Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: noviembre 2009

lunes, 30 de noviembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXII)

XXII


Temprano por la mañana entró en mi cuarto, donde yo llevaba toda la noche fumando, un compañero con la buena noticia del asesinato de Calvo Sotelo; buena no porque no me pareciese un desatino, sino porque ahora la inevitable inminencia de la guerra me obligaba a pensar en otras cosas.

Me tiré a la calle como un sonámbulo. Pasaron cinco días frenéticos de mítines y reuniones casi permanentes de diversos comités políticos. Por la noche, ronco y con los ojos inyectados de sangre, volvía a mi cuarto con una botella de aguardiente para dormirme borracho y seguir sin pensar en lo otro, en lo importante.

Pero sí pensaba en aquello, al menos con una parte de mi mente, o con mi corazón. Mientras discutía de táctica revolucionaria, en mis adentros hacía cábalas y luego las desechaba: ella se había vuelto loca y había dado rienda suelta a sus fantasmas inconfesables, que carecían de fundamento en la realidad (pero entonces, ¿por qué él no me daba una explicación?), o los dos habían tramado la escena para despedirme cuando ya no les interesaba (pero, ¿por qué les había interesado alguna vez?). Un día llegué a interrumpir mi propio alegato en una reunión y me quedé mudo, al invadirme de pronto el recuerdo de sus ojos. Los compañeros atribuyeron mi fallo a las emociones del momento, y en cierto modo acertaban.

Al día siguiente, el Viernes 17, comprendí al despertarme que tenía que agarrar el toro por los cuernos aunque sólo fuese durante una hora y pensar cabalmente en el horror y en el vacío. Me encerré en mi cuarto, me tomé dos aspirinas y me senté con un tazón de café y una cajetilla de Ideales, acodado en la mesa de pino donde tanto solía trabajar, frente a la única ventana, que daba a un mísero patinillo interior. Tan sólo veía una cosa que no fuese sórdida, una mata de fresa que florecía en la sombra, arraigada en la bajante de aguas negras. Así había quedado mi vida; la única belleza de mi entorno nacía del cieno. Intenté no chapotear en la sensiblería autocompasiva, apuré el café amargo y me replanteé todo en el lenguaje del momento, ¿qué hacer? En rigor no cabía más que una contestación: nada. Hay revelaciones que son puntos finales, hay hierofanías que no admiten exégesis. Me engañé a mí mismo, sin embargo, y decidí cauterizar la herida hablando con ellos. Esa noche iría a su casa.

Pero esa tarde se corrió por Madrid como la pólvora la noticia de que los militares se habían sublevado en Melilla. Todo cambió, para todos los españoles y para siempre. A mí el torbellino me arrastró más que a muchos aunque menos que a algunos. Perdí el rastro de los hermanos. Hasta el Domingo por la noche no pude acercarme a la casa del Viso. Estaba vacía y saqueada; en la puerta habían clavado al gato negro. Me tragué la furia y el asco e hice averiguaciones aprovechando mi autoridad de miliciano. Aquello lo habían hecho los parientes de Manolito, en venganza de que los señoritos se habían llevado al niño al campo para torturarlo y el angelito había vuelto hecho un cristo, pero los fascistas aquellos habían huido ya cuando ellos llegaron a la casa.

Pensé que Miguel estaría en el Cuartel de la Montaña o en alguno de los cantones, pero pronto, tras ser reducidos los focos de la sublevación en Madrid, pude comprobar que no había estado en ninguno de ellos. En cuanto a Elena, era imposible encontrar la menor pista. Las monjas, que seguían con su trabajo como siempre, no sabían nada o no querían decírmelo. Paco el asistente había desaparecido también.

En mi mundo político empezaron a mirarme con otros ojos al cabo de una semana, cuando se vio que no me había equivocado al decir el día 17, y creo que incluso desde el 13, que no habría un pronunciamiento sino una guerra. La verdad es que lo decía porque lo creía y lo creía porque lo deseaba. Había dejado de interesarme la construcción de un nuevo mundo, justo y perfecto. En cambio me atraía, necesitaba, el fuego purificador de la guerra. Por desgracia la mayoría de mis compañeros daba la lucha por ganada y se interesaba más por la revolución en la retaguardia.

Me encomendaron misiones políticas fuera de Madrid, quizá para alejarme de los centros de decisiones. El azar me llevó a Talavera y me acerqué a la dehesa de San Francisco. Me encontré a don Gabriel de cuerpo presente, velado tan sólo por Jesús su factótum.

