Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: septiembre 2013

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Recuerdos de Jerez y del jerez a mediados del siglo pasado

 W. H. Riddell, c.1930 © Marqués de Tamarón 
Uno de los recuerdos más viejos que tengo es el de los golpes en la puerta cochera de la casa en la que nací, en 1941, en la calle de San José (y calle Francos), seguido del grito de un mocetón:

 ¡La nieve!

Le abrían y entraba con una enorme barra de hielo que iba a parar a una nevera  –no eléctrica– donde se guardaban al fresco cosas importantes como el pescado y un par de botellas de fino. Sin embargo, todavía quedaba en Jerez algún purista que aseguraba que la única manera de tener el vino fresco en verano, pero sin pasarse, era mantenerlo a la temperatura de un pozo o aljibe, por el procedimiento de colocar las botellas en un cubo y bajarlo con la garrucha a la fresca oscuridad subterránea.

También quedaban todavía en Jerez, en las casas de los barrios antiguos, pozos o aljibes. En la nuestra había uno, cuya trampilla nunca se levantaba, justo bajo la mesa de la plancha en el lavadero. No creo que a mi padre se le ocurriera nunca aprovecharlo para refrescar su vino fino.

En cambio, sí aprovechábamos el pequeño jardín interior. Tenía un limonero, como el que exhibe Antonio Machado en sus recuerdos, sólo que más notable pues era lunario y casi siempre había algo de azahar y algún limón en su copa desgarbada por las ansias de sol. Y una palmera, washingtonia robusta, hirviente de gorriones que alborotaban al anochecer. También había una lechuza, que en un acto de barbarie impía del que me arrepiento casi a diario maté con repetidos disparos de una carabina de aire comprimido; creí que era una rata monstruosa. Pido perdón a la diosa Atenea, la de los ojos glaucos, es decir de lechuza, amarillos y feroces. Claro que a lo mejor los gorriones me lo agradecieron. Tanto como ahora la palmera washingtonia agradecerá no haber nacido palmera canaria o palmera datilera, pues ya habría sido asesinada por los picudos rojos.

En ese mismo y modesto jardín no sólo nació ese mal instinto, sino otro ni bueno ni malo, aburrido, el instinto de coleccionista. Tenía yo poco más de cuatro años cuando nació mi hermano y recuerdo que mi mayor entusiasmo en el bautizo fue mi manía de guardar todas las cápsulas de las botellas de vino haciendo unas torres con ellas, mientras los invitados bebían. También recuerdo otra cosa más decorosa y es la insistente exhortación de nuestra niñera de que le pusieran mucha sal al niño en la boca (“para que el niño tenga mucho salero”) como entonces se hacía en el bautismo, antes de la eliminación por el Concilio de ciertos antiguos sacramentales, entre otros éste de la sal, en realidad un sencillo y noble resto de un viejo exorcismo. Tal vez eso fue lo que Luisa quiso decir con todo su cariño. Después de todo, salero es lo contrario de malaje, mal ángel. Luego la sal exorcisa al Mal Ángel. Nuestra niñera insistió en lo principal. Hoy en día sería imposible; el aggiornamento lo impide.

Pero el momento más glorioso de mi infancia, la gran revelación que supuso el pleno disfrute de la lectura sin tasa ni cortapisa fue a los ocho años, en ese refugio de tranquilidad en el centro de Jerez, donde los únicos ruidos eran el crotoreo de las cigüeñas en la torre de la iglesia de San Marcos –“están majando el gazpacho”, decía Pepa la cocinera– y la algarabía de los gorriones. Leí una de las novelas de Julio Verne, creo que La vuelta al mundo en ochenta días, y la leí de un tirón, tumbado en un banco, entre las tres de la tarde y las nueve de la noche. Acompañé la lectura con un par de kilos de uva moscatel, probablemente compradas para mis padres y no para los niños, pero sustraídas en beneficio mío por Pepa. Deduzco que mis padres no estaban en casa; de lo contrario me habrían privado de ese día perfecto lleno de excesos de la mente y del estómago. Y ahora no tendría la absoluta convicción de que fue ése el día más feliz de mi vida. Debía de ser allá por Septiembre de 1949.

