Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: julio 2013

viernes, 26 de julio de 2013

Botones de muestra (XIV)


Quién supiese dar coba a las señoras en octosílabos, así: “Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida Reina…”. Claro que pocos pueden medirse con don Antonio de Nebrija. Como mucho algunos nos atrevemos a escrutar con lupa admirativa y desconfiada sus palabras dirigidas a Isabel la Católica en el prólogo de su Gramática. Llevo años haciéndolo, siempre creciendo en admiración y en desconfianza hacia el humanista andaluz que de pura habilidad en la alabanza escribió que se había casado pues "Quiso la fatalidad que la incontinencia me precipitase en el matrimonio".


Mi última incursión en un terreno que no es el mío –pero, ¿cuál sería el mío?– aparece recogida en un ensayo, con el título de El avestruz, tótem utópico, impreso en diciembre pasado. Como vuestro entusiasmo, queridos lectores, ha sido francamente descriptible, agradezco de corazón a mi amigo Joaquín Torrente García de la Mata este comentario sobre mi discrepancia con la tesis de Nebrija acerca de su convicción, más o menos sincera pero que nunca deja de deslumbrar, “que siempre la lengua fue compañera del imperio. Y de tal manera lo siguió, que juntamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos”.


CUANDO BIEN CONMIGO PIENSO
Por Joaquín Torrente García de la Mata

          ¿Fue siempre la lengua compañera del imperio? En el prefacio a la obra colectiva “El peso de la lengua española en el mundo”, publicada en 1997 bajo la dirección del Marqués de Tamarón, se preguntaba el autor, a la sazón director del Instituto Cervantes, sobre el significado y veracidad de este aserto. ¿Describía Nebrija una realidad histórica, trazaba un programa político para la reina castellana, empleaba una audaz licencia retórica para atrapar la atención de su ilustre lectora? No es cuestión de reproducir aquel penetrante ensayo de Tamarón; simplemente reconoceremos con su autor que la historia se empeña en contradecir una vez y otra a nuestro primer gramático. El principio de las nacionalidades, acuñado en el siglo XIX y puesto en práctica tras la paz de Versalles con desalentadores resultados ha deformado hasta tal punto nuestra visión del pasado que no nos sobresaltamos, como debieron hacerlo los ciudadanos del comienzo de la edad moderna, ante tan descarado sofisma.

          Pero si es discutible que la lengua haya sido siempre compañera del imperio, podría parecer más cierto que al imperio –en el sentido de mando o poder político- le ha convenido apoyarse en la fuerza que proporciona la lengua. ¿Fue así siempre? No, ciertamente, cuando Nebrija escribió su gramática, ni en los años en que en Nápoles reinó una dinastía aragonesa, ni durante la conquista española de América, donde -señala Tamarón- la homogeneidad lingüística fue obra de los criollos tras la independencia, y ni siquiera en el Canadá bajo un rey tan celoso de su autoridad como Luis XIV. Tampoco en sus dominios europeos; los monarcas de aquel tiempo, cuando adquirían un territorio, lejos de implantar en él sus instituciones, normas y ordenanzas se sustituían a los anteriores soberanos y respetaban las leyes y costumbres que encontraban. Aquellos monarcas del antiguo régimen no tenían asesores de imagen ni jefes de gabinete, pero se apoyaban en funcionarios inteligentes y pragmáticos como pudiera serlo un Honoré Courtin, intendente de Amiens, quien no se cansaba de repetir a Colbert en sus despachos que la felicidad de los súbditos es la mejor propaganda para el monarca: “conservez leurs privilèges, les bien traiter, leur faire tant de grâces qu’ils soient plus heureux sous sa domination qu’ils n’étaient sous celle de leurs maîtres d’autrefois”.

