Entiende que con la decadencia del Imperio Romano surgen dos proletariados, uno externo y otro interno. El primero está constituido por las naciones y tribus bárbaras de la periferia, pueblos que han dejado de admirar a Roma como modelo político, religioso y cultural y que apenas son mantenidos a raya por la fuerza militar de las legiones. En cuanto al proletariado interno, también por lo general de origen bárbaro, siente hondo resentimiento hacia sus amos, en los que no ve ninguna superioridad moral. Pero ambos proletariados —recuérdese que Toynbee no emplea la palabra en el sentido marxista— sienten tanta envidia como desdén hacia la hegemonía social y económica de Roma: ansían las riquezas y el poderío de los decadentes. De ahí la paradoja explosiva en las entrañas de Roma, una masa hirviente e inasimilada que no comparte el sistema oficial de valores pero codicia lo inasequible, todo ello rodeado de pueblos hostiles.
El desenlace de aquella situación es de sobra conocido. Lo que no sabemos —y mucho importaría saber— es si nuestra sociedad occidental moderna lleva el mismo camino. Parece que sí, mas acaso se pueda aún desandar el camino recorrido. Para ello habría que empezar por afrontar la realidad y dejar de hacer como el avestruz. Europa Occidental lleva casi medio siglo tomando ciertas decisiones cruciales por acción o por omisión, sin pararse a pensar en sus posibles consecuencias. Me refiero a los enormes movimientos migratorios de los últimos tiempos. Quizás eran y siguen siendo imprescindibles e incluso beneficiosos para todos, pero no lo sabemos, pues el debate público, informado y sosegado ha sido escasísimo.
Ha habido, eso sí, griterío. Ocurría, sin embargo, que los gritos rara vez mencionaban lo que podía resultar dialécticamente incómodo, no ya para el gritador sino incluso para su antagonista. Por eso se daban por buenas ciertas premisas harto discutibles.
La primera premisa —siempre tácita, nunca expresa— era que la economía moderna tan sólo puede funcionar si el Producto Mundial Bruto aumenta constantemente, para lo cual ni siquiera basta con un aumento del consumo de una población estable sino que hace falta crecimiento demográfico. Dado que en los países como España no hay fertilidad suficiente en la población autóctona, la inmigración se veía como una necesidad ineludible. Huelga decir que si aceptamos esa visión de la economía como un alud en necesario y perpetuo crecimiento, nos podemos ahorrar ulteriores disquisiciones, puesto que nos reconocemos condenados a destruir nuestro planeta.
La segunda premisa era negativa y consistía en nunca preguntarse si se podía hablar de falta de mano de obra cuando la tasa de paro oscila entre el 10% y el 25% durante el último cuarto de siglo. Es cierto que las respuestas podían turbar la paz social: mencionar la codicia de los ricos y la pereza de los pobres hubiera sido cosa de mal gusto, pero el hecho es que los empresarios prefieren importar mano de obra barata y dócil a dar trabajo a quienes viven bastante bien con los subsidios y trabajarían de muy mala gana, y que los trabajadores en paro prefieren que se abran las fronteras a la inmigración mientras ellos conserven sus subsidios. Ambos comportamientos son racionales, aunque miopes.
La tercera premisa suponía la imposibilidad —unos decían que física, otros que moral¬¬— de parar la inmigración ilegal. No era políticamente correcto censurar la indecisión política o la incompetencia de los vigilantes.
Y, por último, la presunción más pueril y suicida: creer por sistema que los actos carecen de consecuencias, que violentar el artículo 3 de la Constitución atribuyendo un papel internacional impropio al catalán no va a obligar a hacer lo mismo algún día con el árabe, que la consagración del matrimonio homosexual no puede acarrear la de la poligamia y la poliandria. O que la inacción ante la inmigración ilegal y la delincuencia no va a alumbrar un nuevo partido político similar al Frente Nacional en Francia, cuyo nacimiento sería de consecuencias incalculables para los partidos tradicionales de izquierdas y de derechas.
Ha sido necesario sufrir oleadas de delincuencia y terrorismo para atreverse a ver el presente y a pensar en el porvenir. Hoy en casi toda la Europa Occidental se considera urgente reducir al mínimo la inmigración y a la vez integrar a los inmigrantes ya admitidos de hecho o de derecho.
Lo primero parece factible si hay voluntad política para ello, cosa que aún falta en España. Lo segundo se ve cada vez más arduo, y no necesariamente —o no tan sólo— por resistencias de los inmigrantes a integrarse en sus nuevos países de residencia. De hecho el mayor obstáculo a tal integración es la falta de un terreno social y espiritualmente fértil donde puedan aclimatarse quienes llegan de muy lejanos climas culturales. Lo que a muchos inmigrantes les ocurre no es que no quieran integrarse, es que no encuentran dónde. Tenemos que afrontar una realidad incómoda de admitir: nuestras sociedades opulentas postmodernas constituyen un vacío axiológico casi perfecto. Y digo casi porque todos los valores —los conservadores y los de izquierdas, los religiosos, los morales y los estéticos— se han convertido en uno solo, el dinero al servicio del ansia de consumo. Ahora bien, en un vacío donde solamente resuena el tintineo de unas cuantas monedas es muy difícil integrarse, y muy fácil pensar que se puede agarrar las monedas y desentenderse de la llamada “sociedad de acogida”.
Imaginemos a un inmigrante musulmán cualquiera, a uno de los millones que viven o malviven en la Europa opulenta tras superar las dificultades propias de desarraigos y viajes más o menos legales. Un día ve por la televisión cómo sale de la cárcel con permiso un sujeto al cabo de muy pocos años de haber violado y asesinado a una niña, mientras un médico explica que con toda seguridad ese sujeto volverá a intentar crímenes iguales. Asqueado, el inmigrante cambia de programa. En otro, escucha a un sociólogo explicar la obsesión por mantener el velo de las mujeres musulmanas, símbolo de la resistencia primitiva contra el progreso. El inmigrante apaga la televisión y se alista en alguna organización que a usted, lector, y a mí no nos gusta nada. Pero es que él cree en terribles durezas premodernas y nosotros no creemos ni siquiera en nuestras blanduras postmodernas.
No, no es posible que se integre en un vacío. Y tampoco es posible la alianza entre una civilización áspera y la civilización del vacío, por muchas ansias infinitas de paz que tengamos.
Este artículo fue publicado en el diario ABC, el 8 de Enero del 2005.
Bibliografía del Marqués de Tamarón
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