Poco después llegaron días más tristes, con el comienzo de mi destierro. Nos fuimos a vivir a Madrid. Además, por primera vez, fui a un colegio. Volvíamos siempre en vacaciones a Jerez o a Arcos, pero ya no era lo mismo. Había sido expulsado del Edén y ni siquiera sabía cuál había sido mi pecado original. Comprendí la raíz de mi tristeza cuando en una de las primeras temporadas que volví a pasar en Jerez, me senté en el mismo banco donde había descubierto la pasión y la entrega absoluta a la lectura. Lo hice para contemplar el trabajo habilidoso y rápido que hacía una gitana liando cigarrillos de picadura para mi padre. Sin dejar de trabajar me miró de reojo y me espetó:

 Tú ya no estás aquí, ¿verdad?
 No, estoy en Madrid.
 ¿Y aquello te gusta?
 No, no me gusta nada.
 Claro, hijo, a ti te gusta más tu tierra que el extranjero, ¿verdad?

Asentí y desde entonces he seguido preguntándome en qué consiste la condena al exilio. Una decena de mudanzas después de la primera y más dolorosa, la de Jerez a Madrid, sigo de acuerdo con la frase de Saint-Exupéry, “la patria verdadera del hombre es su infancia”. También con Shakespeare cuando habla del “pan amargo del destierro”. Y es que lo primero que eché de menos al irme de Jerez fueron las teleras, las roscas, las bobas y los picos, y hasta los chuscos que recordaba del prolongado racionamiento después de la guerra, que en casa mi padre obligaba a cumplir a rajatabla, esos chuscos negros que cuando era todavía más niño me sabían a gloria.

Le faltaban a uno tantas cosas en pasando Despeñaperros, tantos olores, sabores, colores y hasta palabras. Yo no sabía por qué, pero ahora comprendo que al estar Madrid en medio de una estepa reseca, ardiente o helada, casi no había olores, ni siquiera malos. Sin humedad en el aire hasta la espléndida y cursi rosaleda del Parque del Oeste estaba desprovista de aromas. En Jerez todo olía: los jazmines, los nardos y las damas de noche en verano, el brasero en invierno (“niño, échale una firmita a la copa con la badila”), los cagajones de los caballos de los coches peseteros todo el año. Y lo mejor, el perpetuo olor a vino en las umbrías bodegas.

 ¿Aquí en Madrid no hay bodegas?
 No, aquí no hay bodegas.
 Vaya por Dios.

Y eso que yo no bebía más que un poquito de oloroso en el caldo. Mi iniciación al vino tuvo lugar más tarde, quizá a mis quince años. Lamento informar que fue con vino tinto y no con vino de Jerez. Pero celebro que mi iniciador fuese mi tío Beltrán Domecq González. 

 Prueba esto con la comida.
 Si yo no bebo.
 Tú pruébalo.

Me tragué media copa, supongo que para demostrar mi hombría. 

 ¡No, hombre, así no! Toma un sorbito y paladéalo.

No he dejado desde entonces de paladear, procurando, a veces sin éxito, no excederme. Ya cerca del final del trayecto, estoy convencido de lo justo de las apreciaciones tradicionales que acaba de reiterar un filósofo, Roger Scruton, sobre el fundamento de las triples raíces de nuestra cultura occidental –griegas, romanas y judeocristianas–, tan hondas y tan fructíferas como las raíces de una vieja cepa. Cuenta Scruton que uno de sus principales maestros en el arte de beber, por cierto un pariente de varios de vosotros, Monseñor Gilbey, excelente capellán católico en Cambridge, le explicaba: 

           — Dos sonidos, más que ningún otro, nos pueden hacer atractivo este valle de lágrimas: el latir de los beagles cuando persiguen un rastro fresco y el descorchar del burdeos.

No hace falta aclarar que Alfred Gilbey era tan aficionado a la caza del zorro como al burdeos, y esto último era muy propio de un hombre nacido en una familia de vinateros. Pero añadía que el papel del vino en el simposio de los griegos, como el in vino veritas de los romanos, era tan importante como el vino en la Pascua judía, y de una manera distinta, sin la Presencia Real, como el vino del Cristianismo. A fin de cuentas, sin vino no hay civilización digna de ese nombre. Por eso Roger Scruton titula su reciente libro Bebo, luego existo, en una pirueta alusiva al Pienso, luego existo de Descartes.

En realidad no está Scruton en mala compañía para defender su opinión, pues además de tener como aliado a Monseñor Gilbey tiene al Santo Rey David. En su salmo 104, versículo 15, adora y da gracias a Dios por:

“… el vino que alegra el corazón del hombre,
y el aceite que hace lucir el rostro,
y el pan que fortalece el corazón del hombre.”