          Más de quince años después ha vuelto Tamarón sobre tan palpitante asunto con nuevas miras, y no dentro de un contexto científico y erudito, sino en un provocador ensayo referido al utopismo lingüístico característico de la modernidad. “Constituye un ejercicio esclarecedor cotejar casos de separación entre lengua e imperio”, afirma, e ilustra esta afirmación con notables e irrefutables ejemplos. Añadiremos alguno más: Cavour, artífice de la primera etapa de la unificación italiana, se expresaba habitualmente en francés y en el dialecto piamontés y murió pensando que al sur de Roma se hablaba una suerte de lengua arábiga. Según la Marquesa Costanza Arconati, cuando Cavour hablaba italiano sonaba “impacciato” –patoso, torpe-, como si estuviese traduciendo su pensamiento a un idioma extraño. Y esta marquesa explicaba al inquisitivo abogado inglés Nassau William Senior que “(en el Piamonte) nuestras tres lenguas nativas son el francés, el piamontés y el genovés. De las tres solo el francés es inteligible por todos. Un discurso en genovés o piamontés sería incomprensible para dos tercios de la asamblea. Excepto los saboyanos, que generalmente hablan en francés, los diputados hablan todos en italiano, pero para ellos es una lengua muerta en la que no están acostumbrados a conversar. Nunca la usan con esprit ni con fluidez. Cavour lo habla bien pero te das cuenta de que traduce, como Azeglio, como todos los diputados, salvo cuando aparece algún abogado habituado a dirigirse a los tribunales en italiano”.

          La Marquesa Arconati se sorprendería hoy de ver que el italiano, esa lengua muerta en la que Manzoni escribió en 1827 “I promessi sposi” como modelo de prosa canónica para la hermosa tierra wo die zitronen blühen, es hoy una lengua viva en la que negocian, trafican, se cortejan, se injurian o litigan ciudadanos de Turin con otros de Cagliari, Trieste, Siena o Palermo como si llevaran haciéndolo mil años. Y más todavía si supiera que ese milagro lingüístico se apoya en tres obras literarias: los citados “Novios” de Manzoni; el “Pinocchio” de Carlo Collodi y el lacrimógeno “Cuore” de Edmondo de Amicis, que leyeron y aprendieron de memoria todos los niños italianos escolarizados tras la unificación. La radio, la televisión, la alfabetización, la conscripción obligatoria no fueron ajenos al proceso, pero el éxito natural, casi diríamos espontáneo, de la experiencia es innegable. En una península en la que, al tiempo de la unificación, sólo un ciudadano italiano entre cuarenta hablaba el toscano, resulta milagroso que ese idioma sea hoy uno de los escasos factores de cohesión de nación tan heterogénea y diversa, que haya crecido y desarrollado como propio en regiones absolutamente dispares y que haya logrado como por encaje natural su coexistencia armónica con el uso cotidiano y familiar de cada dialecto local.

          ¿Qué se desprende de todo esto? Dice Tamarón que Nebrija nunca habría escrito el legendario –en sentido estricto- letrero que al parecer rezaba “si eres español, habla la lengua del imperio”. No importa que no haya testimonios gráficos de ese mandato; se dictaron órdenes parecidas en Francia y también en Italia en los territorios adquiridos tras la primera gran guerra. Eran otros tiempos y ya no se fiaba la unidad lingüística a un inofensivo muñeco de madera;  cuando se prohibió a los ciudadanos de Dignano  hablar y cantar en lengua eslava, una torva nota a pie de proclama advertía: “noi, squadristi, con metodi persuasivi faremo rispettare il presente ordine”. Ferocidad inútil:  Dignano –ahora Vodnjan- ya no es una ciudad italiana y en ella apenas se habla la bella lingua desde que sus habitantes emigraron en masa al entrar en 1945 las tropas de Tito.


          En definitiva, Nebrija nunca se habría molestado en adorar el avestruz, ídolo utópico por excelencia, remedando su postura. El Marqués de Tamarón, en este luminoso trabajo, se propone rescatar al lector contemporáneo de tan extendida tentación y con brillante estilo, perspicaz análisis y erudición de primera mano le invita también a desenterrar la cabeza del suelo,  renunciar al gusto por lo quimérico y hacer frente, con escepticismo y espíritu crítico, a la modernidad y los ridículos tópicos en que se sustenta.

