Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: diciembre 2009

miércoles, 30 de diciembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXIII)

XXIII



Llegué a Inglaterra con pasaporte diplomático y un buen sueldo, pero ninguno me duró. No es que me los quitasen; renuncié yo a ambos cuando descubrí que no me los merecía puesto que no trabajaba. Y es que no me encargaban nada que hacer y yo, acostumbrado a la actividad frenética de los últimos años, no estaba para canonjías. Malviví dando clases particulares de español por las tardes y descargando de noche camiones en la lonja de pescado de Billingsgate. Perdí varios alumnos porque apestaba a pescado, pese a mis duchas frías de madrugada. Pero uno, que se llamaba Robin y estaba preparándose para el ingreso en la carrera diplomática, me dijo un día:

— Usted sabe bastante latín y griego y se ve que eso es lo que más le gusta y lo que se le da mejor. ¿Por qué no lo sigue estudiando en una universidad británica?

— Porque no tengo ni un penique —contesté con sequedad, pensando que había que ser señorito inglés, una especie de Bertie Wooster, para estar tan ciego ante la realidad social.

Pero la otra parte que trataba de la sociedad británica, el proletariado, me resultaba más ajena aún por la sencilla razón de que yo había aprendido con Elena y Miguel el King’s English y no entendía el habla cockney de mis compañeros de trabajo del East End, ni acento regional alguno. Este sí que es un país clasista, pensé, sintiéndome muy solo.

A esa crisis se añadió otra peor. Por fin pude recibir noticias de mi casa, y eran muy malas. Mi padre había muerto en Agosto de 1936, harto de esperarme y adivinando en qué bando luchaba yo. Me era imposible ir a ver a mi madre en la zona nacional. Me desesperé pensando en todas las ocasiones perdidas de ver a mis padres. Escribí a mi madre una carta, larga y cobarde, de descargo. La rasgué y escribí otra, corta y amarga. Me contestó perdonándome. Ya sólo quedaba una persona en el mundo que me importase y decidí traérmela a Inglaterra como fuese. Pensé en intentar recobrar mi trabajo en la Embajada de la República, e incluso pasarme a la otra Embajada, la oficiosa de Burgos, pero me sentí físicamente incapaz de adular o chaquetear. No fue entereza, fue una abdicación más. Había perdido la osadía, a los veinticuatro años estaba hecho un viejo.

Hasta que un día recibí carta de un abogado citándome para tratar un asunto de mi interés. El solicitor, con reticencias exasperantes, me comunicó que alguien cuya identidad había de permanecer secreta me quería hacer llegar, en nombre de un tercero también anónimo, una renta anual de doscientas libras durante dos años improrrogables, la cual renta quedaría anulada ipso facto e ipso iure si yo o alguien por encargo mío emprendía cualquier diligencia para averiguar la identidad de mi benefactor o mis benefactores.

Pese a las conminaciones intenté ponerme al habla con Robin, a todas luces convertido en Robín de los Bosques que robaba a los ricos para dárselo a los pobres como yo, pero acababa de pasar los exámenes y ya estaba camino de su destino en Pequín, sin duda por haber aprendido tanto español conmigo.

Me fui a Cambridge, donde pasé dos años tristes y provechosos. Conseguí llevar allí a mi madre y vivimos juntos con decorosa modestia. Nunca aprendió una palabra de inglés; yo la acompañaba a todos los sitios incluida la misa del Padre Gilbey, un cura medio español, reaccionario y simpático.

— Me paso el día rezando para que no te condenes; me das más trabajo que todos mis estudiantes marxistas de salón, pero tú al menos eres un rojo peludo en el pecho, ¿se dice así en castellano, no?

— Ya ni eso soy, don Alfred —le contesté sin pizca de broma.

Mi situación en Cambridge era a veces peregrina, un capitán rojo entre languideces juveniles. Mis compañeros, aunque sólo tenían un par de años menos que yo, me parecían muy niños. Algo, sin embargo, me quedaría de joven cuando pasé de Sátur —tan impronunciable para ellos como Saturnino— a Nino. Todo lo tomé con filosofía, hasta mis amoríos insulsos con la mujer de un dentista, más tonta que Madame Bovary y más histérica que la Regenta. Duró poco aquello, pero me hizo conocer el tedio infinito de la clase media inglesa, mucho más aburrida que la nuestra aunque mucho más sólida y útil. También a través de ella conocí a Paul Davidson, un estudiante que intentó sin éxito reclutarme para el Partido Comunista, como si yo no estuviese ya vacunado de casi todo.

— Ten cuidado con ese muchacho, que según el Padre Gilbey es de la cáscara amarga —me advirtió mi madre un día, tras una visita de Davidson.

— ¿Homosexual?

— No...

— Ah, bueno, entonces rojo como yo.

— No, tú no eres rojo, hijo mío, tú eres una bala perdida y ahora estás sentando cabeza.