También estoy yo en la mejor compañía al preparar estas palabras en mi despacho, presidido por una acuarela de William Hutton Riddell. Representa un papel clavado en una pared encalada, y el papel lleva escrito el salmo antes citado. Debajo, en fiel ilustración de las divinas y regias palabras, aparecen una botella, un catavino lleno de oloroso, un vasito con aceitunas aliñadas y un cabero de pan oscuro como el que se comía en casa en Arcos, donde tío Bill pintó esta alegoría de la felicidad, bíblica y actual.

Pero no sólo se añoran desde lejos los sabores y olores de la infancia, sino las palabras. En eso Madrid era tan ajeno al mundo en el que nací que resulta difícil comprenderlo ahora que la televisión ha ido achatando las diferencias de vocabulario y de acento. Pero entonces todavía muchos andaluces decían albéitar por veterinario, alcancía y no hucha, de balde y no gratis, chascarrillo por chiste o corto de genio en lugar de tímido.

Como dijo mi exacto contemporáneo y autoridad en la materia, al llegar hace 63 años al colegio en Madrid viniendo de la Baja Andalucía, “resultaba desconcertante oír a los chicos (en mi tierra tan sólo había niños burgueses, zagales campesinos y chaveas una pizca golfos) burlarse de mis modestos bolindres (canicas), poninas (peonzas) y guitas (bramantes). Lo más importante era no decir portañuela, sino bragueta… Pronto comprendí también que un guijarro podía hacer tanto daño como un chino, y una mentira doler tanto como un embuste. Tampoco tardé en percatarme de que aunque más elegante era muy parecido tener una deuda en Madrid y una trampa en Andalucía, o hacer una trampa aquí y hacer una fullería allí. Pero todavía hoy sigo sin saber a ciencia cierta si un suponer (equivale a por ejemplo o verbigracia) es un vulgarismo vitando o una expresión clásica. Y aún recuerdo mi angustia cuando, con los nervios de un examen de oposiciones, miraba fijamente la palabra francesa petit pois (guisante) sin acertar a traducirla más que por el chícharo duro y andaluz”. Sólo puedo añadir a esta elegía por el habla perdida, con tanta brillantez escrita por mi alter ego, algo en lo que él no cayó cuando escribió eso: chícharo quiere decir guisante en Jerez, pero 90 kilómetros hacia el Norte, en Sevilla, quiere decir judía blanca pequeña. Y en otros lugares de Andalucía quiere decir garbanzo. Por cierto que los andaluces que así lo llaman son más fieles a Roma que nosotros: Cicerón se llamaba así porque algún antepasado suyo tenía una verruga en la nariz que parecía un garbanzo, cicer en latín. Hablando de nostalgia, quizá en Roma se hacía extensiva a los defectos de sus mayores.

Pero el asunto de las añoranzas verbales, del poder evocador y no sólo definitorio de las palabras, conviene verlo atendiendo tanto al espacio como al tiempo. En lo tocante a esto último, el tiempo, si se estudian las palabras sin demasiados prejuicios, suele uno llevarse una sorpresa que resumió mejor que nadie William Faulkner en su Requiem por una monja

“El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”.

La primera consecuencia de esta inquietante verdad es que resulta imposible, por completo imposible, inventar una palabra. Incluso en el ámbito de las ciencias, donde nacen tantos nuevos vocablos, es fácil comprobar que los neologismos con más vocación de novedad lo más que consiguen en su intento de alejarse del pasado, en sus ansias de Insobornable Contemporaneidad, es fabricar una palabra con siglas, para luego olvidar que cada letra responde a una palabra con existencia propia y previa. Por ejemplo, olvidamos que radar es acrónimo de radio detection and ranging, o sea, detección y medición de distancias por radio. Igual que no pensamos que Cune viene de Compañía Vinícola del Norte de España, o sea de cuatro palabras de rancio abolengo, tres indoeuropeas y una probablemente fenicia. O más presente aún en los medios informativos está la ONU, que quiere decir Organización de las Naciones Unidas, cosa que olvidamos, quizá porque suelen estar desunidas. El otro recurso creativo que hace pensar que se ha inventado una palabra es la onomatopeya, reproducir con letras un sonido natural o mecánico. Por ejemplo, sin ir más lejos, el crotoreo de las cigüeñas en los campanarios de Jerez o el cacareo de los gallos en las campiñas de su alfoz. Ahora bien, eso, la onomatopeya, nunca es un invento, es un hallazgo y una copia de algo oído desde los albores del mundo, desde ese pasado que una vez más demuestra no estar muerto, ni siquiera pasado.