Joaquín Torrente García de la Mata
San Sebastián, 18 de julio de 2013


El avestruz, tótem utópico
Por el Marqués de Tamarón
Editorial Encuentro
Madrid, 2012

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viernes, 19 de julio de 2013

Lepanto y sus milagros

La Batalla de Lepanto, por Paolo Veronese
© Academia de Venecia y Wikimedia Commons

A veces los descubrimientos llegan tarde. Mi descubrimiento -mínimo pero no deleznable- de una curiosa librería de segunda mano en Londres es una de esas ocasiones poco aprovechadas. Estaba en King's Road, ya lejos del centro pero alcanzable en un paseo grato desde Belgrave Square, muy apropiado para un sábado por la tarde. Fui varias veces, hasta que pocas semanas después terminó mi misión en el Reino Unido. No he vuelto desde hace nueve años. Pero he pensado en aquel curioso lugar donde abundaban los clásicos griegos y latinos, los libros de Historia, de Filosofía y de Filología. Por fin, años después, viviendo ya en Madrid, deduje que se trataba de una librería de lance donde iban a parar las bibliotecas personales de clérigos católicos o anglicanos sin herederos o con herederos poco bibliófilos.

Tal deducción detectivesca se le hubiera ocurrido antes a Monseñor Knox, sacerdote católico romano pero antes anglicano y siempre devoto de las novelas de Sherlock Holmes. Yo tardé algo más pero al final la revelación vino de la mano de otro converso llamado G.K. Chesterton, cuyos Collected Poems encontré, con el ex libris de un clérigo muy singular, Peter Bide, y la firma de otro insólito clérigo, J. B. L. Jellicoe.

El primer dueño de este libro, el reverendo John Basil Lee Jellicoe, sobrino del Almirante de la Royal Navy Lord Jellicoe, educado en Harrow, voluntario durante la Primera Guerra Mundial en la marina británica, ordenado sacerdote anglicano y, a juzgar por su atuendo clerical –birrete, sotana y esclavina– y por su habitual tratamiento de Father Jellicoe, a todas luces miembro de la High Church, hizo en sus 37 años de vida no sólo lo arriba reseñado, sino de manera notable una obra hercúlea (literalmente) de limpieza física y moral de uno de los peores suburbios de Londres, en Saint Pancras. Para eso no dudó incluso en regentar un pub donde se vendía cerveza pero no alcoholes destilados.

El segundo dueño de estos Collected Poems de G.K. Chesterton fue otro clérigo anglicano todavía más inusual. El reverendo Peter Bide fue brevemente comunista en su primera juventud, luego se alistó en la Infantería de Marina durante la Segunda Guerra Mundial, y llegó a ser Comandante, luego lo reclutó el MI6 (servicios secretos), después fue diplomático y de pronto anunció que deseaba ser ordenado sacerdote. La concidencia más curiosa es que Peter Bide, que se había hecho amigo de C.S. Lewis, el novelista y pensador, cuando era estudiante en Oxford, volvió a coincidir con él siendo párroco en Sussex, no lejos de Oxford. Entonces C.S. Lewis vivía con Joy Davidman, la poetisa americana, y se había casado civilmente con ella, pero no había podido casarse religiosamente por ser ella divorciada y el obispo anglicano de Oxford más estricto que muchos obispos católicos. Bide los casó, ya que dependía de otra diócesis, y la cólera del obispo oxoniense fue terrible. El caso es que la nueva Mrs Lewis mejoró extraordinariamente de su enfermedad. Aunque luego tuvo una recaída y murió, la pareja disfrutó de tres años de felicidad. No sé si este episodio aparece en la película muy popular de hace unos años, Shadowlands (Tierra de penumbra). Pero sin duda se trata de algo tan inesperado como conmovedor para cuantos conocían a C.S. Lewis, como J.R.R. Tolkien y otros escritores católicos ingleses, muy influidos por Chesterton, que había muerto unos años antes. Por eso no es de extrañar que el reverendo Bide tuviese entre sus libros este de Chesterton, quizá regalo del reverendo Jellicoe o comprado a la muerte de éste.