— Es una suerte que se muriera ayer. Hoy pensaban darle el paseo; en el pueblo decían que don Grabié se carteaba con los fascistas alemanes y que había venido aquí a darle órdenes un oficial alemán mandado por la Embajada. También decían que los que aparecieron en Mayo para arreglar la antena de radio eran del Regimiento de Transmisiones del Pardo, que ahora se ha pasado al enemigo, y que eso prueba que le montaron una emisora para participar en la conjura militar.

Saqué de la cárcel al cura tonto de la Ceda para que echase un responso al cadáver y mandé a mis milicianos cavar una fosa en el cementerio, mirando a Gredos, porque el sepulturero se había ido a Madrid. Con mi visita pensé que había asegurado la vida de Jesús, pero a las pocas semanas lo fusilaron los del otro bando, por rojo y sospechoso de haber matado a don Gabriel, según denuncia del sacristán, que era cazador furtivo y había sido apaleado por Jesús años atrás.

A mi regreso a Madrid pretendieron mandarme a Alcalá de Henares para dirigir unas requisas. Me negué y me fui a Guadarrama. Por entonces, en Madrid el frente era por definición el de la Sierra. Yo la conocía mejor que nadie y además tenía ganas de que me matasen, así es que debí de distinguirme en algunos combates, si bien de manera aparatosa y estúpida que ahora me da vergüenza relatar. Pero aprendí deprisa y recordé mucho de lo que me había enseñado Miguel, entre otras cosas que no suele uno caer cuando quiere morir sin alegría. Sobre todo, lo recordé a él y deseé con toda mi alma no encontrármelo enfrente para no matarlo. Otras veces sí deseaba verlo para abrazarlo y llorar.

Ninguno de los prisioneros que tuve ocasión de interrogar sabía nada de él. Solían ser soldados ignorantes que añadían confusión a la historia, de por sí confusa, de los primeros días de la guerra. Se habían enterado de muy poco del desarrollo de las operaciones y su imaginación atropellaba los acontecimientos con lances absurdos. Pero la guerra es confusa desde Homero por lo menos, y yo escuchaba las incoherencias con paciencia.

— ... y entonces llegaron dos tíos, pegando tiros como locos...

— ¿Nuestros o vuestros?

— No lo sé.

La segunda vez que me contaron un suceso similar, pero acaecido en un sitio distinto, sentí mucha curiosidad. Las apariciones coincidían en el número —dos combatientes uniformados— y en su corta duración. La tercera fuente, un chico más listo o con más miedo, me añadió el detalle más revelador: uno de los dos, el más alto, parecía llevar estrellas de capitán y el otro era un soldado raso. Ambos eran del bando sublevado y su intervención había sido fulminante y muy eficaz. Quedé convencido, con muy poca base, de que se trataba de Miguel y Paco. Todavía recibí otras dos informaciones parecidas, pero con pocos detalles. Lo que más me desconcertaba era que los informes, que en parte pude verificar con nuestras propias fuerzas, se referían a tres acciones distintas, muy próximas en el tiempo pero muy alejadas en el espacio. Los dos hombres habían intervenido el 19 de Julio en los combates de Somosierra, de manera decisiva, el 20 en una escaramuza en Navacerrada —el único susto que nos dieron los sublevados cuando ocupamos ese puerto— y el 21 y el 22 en el Alto del León. No se me alcanzaba cómo habían podido ir de un puerto a otro en horas, ni tampoco para qué. El para qué, la utilidad táctica, condicionaba además el cómo, la logística. No era imposible transitar por carreteras que bordeaban la cara Norte de la Sierra, más o menos en poder de los sublevados desde el primer día de las hostilidades, pero en el bando enemigo había mucha más disciplina que en el republicano y en cuanto alguien se incorporaba a una columna quedaba integrado en ella con todas sus consecuencias. El irse por su cuenta a otro sector del frente hubiese sido una deserción, aunque los interesados dispusiesen de sus propios medios de transporte, por ejemplo una motocicleta. O caballos como el que Miguel tenía en la umbría de la Sierra.