Pero, además, cualquier palabra de las que usamos a diario suele ser muchísimo más antigua de lo que imaginamos. La misma bodega viene del griego apotheke, como su prima hermana botica, así es que ronda los tres milenios de historia (y permite la mentira piadosa en casa, “voy un momento a la botica” para alargarse a la bodega y tomar unas copas). Consuela pensar que el auge del bar, a costa de la taberna, tampoco es una victoria aplastante de la modernidad, ya que ambas palabras vienen del latín y también miden su edad en milenios, aunque bar haya pasado por el inglés y taberna no. Alegra mucho también ver el renacimiento del tabanco, que surgió en la Edad Media procediendo del latín taberna, más el sufijo despectivo correspondiente a su modesta condición. Es otra de las palabras que siempre oí en Jerez y que me sorprendió no oír en Madrid.

Entristece pensar que a punto estuvimos, pero nos salvó el misericordioso dios Baco, de conceder el monopolio de las bebidas a un establecimiento de nombre impronunciable para labios españoles como es el pub. Impronunciable y a menudo pronunciado puf, palabra que en inglés, escrita poof, no se suele usar en compañía educada como son ustedes. Aparte de que el pub viene de public house, es decir un establecimiento abierto al público, y público viene del populus romano, así es que en rigor un pub es una Casa del Pueblo.

El caso es que, volviendo al vocabulario específico de Jerez y del jerez, es muy aconsejable –por lo gustoso del ejercicio– hojear los libros sobre el jerez que disponen de un glosario, e ir escogiendo algunas de las palabras que nos atraen por su sonoridad, capacidad de evocación o extraña rareza. Pero después es necesario proceder a otro ejercicio menos placentero y es preguntar a algún entendido cuáles de los términos que siempre nos gustaron o que acabamos de descubrir están en uso y cuáles descansan en el panteón de raros y curiosos. Algunos de los más atractivos han desaparecido, empezando por el muy importante vocablo de escritorio, con sus ecos del scriptorium de los monasterios medievales donde los monjes salvaron la cultura occidental copiando manuscritos. Ahora en las bodegas ya no hay escritorios sino oficinas. No estoy seguro de que el trabajadero para construir, reparar o preparar las botas exista ya en muchos sitios, aunque sí se sigue haciendo el vino con el nombre recio y crudo de Sangre y Trabajadero, en la bodega Gutiérrez Colosía, del Puerto. Pero por fortuna subsisten muchos otros de los nombres y expresiones de gran antigüedad y belleza literaria, ya recogidos en libros precursores como Jerez-Xerez “Scheris”, de Manuel Mª González Gordon o el Diccionario del vino de Jerez, de Julián Pemartín, o el Sherry de Julian Jeffs, y también en otros más recientes como la Terminología Vinícola Jerezana en Inglés, de Carmen Noya Gallardo y El jerez y sus misterios, cata y degustación, de nuestro docto anfitrión Beltrán Domecq y Williams, que por cierto acaba de volver a ser padre del libro en su traducción inglesa.

A él precisamente acudí para preguntarle cuáles eran sus favoritos en el glosario que incluye en su propio libro, y cuáles de ellos subsistían. He aquí algunos de los términos que más eco despiertan en nuestra mente y en nuestro paladar:

            Un vino está triste cuando se ve turbio.
            Y tiene nube cuando le pasa eso, que se le ve una nube en la copa.
            Un vino está a rompecopas de puro limpio. 
            Un fino está desmayado cuando tiene crianza en flor excesiva que provoca cierto olor avinagrado.
            Hay que abrigar este vino es que es menester reforzar el contenido de alcohol.
        
         Me aclaró nuestro presidente que todos esos términos seguían en vigor pues él se ocupaba de usarlos en las catas. De nuevo da la razón al filósofo Scruton y a Monseñor Gilbey: Cultura y Vinicultura son complementarias y casi sinónimas.