Al volver a España me llevé los poemas de Chesterton al campo, pero no los leí o releí hasta que un buen día Fernando Ortiz me habló de la traducción que de Lepanto había hecho su hija Regla Ortiz. Leí ambas versiones con atención y me fascinó la dificultad del empeño de cualquier traducción y de ese largo, hermoso y difícil poema en particular. Seguí después con la pasión de un aficionado la continuada labor de dos grandes profesionales, padre e hija. Seguro que en ese mundo universitario inglés de los primeros decenios del siglo XX cualquier sucesión de coincidencias, de esfuerzos y de logros hubiese parecido natural. Creo recordar que el propio Chesterton dijo que lo más extraordinario de los milagros es que ocurrían a menudo, aunque los mortales no solemos verlos. Toda traducción es un milagro, y quizá esta sea otro de los frutos del gran milagro de Lepanto. 

Ahí va, con su introducción propia y esclarecedora de Fernando Ortiz, tal como aparecieron ambos textos en el Nº 143 de la Nueva Revista de Junio de 2013, y en la página Fernando Ortiz: Apuntes y Reflexiones:



TRADUCIR POESÍA, UNA TAREA CASI IMPOSIBLE

Por Fernando Ortiz

Dice Philip Silver, en su ensayo Cernuda, poeta ontológico, “que esta poesía [la de Cernuda] abre un surco profundo en nuestra alma, nos amenaza con tan honda melancolía, porque nos dice dos cosas contradictorias a la vez. Con el tono de voz nos habla de la división radical del Ser, pero con parte de su temática trata constantemente de salvar esta división”. Se refiere, pues, Silver, a un “tono de voz”. La poesía es un hecho del habla. Se puede decir un insulto por la forma de decirlo, pero con una expresión que, literalmente traducida, sería perfectamente educada. O viceversa. La poesía es un hecho del habla en la que el significante es indisoluble del significado, según Jakobson. No se puede traducir el qué sin traducir también el cómo, o seremos infieles a las palabras del poeta. Ese cómo, en otro idioma, hay que crearlo con los elementos propios de la lengua a la que trasladamos un poema. La versificación inglesa muy poco tiene que ver con la española, pero cuando yo traduje con mi hija Regla Old Possum´s  Book of Practical Cats, me quedó claro que los metros habían de ser ágiles y breves, propios de canciones infantiles, y que había que rimar en asonante todos los poemas. Había, también, que traducir algo muy difícil: el humor inglés. Lo solucioné con un trabajo de marquetería en la métrica española en la que usé prácticamente todos los metros españoles breves –el libro de Eliot es muy rico en metros también en inglés- y no quedé del todo insatisfecho del resultado.

Cuando traduje algunos poemas del italiano Mario Luzi al español, por la cercanía de las dos lenguas, el intento era bien diferente por mi parte. Consistía en conservar el “tono Luzi” –se trataba de endecasílabos blancos- en endecasílabos blancos españoles. La traducción era casi literal. Pero, a veces, me encontraba con una frase hecha italiana cuyo sentido lo daba otra frase hecha española. Y estas dos frases hechas, de idéntico sentido, estaban construidas con muy diferentes palabras.

Ezra Pound en su ABC of Reading nos dice que un poema está compuesto de logopoeia, fanopoeia y melopoeia. En cuanto a la logopoeia, los vocablos y sus connotaciones, chispazos verbales provocados por la intimidad del verso, se pierden necesariamente en la mejor versión. En lo referente a la fanopoeia,las imágenes, son parcialmente traducibles. Por ejemplo, el color fúnebre en unas culturas es el negro y en otras el blanco. La melopoeia, la música es, según él, intraducible. Hay que buscar un equivalente melódico propio del poema en la lengua en la que vayamos a hacer la versión. Lo que nunca puede hacerse es traducir un poema sin música. Porque la lírica nace con la lira y morirá el día que pierda su sentido musical.