Estudié los planos para asegurarme de que no me traicionaba la memoria. Comprobé los escasos senderos a medias laderas, septentrional y meridional, y no me salían las cuentas de tiempos y distancias. En cuanto a crestear, el trayecto era más corto y más despejado el terreno, y teniendo en cuenta que el 18 de Julio había luna nueva, quizá de noche... Pero entre Navacerrada y el Alto del León habrían tenido que evitar el desvío hacia el Norte del camino que pasa por la Mujer Muerta... Y aun así todo me parecía casi imposible. Claro que Miguel era el hombre más adiestrado que yo había conocido en mi vida, pero... Y, sobre todo, quedaba sin contestar la pregunta táctica sobre la finalidad de la loca marcha agotadora, salpicada de acciones de gran arrojo y peligro. Como tampoco aquello parecía una misión de reconocimiento, no se le veía ninguna utilidad práctica que justificase la aventura. Y Miguel era muy práctico.

Desvió mi atención de aquellas indagaciones la urgencia en descartar la posibilidad de que Elena estuviese detenida u oculta en Madrid y corriendo graves riesgos. Me sumergí en el torvo mundo carcelario, pero los carceleros no sabían nada de la muchacha y los presos tampoco, o quizá desconfiaban de mis intenciones.

— La pájara ésa estará dándose la gran vida en alguna embajada extranjera y su hermano el señorito fascista, igual —me dijo un chequista.

Asqueado por aquella retaguardia, me esforcé en alejarme de Madrid y obtuve el traslado a un frente menos urbano. Empezaba a funcionar de manera más profesional el recién creado Ejército Popular de la República y en él me integré. Me sentía más a gusto con esa relativa disciplina que permitía alguna eficacia. Pero a veces caíamos en el defecto opuesto a la anarquía inicial. No digo que nos volviésemos ordenancistas, pero sí que perdimos la imaginación táctica. Me consolaba adivinando que en el Ejército Nacional pasaba tres cuartos de lo mismo: de otro modo no se explicaba que, dueños de dos de los tres puertos principales al Norte de Madrid, los sublevados no diesen algún golpe de mano sobre la llanura. ¿En qué estaba pensando Miguel, qué hacía? Seguro que tascaba el freno en alguna unidad poco importante y sin movimiento, donde lo habrían destinado los burócratas. ¿Y Elena? Pero en Elena seguía sin poder pensar.

Yo ya no quería morir, aunque tampoco tenía muchas ganas de vivir. Ni siquiera ponía especial empeño en matar; sí en doblegar con fuerza y astucia la voluntad del enemigo. Un enemigo al que rara vez desprecié y a menudo admiré, no por creer que aquel carajal sanguinario era la Guerre en Dentelles sino por elemental prudencia. Nunca sometí a mis hombres a riesgos inútiles, mas sí a muchos que eran necesarios.

Siempre tuve presente la norma de Miguel: hay que mirar a la vez lo cercano y lo lejano, hay que ver los árboles y el bosque, por muy cansado que se esté, de lo contrario lo matan a uno.

No me mataron pero me hirieron. En una operación necia, decidida por un comisario político para dar gusto a los corresponsales de la prensa extranjera, me pegaron un balazo en la pierna. No era grave pero fui a parar al hospital de sangre, junto con otro capitán, ése enemigo, herido en un brazo y hecho prisionero. Le ofrecí un cigarrillo.

— Gracias, capitán.

— ¡Hombre! Es la primera vez que un... uno de los suyos me reconoce mi grado y empleo militar —respondí con una media sonrisa que quería ser irónica y era en realidad agradecida.

— Ya sé que no es usted compañero mío de la Academia, pero sí de oficio. No sé cómo, pero lo ha aprendido bien; lo he observado a usted y a su compañía desde enfrente.

Como tardaban en evacuarnos y las heridas, aunque leves, dolían, nos habían dado calmantes y cazalla, que me soltaron la lengua.

— Tuve un buen maestro, un compañero de usted, de Caballería. Andábamos por el monte. Pero eso era en la Prehistoria.

El Capitán me miró con asombro.

— ¿No se llamará usted Sátur... Saturnino, por casualidad?

Noté su acento cordobés y comprendí que era Rafael, el tenientillo de Miguel, ahora madurado, fogueado y ascendido por un año de guerra. Era mi ocasión, quizás única, de saber lo ocurrido. Fue la segunda noche peor de mi vida. No por el dolor, que continuamos combatiendo con analgésicos y aguardiente. Rechacé dos intentos de evacuarnos al hospital de retaguardia, el segundo amenazando con mi revólver a los enfermeros. Hablamos varias horas y al final me desmayé. Aprovecharon para meternos en la ambulancia. Me desperté con los baches del camino y mandé parar en un lugar que conocía bien. Le señalé a Rafael por dónde podía volver a sus líneas antes del amanecer.

