salió
del atolladero en el mercado británico, que era con gran diferencia el
principal. Después de la Primera Guerra Mundial, factor también muy dañino en
nuestras exportaciones, se recuperaron las ventas. Tuvieron éxito las campañas
para subrayar la calidad genérica del jerez, acudiendo a curiosas iniciativas
como inventar los sherry parties, cosa
que hizo Carl Williams como respuesta a los nuevos cocktail parties o, como hizo su hijo Charlie Williams en el
Garrick Club, convenciendo a algunos escritores de teatro para que mencionasen
el jerez en sus obras, y no sólo como símbolo de respetables y aburridas
viudas, sino como nueva moda de los jóvenes elegantes. No digo que haya
remedios mágicos, pero sí que el público se ilusiona con una imagen de calidad
bien presentada y sobre todo que responda a una realidad material. Las modas
existen, pero hasta ahora el vino de jerez ha sabido sobrevivir a los
caprichos.
A tal fin, no es mal
consejo práctico el evangélico, aunque con un excusable retoque de embalaje:
colocar el vino viejo en odres nuevos. Así seguiremos teniendo al Rey David de
nuestro lado, pues “el vino que alegra el corazón del hombre” –o sea, del varón
y de la mujer– es, por excelencia, el jerez.
(Texto de una conferencia que dí en la Cátedra del Vino, del Consejo Regulador de la Denominación de Origen del Jerez, el 11 de Septiembre de 2013)
Enlaces relacionados:
Botones de muestra (III): El jerez y sus misterios.