Traducir pasablemente un poema es tarea dificilísima. Lo prueba el hecho de que en cualquier lengua es mayor el número de grandes poetas –con ser éste escasísimo- que el de grandes traductores de poesía. Pero no imposible. Leopoldo Panero tradujo del inglés impecablemente algunos sonetos ( y los tradujo en sonetos españoles) de Wordsworth, Shelley y Keats, y algún poema de Eliot, entre otros. Fray Luis de León nos dio una magnífica versión en endecasílabos castellanos del Libro de Job, vertida directamente del hebreo, y tradujo el Cantar de los Cantares, de Salomón, entre otras perlas.

Según mi propia experiencia, para traducir un poema hay que tener, además de saber lo que dice en la lengua original, una paciencia de chino, un exhaustivo conocimiento del oficio poético en la lengua a la que uno está traduciendo y capacidad creadora de poeta en la propia lengua, así como empatía con el poema que se está traduciendo. En el caso de que a uno le salga muy bien (hace poco tiempo traduje con mi hija, conservando significado casi literal y muchas de sus peculiaridades originales Lepanto de Chesterton) , la sensación es cuando menos agridulce. Pues uno es consciente de lo mucho que ha tenido que sacrificar del original. Lepanto, además, había sido traducido excelentemente, al menos que yo sepa, por buenos conocedores de la lengua inglesa. Uno fue Borges (que publicó su traducción en 1937) y también lo tradujeron conjuntamente, hace escasos años, los poetas Luis Alberto de Cuenca y Julio Martínez Mesanza. No pretendo mejorar esas traducciones, sino convertir en versos españoles esos versos que habían sido traducidos con precisión pero, a mi entender, sin música. Para ello –pues se trataba de un  poema épico- he escogido el octosílabo castellano, el verso del Cantar de Mio Cid y he procurado rimar esos versos, a la vez que trataba de ser también fiel al original. Reproducir Lepanto de Chesterton en música castellana. Aquí está el resultado.  

Fernando Ortiz





LEPANTO, de G. K. CHESTERTON



                                                    Traducción de Regla y Fernando Ortiz    





LEPANTO

WHITE founts falling in the courts of the sun,
And the Soldan of Byzantium is smiling as they run;
There is laughter like the fountains in that face of all men feared,
It stirs the forest darkness, the darkness of his beard,
It curls the blood-red crescent, the crescent of his lips,
For the inmost sea of all the earth is shaken with his ships.
They have dared the white republics up the capes of Italy,
They have dashed the Adriatic round the Lion of the Sea,
And the Pope has cast his arms abroad for agony and loss,
And called the kings of Christendom for swords about the Cross,
The cold queen of England is looking in the glass;
The shadow of the Valois is yawning at the Mass;
From evening isles fantastical rings faint the Spanish gun,
And the Lord upon the Golden Horn is laughing in the sun.

Dim drums throbbing, in the hills half heard,
Where only on a nameless throne a crownless prince has stirred,
Where, risen from a doubtful seat and half attained stall,
The last knight of Europe takes weapons from the wall,
The last lingering troubadour to whom the bird has sung,
That once went singing southward when all the world was young,
In that enormous silence, tiny and unafraid,
Comes up along a winding road the noise of the Crusade.
Strong gongs groaning as the guns boom far,
Don John of Austria is going to the war,
Stiff flags straining in the night-blasts cold
In the gloom black-purple, in the glint old-gold,
Torchlight crimson on the copper kettle-drums,
Then the tuckets, then the trumpets, then the cannon, and he comes.
Don John laughing in the brave beard curled,
Spurning of his stirrups like the thrones of all the world,
Holding his head up for a flag of all the free.
Love-light of Spain –hurrah!
Death-light of Africa!
Don John of Austria
Is riding to the sea.

Mahound is in his paradise above the evening star,
(Don John of Austria is going to the war.)
He moves a mighty turban on the timeless houri’s knees,
His turban that is woven of the sunset and the seas.
He shakes the peacock gardens as he rises from his ease,
And he strides among the tree-tops and is taller than the trees,
And his voice through all the garden is a thunder sent to bring,
Black Azrael and Ariel and Ammon on the wing.
Giants and the Genii,
Multiplex of wing and eye,
Whose strong obedience broke the sky
When Solomon was king.