En el hospital estuve varios días entre la vida y la muerte. Medio en sueños oí hablar al médico del riesgo de gangrena y septicemia y de la necesidad de amputarme la pierna; reuní fuerzas para negarme aunque ya me habían quitado el revólver. Ahora sí que quería morirme cuanto antes.

Sin embargo mejoré. Durante la convalecencia vino a verme mi jefe inmediato, un Comandante de carrera, procedente de Academia.

— Has cometido una falta muy grave al liberar por tu cuenta a un oficial enemigo. Y ante testigos... Por menos se fusila a la gente. Voy a declarar que estabas enajenado. Pero te licenciarán por inútil total para el servicio. Adiós y suerte.

Necesitaba estar a solas para pensar. Conseguí que me permitiesen terminar la convalecencia en una choza en medio del campo, al cuidado de una pareja de viejos anarquistas.

— Tú tienes mala cara, muchacho, y no es sólo por la herida que te han hecho los fascistas. Tú come migas con ajo y ya verás como te curas —me dijo la vieja.

Pero seguí sobre todo el consejo de Elena. Era verdad que cuando algo le hacía a uno mucho daño no había que intentar olvidarlo enseguida, sino recordar primero todos los detalles. Me puse a ordenar y escribir cuanto había sabido por Rafael, o al menos todo lo que recordaba tras los dolores, la borrachera y la anestesia.

El Sábado 11 de Julio, Rafael, que era falangista, le dijo a Miguel que esa noche iba a tener una reunión política importante y que necesitaba entrevistarse con él después, a solas y en secreto. Miguel aceptó de mala gana y quedaron a medianoche cerca del Viso. La entrevista no tuvo mayor interés pues Miguel estaba al cabo de la calle sobre la actividad de las células de las MAOC comunistas en el cuartel, acerca de las que Rafael quería prevenirlo. Pero el caso es que no era puro delirio el recuerdo de Elena al día siguiente: se había despertado y su hermano no estaba allí, se lo hubiese o no avisado antes.

La noticia del asesinato de Calvo Sotelo hizo que Miguel —que a todo esto debía de mantenerse más sereno que yo, lo cual era natural pues lo revelado en la Sierra fue una sorpresa para mí pero no para él— desplegase toda su eficacia durante esa semana. Comprendió que iba a haber una guerra, que su unidad, muy trabajada por las MAOC, nunca se sumaría a la sublevación y que Madrid entero sería una ratonera para la gente como él. Incitó a la dispersión, sin éxito pues muchos se inclinaban a concentrarse en el Cuartel de la Montaña. Entonces ya se sintió tan sólo responsable de Elena, de Rafael y de Paco su asistente. Me mencionó a mí:

— Sátur seguirá otro camino, pero lo seguirá bien.

Dio permiso a Paco para volverse a su pueblo y el Viernes por la tarde, en cuanto supo lo de Marruecos, embarcó a Elena y a Rafael en la moto y el sidecar, dirigiéndose los tres al esquileo segoviano por el Puerto de Navafría, que intuían más expedito que los pasos principales. Antes de alcanzar el puerto tuvieron que abandonar la motocicleta, con las bielas fundidas. Siguieron a pié hasta el esquileo y el viejo rabadán les dio albergue en el caserón. Rafael decidió ir de allí a La Granja, donde tenía amigos veraneando y pensaba que podía ser útil.

— Entonces —interrumpí a mi enemigo herido —el otro que según todos los testigos acompañaba a Miguel no eras tú, ni tampoco Paco...

— No, era Elena. Se puso el uniforme de Paco y se recogió el pelo bajo el gorrillo cuartelero. Estaba muy guapa y con semblante alegre.

Me tapé la cara con las manos, como si me doliese mucho la pierna, pero seguí escuchando a Rafael.

— Intenté convencer a los hermanos para que se fuesen conmigo a La Granja, pero tenían otros planes, que no llegué a entender del todo. Ya sabes, Miguel siempre sostuvo que en circunstancias apuradas podían efectuarse pequeñas intervenciones repentinas que diesen un vuelco inesperado a la situación...

Deus ex machina.

— ¿Qué dices?

— Nada, sigue por favor.