A veces, en cambio, las palabras muy hermosas o sugerentes terminan cansando con sus encantos, igual que algunas personas. Bienteveo es una. Todos los poetas nacidos en Andalucía durante los dos últimos siglos han sucumbido ante el universo poético evocado por ese sombrajo en zancos que monta guardia en las viñas para que no roben la uva. Por desgracia, si bien subsiste el bienteveo como metáfora poética, amorosa o metafísica, la cosa ha desaparecido, me aseguran. Será que ya nadie roba uvas.

Por el contrario, hay palabras misteriosas que han tenido menos suerte. Escojo al azar en el Diccionario de Julián Pemartín:

Hijos de la cuchilla. Se dan entre sí este nombre los que siendo toneleros pertenecen a las familias que tradicionalmente vienen ejerciendo este oficio”. “En el oficio de tonelero hay dos clases igualmente prestigiosas: el tonelero de viejo y el tonelero de nuevo”. Hoy, los Hijos de la cuchilla nos suenan a sociedad secreta e inquietante, pero más distinguida que la Camorra o la 'Ndrangheta.

Pero la mejor imagen literaria de Julián Pemartín –a quien siempre llamé tío Julián– es aquello de que “una media botella ha de durar lo mismo que la lidia de un toro: veinte minutos”. Hermoso símil, muy propio del escritor a quien Eugenio d´Ors llamó “un ciprés poblado de pájaros cantores”. Pienso a menudo en él, y no tan sólo por su buen hacer literario y su buen olfato para el jerez sino porque fue uno de mis dos maestros en el ajedrez. El otro lo compartí con Beltrán Domecq en La Barrosa, se llamaba Mr. Blake, era preceptor de mis primos y había sido oficial británico en la campaña de Mesopotamia, que no fue precisamente una jira campestre. Tampoco lo fue otra guerra para Julián Pemartín. Quizá por eso la guerra que se libra en un tablero de ajedrez quedó teñida para mí de tonos sombríos, y nunca he vuelto a jugar.

Mirando el mundo del jerez y de Jerez con cierta distancia histórica, llama la atención el fondo conservador de la actividad vinatera –que también es así en Burdeos o en Oporto– y cómo se combina en ciertos ámbitos con un espíritu innovador. El lado conservador predomina, como hemos visto, en el habla de cuantos trabajan para conseguir vinos perfectos, cada cual en su tipo, desde los viñadores hasta los catadores. Pero ese instinto conservador, propio de quienes tienen oficios que nacieron milenios atrás, se complementa con el gusto por la innovación científica. Éste permite conocer los riesgos y posibilidades de la crianza del vino, las plagas terribles que estuvieron a punto de acabar con las viñas de toda Europa, como la filoxera, y hace que los laboratorios de las bodegas estén siempre abiertos a estudiar las novedades buenas o malas que puedan producirse.

De hecho, diríase que la evolución de la vitivinicultura en Jerez y en otros lugares ha sido una perpetua adaptación del Evangelio según San Mateo, aplicándolo de una manera muy atrevida. En lugar de echar el vino nuevo en odres nuevos, consigue echar el vino viejo en odres nuevos, con lo cual ni se rompen los odres ni se pierden las virtudes de un vino criado para envejecer con gloriosa plenitud. El gusto por la innovación se concentra en los odres procurando que el vino siga siendo precisamente como Dios manda en los Salmos de David. Hoy en día llamaríamos a esa combinación “búsqueda de la calidad” o incluso “búsqueda de la excelencia”. Antes se hubiera dicho que había que procurar tener siempre lo mejor. Jerez de la Frontera siempre aspiró a la calidad en todo, en lo tradicional como en lo técnico moderno, y tanto en el vino como en la apertura al ancho mundo de las ingenierías y de la construcción. Eiffel, el constructor de la torre que simboliza París, hizo una bodega en Jerez, la Concha, por encargo de González Byass. Louis Blériot, el precursor francés de la aeronáutica moderna, estuvo en Jerez hace cien años; creo recordar por lo que contaba mi abuela  –que se apuntó enseguida a dar una vuelta en el avión– que aterrizó en los Llanos de Caulina. Cuando un próspero empresario jerezano como era Don José Pemartín y Laborde edificó la espléndida casa que se llamó el Recreo de las Cadenas, la encargó a uno de los mejores y más modernos arquitectos franceses de la época, Joseph Samuel Revel. Y cuando se construyó la estación de ferrocarril en Jerez, hizo los planos Aníbal González, el autor de la Plaza de España de Sevilla. Más revelador aún, Jerez tuvo servicio telefónico automático antes que París. Y me consta que medio siglo después, en 1975, más de una capital moderna como Copenhague –donde estuve destinado por aquel entonces– seguía dependiendo de telefonistas cuando en este Jerez de nuestros amores casi nadie había conocido más que el marcar automático.