They rush in red and purple from the red clouds of the morn,
From temples where the yellow gods shut up their eyes in scorn;
They rise in green robes roaring from the green hells of the sea
Where fallen skies and evil hues and eyeless creatures be;
On them the sea-valves cluster and the grey sea-forests curl,
Splashed with a splendid sickness, the sickness of the pearl;
They swell in sapphire smoke out of the blue cracks of the ground,–
They gather and they wonder and give worship to Mahound.
And he saith, “Break up the mountains where the hermit-folk can hide,
And sift the red and silver sands lest bone of saint abide,
And chase the Giaours flying night and day, not giving rest,
For that which was our trouble comes again out of the west.
We have set the seal of Solomon on all things under sun,
Of knowledge and of sorrow and endurance of things done,
But a noise is in the mountains, in the mountains, and I know
The voice that shook our palaces – four hundred years ago:
It is he that saith not “Kismet”; it is he that knows not Fate;
It is Richard, it is Raymond, it is Godfrey in the gate!
It is he whose loss is laughter when he counts the wager worth,
Put down your feet upon him, that our peace be on the earth.”
For he heard drums groaning and he heard guns jar,
(Don John of Austria is going to the war.)
Sudden and still –hurrah!
Bolt from Iberia!
Don John of Austria
Is gone by Alcalar.

St. Michael`s on this mountain in the sea-roads of the north
(Don John of Austria is girt and going forth.)
Where the grey seas glitter and the sharp tides shift
And the sea folk labour and the red sails lift.
He shakes his lance of iron and he claps his wings of stone;
The noise is gone through Normandy ; the noise is gone alone ;
The North is full of tangled things and texts and aching eyes
And dead is all the innocence of anger and surprise,
And Christian killeth Christian in a narrow dusty room,
And Christian dreadeth Christ that hath a newer face of doom.
And Christian hateth Mary that God kissed in Galilee.
But Don John of Austria is riding to the sea.
Don John calling through the blast and the eclipse
Crying with the trumpet, with the trumpet of his lips,
Trumpet that sayeth ha!
    Domino Gloria!
Don John of Austria
Is shouting to the ships.

King Philip’s in his closet with the Fleece about his neck
(Don John of Austria is armed upon the deck.)
The walls are hung with velvet that is black and soft as sin,
And little dwarfs creep out of it and little dwarfs creep in.
He holds a crystal phial that has colours like the moon,
He touches, and it tingles, and he trembles very soon,
And his face is a as fungus of a leprous white and grey
Like plants in the high houses that are shuttered from the day.
And death is in the phial, and the end of noble work,
But Don John of Austria has fired upon de Turk.
Don John´s hunting, and his hounds have bayed-
Booms away past Italy the rumour of his raid
Gun upon gun, ha! ha!
Gun upon gun, hurrah!
Don John of Austria
Has loosed the cannonade.

The Pope was in his chapel before day or battle broke,
(Don John of Austria is hidden in the smoke.)
The hidden room in man´s house where God sits all the year,
The secret window whence the world looks small and very dear.
He sees as in a mirror on the monstrous twilight sea
The crescent of his cruel ships whose name is mystery;
They fling great shadows foe-wards, making Cross and Castle Dark,
They veil the plumèd lions on the galleys of St. Mark;
And above the ships are palaces of brown, black-bearded chiefs,
And below the ships are prisons, where with multitudinous griefs,
Christian captives sick and sunless, all a laboring race repines
Like a race in sunken cities, like a nation in the mines.
They are lost like slaves that swat, and in the skies of morning hung
The stair-ways of the tallest gods when tyranny was young.
They are countless, voiceless, hopeless as those fallen or fleeing on
Before the high Kings’ horses in the granite of Babylon.
And many a one grows witless in his quiet room in hell
Where a yellow face looks inward through the lattice of his cell,
And he finds his God forgotten, and he seeks no more a sign–
(But Don John of Austria has burst the battle-line!)
Don John pounding from the slaughter-painted poop,
Purpling all the ocean like a bloody pirate´s sloop,
Scarlet running over on the silvers and the golds,
Breaking of the hatches up and bursting of the holds,
Thronging of the thousands up that labour under sea
White for bliss and blind for sun and stunned for liberty.
Vivat Hispania!
Domino Gloria!
Don John of Austria
Has set his people free!