— El rabadán les aconsejó que cogiesen una buena yegua que Miguel tenía allí, pero él dijo que llegarían más lejos a pie que los dos en un solo caballo, y se echó a reír citando a un capitán de quien yo no había oído hablar...

— ¿El Capitán Aldana?

-—Quizá, bueno, el caso es que yo me fuí a caballo hacia el Oeste y ellos, a pie y cresteando, hacia el Este. Según mis noticias intervinieron fugazmente en Somosierra el día 19; llegaron en el momento más oportuno para ayudar a los 42 chicos que había allí, asediados por unos ... bueno, por los tuyos, perdona.

— También a mí me llegaron esas noticias.

— En Somosierra hubo un cuerpo a cuerpo y ellos combatieron con armas cortas. En Navacerrada aparecieron el día 20 ya con fusiles, pero tan sólo pudieron paquear a los ocupantes republicanos; retrasaron su descenso por las Siete Revueltas, lo que no fue poco.

Imaginé a Elena en aquella enorme e impetuosa marcha, casi toda de noche, por los riscos de Peña Cabra, del Reventón, los Claveles, Peña del Aguila, llevando el máuser con toda la gallardía feroz de Atenea con su lanza, escrutando la oscuridad con sus ojos de ave de presa nocturna, riéndose con su hermano, como un par de animales montunos y soberbios.

— ... y en el Alto del León yo ya los vi actuar en la tarde del 22 —continuó Rafael con voz cada vez más cansada —pero un prisionero nos dijo que ya habían estado hostigando al enemigo en la madrugada anterior, cuando llegó la columna de Castillo. Desde luego lo que yo les vi hacer el 22 fue de Laureada. Pero, claro...

— ¿Pero qué? Explícate, te lo ruego. Ya comprenderás que en esto no somos enemigos —insté.

— Hombre, que todo aquello había sido una cabalgata enloquecida... No había habido misión ni órdenes...

— Pero fue eficaz. Y siempre se puede pensar en órdenes tácitas —repliqué, sin percatarme de lo absurdo de mi alegato a favor del enemigo más cruento.

— Sí, pero el reconocimiento de méritos así requiere un juicio contradictorio, muy estricto. Y lo peor es que... al decirse que el Capitán Cienfuegos iba con su hermana... pues se hubiesen recrudecido las habladurías... Ya sabes, se hubieran acordado de aquel duelo con motivo de una calumnia sobre Miguel y su hermana...

Rafael debía de estar muy borracho para hablar de eso creyendo que yo lo sabía todo. Yo también estaba borracho pero me despejé con las punzadas en la pierna y en el corazón.

— Entiendo —dije, con la cabeza gacha.

— Así es que se echó tierra al asunto y se dijo que las apariciones eran pura fantasía. Pero yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi... —repetía Rafael con la voz quebrada.

Le apreté la mano.

— Por los clavos de Cristo, ¿qué viste?

Él me miró con sorpresa. Tenía los ojos llorosos.

— Pues eso, que salían de detrás de una peña... bayoneta calada... otro y yo nos habíamos quedado sin munición... llegaron unos guardias de Asalto, llevaban granadas... Miguel destripó a uno y Elena a otro... pero un tercero le disparó a Elena, a bocajarro. Ella se tronchó hacia atrás pero Miguel la sostuvo. Se la echó a cuestas y entonces a ella se le cayó el gorro cuartelero y el pelo se soltó... le dio el sol... ¿Te acuerdas del color de su pelo? —sollozó el chico.

— Sí, me acuerdo —respondí.

— Y entonces Miguel se retiró con ella hacia un barranco, pero al llegar al borde le dieron un balazo en la espalda, y los dos se despeñaron, abrazados... Yo lo vi, ¿sabes? Y el que estaba conmigo también, pero a él lo mataron cuando nos retiramos. El barranco quedó en tierra de nadie. Era muy hondo. Intenté bajar una noche. Imposible. Fue hace casi un año. No quedará nada de ellos... las alimañas...

Fue entonces cuando me desmayé de dolor y nos metieron en la ambulancia.