Quizá tenía razón mi madre, pensé, pero qué difícil era ser una bala perdida y fracasada en todas las ilusiones propias de las balas. Y no estaba sentando cabeza del todo, estaba aprendiendo, sin entusiasmo pero con tesón, lo más inútil del mundo a los ojos de muchos, lenguas muertas, lenguas de los muertos puesto que ya no había inmortales.

— Sabe usted más de lo que yo creía. O entiende mejor. ¿Lo aprendió todo en la universidad de Madrid? —me preguntó un día mi tutor.

— No.

Como era inglés, no insistió. Descubrí que en Inglaterra hay pocos tontos, lo que pasa es que está mal visto parecer listo. Empecé a disfrutar de la compañía de algunos de aquellos gigantes aniñados, de vino brutal y ternura vergonzante, soñadores y prácticos.

Mi madre murió serenamente en el Otoño de 1938, apagada por las brumas británicas donde había encontrado refugio de la luz feroz de las sierras españolas. La lloré menos que a mi padre, aunque la quería más.

Se había roto mi última atadura a España. Se estaba además acabando la guerra, y la perdíamos. En eso, la verdad, pensaba menos pues mis compañeros habían ido muriendo o convirtiéndose en políticos. Yo iba echando nuevas raíces, por someras que fuesen, entre los líquenes y musgos que cubrían aquel canchal de piedras góticas y neogóticas, tudor y paladianas. Las bibliotecas eran muy buenas, la conversación menos convencional que en la Calle de San Bernardo y los compañeros de estudios me empezaban a tratar con afecto, nunca exento de un punto de curiosidad etnográfica, recíproca por lo demás.

— Nino, vamos a tomar una taza de té.

Yo me resignaba, pues el café allí era más vomitivo todavía.

Me quedaba menos de un curso en Cambridge, luego tendría que buscarme la vida sin las muletas de la generosa pensión, que por lo demás deseaba devolver en cuanto pudiese. Aproveché el tiempo, y no sólo aprendiendo cosas de memoria sino volviendo al griego y al latín como lenguas vivas, intentando de nuevo pensar con la mente de quienes hablaron y escribieron todo aquello. Conseguí quitar el polvo de las páginas vetustas y que desprendiesen la luz y el amor y el terror que encerraban. Eso volvió a abrir heridas mal cicatrizadas y más de una noche, en el silencio de mi cuarto en el colegio donde me alojaba desde la muerte de mi madre, tuve que dejar de leer a Homero o a Virgilio porque me parecía oír la voz de Elena velada por algo que no sabía identificar.

La familiaridad con los clásicos estaba bien vista en Cambridge y me dieron un First in Classics. Eso me abría varias puertas, pero yo no sabía cuál usar. Seguir en Cambridge y convertirme en un don erudito, bebedor y jovial me parecía fuera de lugar. En Londres habría otras posibilidades, pero tampoco me tentaba el bullicio de la capital imperial. Decidí tomarme un tiempo de reflexión y agarrando el macuto me fui a andar por las Tierras Altas de Escocia. Había montañas, muy distintas del lindo jardín suburbano que cubría el Sur de Inglaterra, y las montañas eran de granito, pero el granito estaba siempre mojado. Volví tan dubitativo como me había ido.

Una vez más, la inminencia de una guerra decidió por mí. Me ofrecieron un puesto en la BBC y lo acepté. Tenía mucho que agradecer a aquel país y ese trabajo era una manera, aunque blanda y bienpensante, de contribuir a la defensa de su peculiar civilización isleña. Pero pronto me aburrí, y además Londres empezó a transformarse, ya con la Phoney War. La retaguardia londinense no era aviesa como la madrileña, pero olía casi igual, a veces peor por la humedad: en lugar de fritanga y sudor rancio, manteca rancia y sudor rancio. Me daba claustrofobia y también sentía rabia de no poder combatir, pero yo era un ilota en la ciudad asediada.

Hasta que un día me llamó por teléfono un amigo del Padre Gilbey y me convidó a almorzar en su club. Aquello parecía un manicomio, estaba lleno de beodos, unos de uniforme y otros de paisano, hablando a voz en grito de derrotas en Europa, derrotas en Asia, derrotas en Oriente Medio, pero sin tono trágico, más bien como si discutiesen con vehemencia de la mala racha de su equipo de cricket. Descubrí una Inglaterra que yo no conocía, desprovista de flema británica, sin recato burgués, ni gravitas judicial, ni discreción burocrática ninguna. Era la clase alta inglesa, que se preparaba para la guerra a degüello como los salvajes, con una danza ritual celebratoria de los desastres pasados para exorcizarlos.

Mi anfitrión, sin hacer caso del alboroto, fue al grano.

— Sé todo sobre usted. Y ya ve, las cosas van mal para nosotros, diga lo que diga en público el Primer Ministro. Necesitamos encender hogueras en territorio ocupado por el enemigo. ¿Quiere usted ser incendiario?

— Depende dónde. Mi país...