Cervantes on his galley sets the sword back in the sheath
(Don John of Austria rides homeward with a wreath. )
And he sees across a weary land a straggling road in Spain,
Up which a lean and foolish knight forever rides in vain,
And he smiles, but not as Sultans smile, and settles back the blade…
(But Don John of Austria rides home from the Crusade.




Publicado en Nueva Revista, nº 143, Junio de 2013
LEPANTO

Mana en las cortes del sol agua clara de las fuentes,
y el Sultán de Bizancio sonríe al ver la corriente;
inunda como las fuentes la risa su faz temida,
y agita la negra barba, su negro bosque agita,
curva la cárdena luna, media luna de sus labios,
porque hasta el mar más recóndito  es surcado por sus barcos.
Desafiaron las repúblicas de los cabos italianos,
y contra Venecia rompen, inundando el mar Adriático.
Ante la agónica pérdida, despliega el Papa sus armas
y convoca a los cristianos por la Cruz a las espadas.
La gélida reina inglesa en el espejo se mira,
la sombra de los Valois está bostezando en Misa;
de islas lejanas de ensueño suena el cañón español
y el Señor del Cuerno de Oro está sonriendo al sol.

Los tambores tenues laten, mal se oyen en las colinas,
donde, de un trono sin nombre, un príncipe sin insignia,
de precaria posición y menos estable puesto,
toma las armas de nuevo el último caballero,
el último trovador a quien el ave cantó,
que una vez fuera al sur con el mundo en su esplendor.
En ese enorme silencio, diminuto y arrojado,
sube por el sendero el ruido de los cruzados.
Grandes rugidos de gong, y los cañones que truenan,
Don Juan de Austria marcha a la guerra.
Tersas banderas tensa  un  oscuro y frío viento
en el lúgubre púrpura, en el brillante oro viejo,
brillan cárdenas antorchas en el cobre y el timbal.
Los clarines, los cañones, las trompetas. Y él acá:
Acá está Don Juan riendo , valiente su barba crespa,
desdeñando sus estribos y los tronos de la tierra,
lleva alzada la cabeza, bandera de libertad.
Luz de amor de España,  ¡hurra!
¡Luz de muerte de África!
Don Juan de Austria
cabalgando va hacia el mar.


Mahoma en su paraíso en la vespertina estrella,
(Don Juan de Austria marcha a la guerra.)
Descansa fuera del tiempo su turbante en una hurí,
su turbante entretejido de mar y sol carmesí,
tiemblan los bellos jardines cuando abandona el reposo,
y pasea entre las copas y es más alto que los troncos,
y  su voz en el vergel es un trueno que atraerá
a Ariel, a Ammón, a Azrael y toda su oscura grey.
Gigantes y genios,
de infinitas alas y ojos,
dejaron los cielos rotos,
cuando Salomón fue rey.

Y corren rojos, purpúreos desde las nubes del alba,
de templos de dioses áureos de despectiva mirada;
se elevan entre rugidos, de los infiernos marinos
donde el mal, ciegas criaturas y los del cielo caídos;
grises bosques los envuelven, bivalvas conchas de mar,
salpicados por la perla, espléndida enfermedad.
Surgen de zafíreas grietas, en azulada humareda.
Acuden para adorar y obedecer al  Profeta.
Dice: “romped las montañas donde el eremita mora,
que no quede una reliquia bajo las arenas rojas,
perseguid a los infieles día y noche sin respiro
pues del Oeste de nuevo ha vuelto nuestro enemigo.
Bajo el sol signamos todo con sello de Salomón,
sabiduría, tristeza, soportar el propio error.
Pero hay un ruido en los montes, en los montes y he escuchado,
una  voz que ha cuatro siglos sacudió nuestros palacios.
Es quien no dice “Kismet”, quien no conoce al Destino;
es Ricardo, Godofredo y Raimundo en el camino.
Es quien ríe ante los riesgos, si le merece la pena,
sometedlo a vuestras órdenes, paz tengamos en la tierra.”
Pues ha oído los tambores y los cañones ya  truenan,
(Don Juan de Austria marcha a la guerra.)
Y un súbito y firme ihurra!         
¡Rayo de Iberia!
Don Juan de Austria
por Alcalá pasa.