Pero ahora ya estaba curado, al menos de la pierna. En realidad la herida había sido poca cosa; lo malo fue la infección, y quizá lo otro influyó en mi larga postración. Salí del trance endurecido. La infinita variedad de sentimientos que me inspiraban los hermanos, juntos y cada uno de ellos por separado, se decantó en admiración, con algo de envidia, por ambos y amor por ella, sin celos de él. Elena y Miguel se habían querido durante toda su vida, sin separarse. Al final habían podido escoger la muerte del todo adecuada, sin que un amante dejase solo al otro, haciendo a la perfección aquello para lo que estaban prodigiosamente dotados, guerrear. Nec metu nec spe, pero con alegría, pues de lo contrario no hubiesen caído. Por eso no había muerto yo, por falta de alegría. Y yo seguía triste, y enamorado de Elena, pero al menos sin celos ya. ¿Cómo iba a sentir celos de Miguel? Él le había dado a ella lo que ni en mí ni en nadie hubiese Elena podido encontrar, su propia imagen en un espejo.

Lo único que turbaba mi tristeza —honda pero sin ambigüedades ya— era la pregunta de siempre, ¿por qué se habían metido en mi vida y, sobre todo, por qué me habían metido en la suya? Pero estaba tan agotado que al llegar ahí cerraba los ojos y procuraba pensar en otra cosa, por ejemplo en mis lecturas y estudios, abandonados hacía ya un año. Me entraron ganas de volver a ellos, quizá para sentirme más cerca de Elena, acaso también como único remedio a mi desmovilización militar. Del frente de batalla me echaban, la retaguardia me repugnaba. Había perdido todas las ilusiones políticas. Seguía creyendo que ganaríamos la guerra, pero en el fondo empezaba a darme igual. La post-guerra sería sórdida de todas formas, llena de imposturas y de imposiciones. Casi mejor que los desengaños se los llevasen los otros.

El problema inmediato estaba en que aquella guerra, civil pero total, no dejaba resquicio por donde respirar otros aires que no fuesen bélicos —vedados ahora para mí— o administrativos de la represión y de la penuria. Volví a Madrid. Rechacé puestos de chequista, de delegado de abastos y de intérprete de las Brigadas Internacionales, este último por no gustarme la cara gélida del inglés que me lo proponía. Al final surgió una salida inesperada. Un buen hombre que trabajaba en el Ministerio de Estado y que tenía empeño en darme las gracias en persona por haber yo salvado del paredón a un hermano suyo faccioso —de quien ni me acordaba— me ofreció un empleo, medio cultural, medio de propaganda republicana, en Londres.




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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

martes, 10 de noviembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXI)

XXI


— Dicen las monjas del hospicio que por qué no llevamos algún domingo a los niños a la Sierra. Se están asando allí encerrados y cada día parecen más verdosos. Las monjas aseguran que las madres de las criaturas ya no creen que somos unos sacamantecas, pero yo tengo mis dudas —dijo Elena una noche de mucho calor.

Miguel siguió absorto en Top hat, white tie and tails al piano, el gato saltó por la ventana para pasear en el jardín y yo me debatía en silencio entre el sentido común y el sentido político.

— Bueno, ¿qué pensáis? —preguntó Elena.

Miguel cerró el piano con un suspiro.

— Mañana preguntaré en el cuartel cuándo puedo robar el camión. Cuanto antes, mejor.

— ¿Crees que es prudente? Con la huelga de albañiles y todo eso... Las familias de los niños deben de andar revueltas, digan lo que digan las monjas —objetó Elena.

— De perdidos al río —replicó Miguel, encogiéndose de hombros.

Y al río nos fuimos, el domingo 12 de Julio. Al Jarama, que en su curso alto tenía buenas praderas y buena sombra de hayas, espesa y fresca, pero no tanta agua como para que corrieran peligro los niños. Miguel iba al volante del camión y en la cabina lo acompañábamos Elena y yo. Detrás, en bancos de madera, traqueteaba una veintena de hospicianos, vigilados por Paco el asistente, de uniforme y con una fusta en la mano.

— Es po - po - po- por si se desmandan, que están muy resabiados.

El día estaba hermoso, corría un poniente largo y yo sentía el muslo de Elena contra el mío en cada bache de la carretera. Los niños se desgañitaban cantando el Tápame, tápame:


En la playa se bañaba
una niña angelical
y acariciaban las olas
su figura escultural.
Al entrar en la caseta
y quedarse en bañador,
le decía a su bañero
con acento encantador:


Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que estoy helada.
Para mí será taparte
la felicidad soñada.
Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que tengo frío.
Si tu quieres que te tape
ven aquí cariño mío.