Cabe, pues, afirmar que en el mundo del vino la imagen de calidad es producto de la suma de tres valores, hasta cierto punto intangibles pero siempre efectivos: el instinto conservador, la capacidad de innovación y la buena reputación. En el jerez, cuando falló alguno de estos factores, hubo graves problemas. Piénsese en el declive relativo de la exportación del jerez a finales del siglo XIX y principios del XX. Coincidieron varias circunstancias, algunas de ellas olvidadas ya. Por ejemplo algo que quizá ahora parezca absurdo pero que no lo fue en su momento. Cuando la Reina Victoria de Inglaterra murió en 1901, su hijo Eduardo VII mandó vender el vino que sobraba en las bodegas de Palacio, entre otras cosas sesenta mil botellas de jerez. Se habían acumulado por un error de la intendencia palaciega, que todos los años hacía compras de vino en cantidades habituales cuando todavía vivía el Príncipe Consorte, siendo así que al enviudar, la Reina Victoria empezó a dar menos recepciones. Julian Jeffs, gran cronista de nuestros vinos y exportaciones, añade que algunos periodistas ingleses malintencionados sugirieron que quizá las ventas del jerez de Palacio se debieron al estado del hígado de Su Majestad Británica, que nunca había sido abstemio. Pero el caso es que la noticia de las ventas en subasta provocaron la sospecha de que el jerez estaba pasado de moda en Inglaterra, cosa que en parte era cierta: los jóvenes bebían poco jerez.

Pero lo más grave fue que un químico inglés hizo un experimento para depurar el jerez antes de embotellarlo en Inglaterra, y salió mal. Y más grave aún fue el hecho indudable de que por aquellas fechas se exportaron vinos de calidad inferior a la habitual. La verdad es que cada vez que se ha relajado la exigencia de calidad en el vino de jerez, como en cualquier otro producto que esencialmente sea de lujo, el efecto ha sido lamentable. A eso se añade un hecho económico ineludible que me dio muchos quebraderos de cabeza en Londres, sobre todo aplicado a las exportaciones de vinos de mesa españoles y a los viajes de turistas por touroperadores: España no puede competir ya en los mercados internacionales más que en calidad, no en baratura de sus productos. Por mucho que reduzcamos el precio de una botella de vino, los búlgaros podrán venderla más barata. Sus costes, empezando por los salarios, son mucho más bajos que los costes en España. Igual pasa con el turismo de masas.

Volviendo a la crisis de hace cien años en la exportación del jerez, el caso es que pese a todo se salió del atolladero en el mercado británico, que era con gran diferencia el principal. Después de la Primera Guerra Mundial, factor también muy dañino en nuestras exportaciones, se recuperaron las ventas. Tuvieron éxito las campañas para subrayar la calidad genérica del jerez, acudiendo a curiosas iniciativas como inventar los sherry parties, cosa que hizo Carl Williams como respuesta a los nuevos cocktail parties o, como hizo su hijo Charlie Williams en el Garrick Club, convenciendo a algunos escritores de teatro para que mencionasen el jerez en sus obras, y no sólo como símbolo de respetables y aburridas viudas, sino como nueva moda de los jóvenes elegantes. No digo que haya remedios mágicos, pero sí que el público se ilusiona con una imagen de calidad bien presentada y sobre todo que responda a una realidad material. Las modas existen, pero hasta ahora el vino de jerez ha sabido sobrevivir a los caprichos.

A tal fin, no es mal consejo práctico el evangélico, aunque con un excusable retoque de embalaje: colocar el vino viejo en odres nuevos. Así seguiremos teniendo al Rey David de nuestro lado, pues “el vino que alegra el corazón del hombre” –o sea, del varón y de la mujer– es, por excelencia, el jerez. 


(Texto de una conferencia que dí en la Cátedra del Vino, del Consejo Regulador de la Denominación de Origen del Jerez, el 11 de Septiembre de 2013)

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Botones de muestra (III): El jerez y sus misterios.