— Su país ni es enemigo ni está ocupado. Olvídese de él. Piense en... no sé, Francia... O los Balcanes. Usted conoce bien el griego...

— Sí, pero el griego clásico, tan distinto del demótico como el Beowulf de lo que estamos hablando ahora.

— ¿Qué más da? —replicó, dejándome boquiabierto.

La guerra, la que me tocó hacer a mí, confirmó mi impresión inicial. Con esa ligereza brutal, que a su vez escondía una extraña eficacia y una voluntad de hierro, me enseñaron apresuradamente a tirarme en paracaídas y a manejar ciertas armas nuevas, se aseguraron de que el resto ya lo sabía hacer y luego me lanzaron, de noche, en una serranía agreste donde por cierto no se hablaba griego, ni antiguo ni moderno.

Me sacaron de allí al cabo de unas semanas, algo sorprendidos de que siguiera vivo, y me llevaron al Cairo. Desde allí desempeñé un par de misiones más de sabotaje en los Balcanes, y no debí de hacerlas mal porque me premiaron nombrándome Teniente. Eso me permitía entrar en el Shepheard’s Hotel en El Cairo y bailar con las chicas elegantes, aunque me llamasen Lieutenant Nino. El despacho de oficial era, sin embargo, una mera Honorary Commission y no The King’s Commission; supongo que ésta no querían dársela a un rojo español. Sí la prodigaron, en cambio, a comunistas ingleses como Davidson, con quien me crucé en Rustum Buildings, el Estado Mayor del Special Operations Executive, e hizo como si no me conociese. De hecho los militares de esas fuerzas especiales solían dividirse en dos grupos: los combatientes, casi siempre aventureros locos de familias conocidas, a menudo oficiales de la Guardia Real, tan sólo interesados por el combate, y por otro lado los del Estado Mayor, intelectuales obsesionados por la política, en general de izquierdas. Sí, ya sé que eso debería haberme complacido, pero vi incompetencias y hasta traiciones, y a un amigo mío no lo mataron precisamente los alemanes, así es que aprendí mucho y en cuanto vi al famoso Capitán Klugmann, con sus calcetines cortos, estorbar cierta operación, sospeché de él, y todavía siguen los ingleses discutiendo del asunto. Pero esa es otra historia y además hubo excepciones, como el brigadista aquél de mirada gélida, de quien no quise ser traductor en mi primera guerra. Murió a mi lado más que decorosamente, descanse en paz.

Hice lo que sabía hacer y no hice ascos a la faena. Pronto comprendí que todo aquello –sabotajes, secuestros, guerrillas- servía más que nada para levantar la moral de nuestros militares y evitar que se acostumbrasen a una guerra que durante demasiado tiempo se limitaba a operaciones defensivas y de retirada, en espera de las grandes contraofensivas, que tardarían años en llegar. Lo que siempre llegaba enseguida eran las represalias enemigas contra la población civil, pero eso era un precio que admitíamos de antemano, por más que algunos de los nuestros intentasen gallardamente bajarlo. Todavía recuerdo a dos compañeros asegurando (most emphatically, escribían) en una carta a los alemanes que la captura de su general la habían hecho sin ayuda de los cretenses, y lacrando el sobre con sus respectivos anillos de sello y además con sus insignias militares, lo cual me pareció una redundancia byroniana, pero me hizo gracia.

El caso es que volví a respirar el aire seco de las montañas. Allí recordé el aguante de los hermanos, y sus consejos, y los ojos de Elena. No sólo allí, también en el gran bosque polaco, llano e inabarcable, cuando cumplí una misión con un compañero temerario y borracho que se llamaba Peter Kemp, viejo enemigo mío en la anterior guerra, donde él había combatido primero en las filas del Requeté y luego de la Legión. Estuvimos en una fiesta celebrada en un castillo que al día siguiente iba a ser destruido. Los señores liquidaron la bodega y la despensa. Bailé con una muchacha de ojos azules. Seguimos bebiendo, se acercó su padre y al saber que yo era español, con esa ingenuidad centroeuropea de dar por hecho que todos los compatriotas se conocen, me preguntó por Miguel.

— Murió en la guerra de España. En el frente —puntualicé con cierto orgullo irracional.

— ¿Y Elena?

— Murió, también en el frente.

A todos les pareció normal que una mujer muriese en combate. Y yo me alegré de no haber tenido que mentir a sus amigos polacos, quienes por lo demás llevaban trazas de no sobrevivir tampoco a la guerra.



* * *




Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

jueves, 10 de diciembre de 2009

Felices Pascuas y próspero Año Nuevo



“¿Quiénes fueron los primeros en exclamar Navidad?
Pues ocurrió que todos eran animales.”


And then they heard the angels tell
“Who were the first to cry Nowell?
Animals all, as it befell,
In the stable were they did dwell!
Joy shall be theirs in the morning!”

Carol of the field-mice from The Wind in the Willows by Kenneth Grahame
Wood engraving by Eric Gill