Seguro que las monjas les tienen prohibida esa copla en el hospicio, pensé. Iba contento, pero los hermanos parecían preocupados. Luego, en el prado junto al arroyo, todos nos reímos organizando juegos y manteniendo el orden.

— Pablito, ponte el sombrero —le dije a un bizco que bizqueaba más que de costumbre con el sofoco.

— Es que tengo calor.

— Pues por eso. Póntelo ahora mismo o te daré un fustazo.

— Sí, don Sátur, lo que usted mande.

— Veo que le has cogido gusto a la disciplina del Arma de Caballería, Sátur. Y eso que no has hecho todavía la mili —observó Miguel.

— En cuanto la haga perderé el gusto por las órdenes. Si es que la hago... —repliqué, pensando no en algún cataclismo social sino en mis esperanzas de que la Junta de Ampliación de Estudios me enviase al extranjero.

Pero dejé de pensar en el porvenir al ver a Elena vadeando el arroyo con las faldas subidas a medio muslo.

— Por aquí debe de haber nutrias, pero esta tropa que traemos las habrá ahuyentado.

— Pues podemos nosotros tres buscarlas río arriba y llegar hasta el manantial, detrás de ese pico, a unos dos mil metros. Paco se basta para lidiar con los chicos hasta que volvamos —sugerí.

— Ni hablar —contestó Miguel —Cuando se es responsable de la gente no la puede uno abandonar. Nunca. Nos jorobamos una de las últimas excursiones y ya está.

— Os vais a Hungría en Agosto, ¿no?

— Supongo. Sabe Dios...

Mi único proyecto era ir a León, pero tampoco eso lo veía claro, tal como estaban las cosas. Miré a los hermanos tumbados en la sombra. Aun taciturnos como hoy, y de seguro refractarios a la marcha de la Historia, me inspiraban ternura. Y el muslo de Elena era perfecto y ella, cerca de mí, olía a hierba. Continué pensando en voz alta.

— El futuro es que ésos —y señalé a la caterva de adefesios —sean un día como vosotros, no que vosotros dejéis de ser.

— Eso dependerá de la gente como tú, Sátur.

— Somos muchos.

— No, no me refiero a tus conmilitones sino a la gente de tu índole. Y la gente de tu índole es escasa. Siempre fuimos pocos y ahora somos menos todavía —terminó Miguel, bostezó y se durmió en el regazo de su hermana.

Elena me miró en silencio largamente, con ojos de interrogación, pero como yo no sabía qué me estaba preguntando, permanecí también callado. El tiempo se paró y dejé de oír los chillidos estridentes. La tarde quedó honda y serena.

Llegó la hora de irse. Las piernecitas flacas de los niños estaban cubiertas de arañazos, sus caras sonreían, algunas con expresión idiota, unos pocos cojeaban y todos parecían felices.

— ¿Estáis todos? —pregunté.

— ¡Sííí!

— Venga, a formar y a numerarse —ordenó Miguel.

— ¡Uno!

— ¡Dos!

— Deprisa, ¿quién tiene el número tres?

— Manolo —contestaron varios.

— ¿Cuál de los Manolos?

— Manuel Pérez Expósito.

— ¿Y dónde está?

— Se fue a orinar.

— ¿Cuándo?

— Hace un buen rato.

Lo llamamos todos a voz en grito y con la bocina del camión, pero Manolo no aparecía ni contestaba.

— Cuidado que les dije que no se apartaran sin avisarme, ni para mear. ¡Estos pu- puñeteros niños! - repetía Paco con rabia.

Pero al cabo la ira se convirtió en preocupación de los mayores y desasosiego de los niños, que se apiñaron inquietos alrededor de Elena. Por fin Miguel, que se había alejado un trecho, encontró huellas del niño en la ribera.

— Voy a buscarlo arroyo arriba. Habrá remontado el curso porque estaba cerca de nosotros cuando hablamos de las nutrias y sentiría curiosidad por verlas y quizá por descubrir el nacimiento del río.

— Te acompaño —dijo Elena con vehemencia.

— No, quedaos todos aquí y cuidad de los niños. Haced una hoguera de ramas verdes, para que se vea el humo, y cuando anochezca, de ramas secas, para que se vea el fuego. En cuanto sea noche cerrada, si no he vuelto, llevaos a los niños al hospicio y volved mañana temprano con la Guardia Civil.

— Por favor, Miguel, deja que vaya contigo —insistió Elena.

— No, te he dicho que eres más útil aquí.