En los caminos del norte, San Miguel en su Montaña
(Don Juan se ciñe la espada y sin detenerse avanza),
brillan grises los océanos, se agitan rudas mareas,
y pescan los pescadores , y levantan rojas velas.
Blande su lanza de hierro, pliega sus alas de piedra,
llega el ruido a Normandía,  un rumor en esta tierra
de controversias oscuras, y de textos, y ojos torvos,
allí ha muerto la inocencia, en la ira y el asombro,
y un Cristiano mata a otro en mísera habitación
y todos temen a Cristo, a su rostro acusador,
y otros odian a María, que Dios besó en Galilea.
Pero Don Juan de Austria cabalga hacia la marea.
Don Juan llamando a la guerra, a través de la tormenta.
Llaman a la Cristiandad sus labios que son trompeta.
Trompeta que dice ¡Hurra!
¡Dómino gloria!
Don Juan de Austria
arengando a las galeras.

El rey Felipe en su cámara, el Toisón al cuello lleva
( Juan de Austria  armado sobre cubierta.)
Del muro tal el pecado pende negro terciopelo.
Hay enanos y bufones por los regios aposentos.
El Rey sostiene un frasco de cristal color de luna.
Al tocarlo, tintinea, tiembla toda su figura,
y su rostro es de leproso como un hongo gris y blanco.                  
como plantas de casonas, cerradas a cal y canto.
Y  dentro del pomo hay muerte, el fin de un noble trabajo.
Mas Don Juan ha abierto ya fuego contra el otomano.
Atraviesa toda Italia el rumor de su campaña.
¡Cañonazos!, ¡Cañonazos!, ¡Ah!
¡Cañonazos! ¡Cañonazos!, ¡hurra!
Don Juan de Austria
Desata las andanadas.




El Papa está en su capilla antes de que rompa el alba.
(Don Juan de Austria, oculto tras la humarada).
La secreta habitación donde Dios se asienta siempre,
ventana donde la tierra pequeña, amable parece.
En el crepúsculo el mar, refleja como un espejo
la cruel luna de los barcos de quien se llama misterio.
Avanzan sus largas sombras, cubriendo Cruz y Palacio,
y velando los leones de las naves de San Marcos.
En la cubierta , agarenos y ostentosos capitanes,
bajo  cubierta, prisiones. Y, entre mil penalidades,
trabaja una raza enferma, envuelta por las tinieblas,
aquí cautivos cristianos, un pueblo bajo la tierra.
Tal aquellos que sudaron de los tiempos en el alba,
en jóvenes tiranías, alzando a dioses escalas.
Sin esperanza ni voz, innúmeros, tal aquellos
caídos bajo los cascos del babilónico Imperio.
Muchos pierden la razón en ese callado infierno.
A través de las rendijas un rostro mira hacia adentro,
pierde a Dios y se abandona, una señal ya no espera,
(¡Pero Don Juan de Austria por fin ha abierto una  brecha!)
Don Juan blandiendo la espada, sobre la sangrienta popa,
tiñe las aguas de rojo como la pirata tropa.
Ríos escarlatas corren sobre la plata y el oro,
las escotillas se rompen y salen de lo más hondo
multitudes, miles de hombres, que trabajan bajo el mar
aturdidos por el sol, la dicha y la libertad.
¡Vivat Hispania!
¡Dómino Gloria!
¡Don Juan de Austria
libera a la Cristiandad!



Cervantes en su galera  vuelve el acero a su vaina.
(Don Juan de Austria, a caballo, laureado vuelve a casa.)
Y ve una tierra cansada, un pedregoso sendero.
Cabalga en vano por siempre, loco, enjuto, un caballero.
Sonríe, no tal sultán, y envaina luego su espada…
(Pero Don Juan de Austria regresa de la Cruzada).

( Traducción de Regla Ortiz y Fernando Ortiz )