Elena bajó la voz y su tono se hizo suplicante.

— Es que he tenido un presentimiento.

— Y yo otro; el chiquillo está allá arriba en las peñas y lo traeré sano y salvo. Adiós —zanjó Miguel.

Elena inclinó la cabeza como una niña castigada y se sentó en una piedra, con la mirada fija en la dirección por donde había desaparecido su hermano. Ahí siguió mientras Paco y yo repartíamos órdenes, consuelo y onzas de chocolate. Al final nos pareció más seguro subir a los niños en la batea del camión, para mantenerlos bien concentrados.

Encendí un pitillo y me fui a sentar con Elena.

— No te preocupes, que Manolo aparecerá.

Ella me miró con ojos apagados.

— ¿Quién es Manolo?

— Mujer, ¿quién va a ser? El chaval que se ha perdido.

Comprendí que en esa situación el niño le importaba un bledo.

— Y Miguel se mueve por el monte como un lobo, de día o de noche. Bien lo sabes tú.

Pero no me escuchaba, y me inquietó reconocer en su rostro, a la vez tenso e ido, la misma expresión que le había visto aquella vez en que hablamos de Aldana. Renuncié a razonar con una visionaria; le besé la mano, que estaba fría, y la frente ardiente. Le eché una manta sobre los hombros.

— Abrígate, que el crepúsculo es muy traicionero.

Paco empezaba a arrojar ramas secas al fuego, para que se viese desde lejos en el lubricán. Me llamó para cuchichear.

— Dentro de media hora tendremos que irnos. Pero la Señorita no querrá.

— Pues nos quedaremos un rato más.

— Pero las órdenes del Capitán...

En efecto, Elena ni siquiera escuchó nuestros ruegos cuando cayó la noche honda y sin luna. Siguió inmóvil con la mirada perdida en la oscuridad.

— Podemos colocar el camión con el morro un poco en alto y mirando hacia el Norte, y encender los faros —se me ocurrió.

Pero Elena salió de su letargo para quejarse con un hilo de voz:

— Con ese ruido no oigo, con esa luz no veo...

Abandonamos el intento y me senté con ella a escudriñar la negrura lejana. El fuego sólo iluminaba los primeros árboles, en el silencio sólo resaltaba el ulular del búho real.

— ¡Es él! ¡Lo oigo! —gritó Elena.

— ¡Cálmate por Dios, Elena! Es un búho.

— ¡Es él, me está llamando! ¡Está cantando triste!

Antes de que pudiera detenerla corrió hacia la linde del bosque. La seguí pero nos paramos los dos al aparecer Miguel entre los troncos. La incierta luz de la hoguera lo teñía todo de rojo, salvo la cara, negra de chorreones de sangre. Llevaba a cuestas al niño, inerte.

Elena se abalanzó sobre su hermano y lo besó en la boca entre sollozos. Con voz ronca gemía palabras incoherentes.

— Vida mía, mi amor... yo sabía que ibas a morir, anoche lo soñé, te vi así, con la cara ensangrentada... y me desperté y te busqué a mi vera en la cama pero no te encontré, mi vida... pero la cama estaba todavía caliente de tu cuerpo fuerte y del mío y de habernos abrazado... y no estabas, vida mía, ¿te habías muerto ya, te habías muerto?

Miguel, muy derecho y con la cara desencajada, me entregó al niño, cogió a su hermana por los hombros y se internó con ella en la espesura, murmurándole:

— Ya pasó, vida mía, ya pasó... Estoy muy bien, esto es sólo un rasguño, acompáñame a lavarlo en el arroyo... tú me lavarás... Beberemos agua.

Me volví al camión con Manolito, que lloriqueaba medio dormido. Paco se hizo cargo de él. El soldado no parecía haber oído nada y los niños, alborotados, menos.

— Sólo tiene un desguince y el susto. Ahora mismo hay que irse, antes de que sea demasiado tarde —me dijo sin sonreír y sin tartamudear.

Volví a Madrid en la batea del camión, con Paco y con los niños. Pedí que me dejaran en una boca del Metro, pero ya no había servicio y llegué a casa andando y llorando.




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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

lunes, 2 de noviembre de 2009

VENALIS POPULUS

A los tiempos que corren, el mejor y más amargo comentario sería el de Petronio citado por Feijóo:
VENALIS POPULUS, VENALIS CURIA PATRUM.
Dejémoslo en la decente oscuridad de una lengua clásica.