Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: octubre 2008

miércoles, 29 de octubre de 2008

Si al odio no respondes con más odio




LOS DIARIOS DE BERLÍN (1940-1945)


Marie "Missie" Vassiltchikov

Edición y comentarios de
George Vassiltchikov
Traducción de R. Vilagrassa
Acantilado, Barcelona, 2004
509 páginas, 25 euros


Las situaciones apocalípticas a veces empeoran, si cabe, y siempre cabe, por añadidura de la sordidez. Esto resulta evidente en las revoluciones, como la comunista o la nacional-socialista. Al dolor y a la muerte se les une el desánimo que producen en casi todos los hombres --pero no en todos-- la suciedad física y moral y el espectáculo repugnante de la crueldad. El heroísmo supremo consiste en sobreponerse no sólo al miedo y al dolor sino al asco. Missie Vassiltchikov lo hizo.

Mientras Hitler se refocilaba contemplando las películas que le pasaban de las ejecuciones de los conjurados del 20 de julio de 1944 --estrangulados con cuerdas de piano por orden del Führer, para que durara más la agonía-- Missie Vassiltchikov se jugaba la vida haciendo dos cosas que consideraba necesarias y de las que no se jacta: buscar un pope ruso para que dijese una misa por lo ya muertos y por los demás acusados (tan sólo pudo asistir ella) y llevar a la cárcel, con una amiga, paquetes de comida para los cautivos, de los que había sido confidente y correo, desechando la posibilidad de escaparse a Suiza. No le faltó valor a la joven princesa rusa, sobre todo si se tiene en cuenta que mientras tanto el pueblo alemán rugía pidiendo el castigo ejemplar de la clase alta, culpable a sus ojos de traición por el intento de asesinar a Hitler.

Fue entonces cuando éste --jaleado por quienes, como el periódico oficial de las SS, vociferaban contra "Los cerdos traidores de sangre azul"-- lamentó ante sus próximos no haber seguido mejor el modelo soviético y no haber purgado de nobles las fuerzas armadas alemanas, lo cual tenía cierta lógica nacional-socialista. Incluso declaró que debería haber apoyado al Frente Popular y no a los Nacionales en la Guerra civil española. Se comprende que aun hoy el Conde de Stauffenberg, hijo del principal autor del atentado contra Hitler, siga corrigiendo --en los periódicos, como antes en los parlamentos, alemán y europeo, donde fue diputado-- a quienes dicen nazi en lugar de nacional-socialista, que es como se llamaba y lo que era aquel partido político.

Hacía falta, sí, mucho valor, y no sólo físico, para nadar contra corriente, y aun contra varias corrientes cruzadas, en aquellos tiempos. Ese insólito valor lo tuvieron la autora y muchos de sus amigos que aparecen retratados con unos pocos trazos, simples pero que no ocultan los trágicos dilemas que afrontaban y los matices sutiles de sus personalidades, que afloraban bajo la presión terrible de la guerra y de la conjura. Adam von Trott, el diplomático y amigo íntimo de la autora, se duerme o finge dormir en una reunión de trabajo con su jefe, una especie de comisario político de las SS, al que suele tratar con desprecio ostensible (¿por clasismo suicida? ¿o peligroso sentido del humor?). El Príncipe Heinrich Wittgenstein, uno de los mejores pilotos de la Luftwaffe, solía volar de paisano, y alguna vez de esmoquin, echándose una gabardina por encima; hubiera muerto como el anterior, ejecutado por Hitler, si no se hubiese adelantado la RAF. La noche en que murió había ya derribado cinco aviones aliados y en total 83 durante la guerra, pese a lo cual --o acaso por ello mismo-- los ingleses dejaron caer una corona de flores donde había muerto su enemigo. El Conde Gottfried Bismarck, cuando la Gestapo estaba a punto de detenerlo, se resistía a deshacerse de los restos de explosivos en su despacho "para intentarlo otra vez". Fue apresado y torturado, pero no ejecutado. Causa tristeza leer que tras sobrevivir a tanto, Bismarck y su mujer se mataron poco después de la guerra en un accidente de automóvil. En cambio alegra leer que el juez sádico que presidió el Tribunal Popular que condenó a los conjurados del 20 de julio (Freisler, un antiguo comunista converso al nacional-socialismo) murió en un bombardeo mientras juzgaba a Fabian von Schlabrendorff, que se salvó tanto del bombardeo como de la sentencia.

Estos diarios de guerra se pueden leer como un documento histórico o como un testimonio psicológico, pero en cualquier caso cautivan por la evidente sinceridad de la autora y el vigor sencillo del relato ("si al odio no respondes con más odio, y encima / no te las das de justo, ni de sabio al hablar" traduce Ucelay a Kipling). Sin duda tienen más interés histórico las páginas consagradas a los años 1940-1944, tiempo que la autora pasó casi todo trabajando en el servicio de Prensa del Ministerio de Negocios Extranjeros, y por supuesto lo más notable es lo relacionado con el intento de magnicidio. Aunque sólo sea por el resultado --más de 11.000 ejecuciones, la flor y nata de una nación ya desangrada por la guerra, pero unos jirones de honor que se salvan-- el 20 de julio de 1944 es una fecha histórica señera.

La última parte de los diarios --1945 y el trabajo de Missie Vassiltchivkov como enfermera en Viena-- sigue teniendo un hondo interés humano. Los bombardeos de Viena --como los de Berlín en páginas anteriores-- son, junto con las visitas de la autora a la cárcel y sus experiencias en el hospital de sangre, páginas muy duras de leer pero tan desprovistas de autocompasión y tan llenas de modestia que no dejan un sabor amargo. Y el estilo literario es tan natural que sobrevive incluso a una traducción torpe.

Se echa de menos el excelente índice onomástico de la edición original inglesa. Y las fotos están peor reproducidas, lo cual es una pena pues no es frecuente ver una serie de personajes tan hermosos. Hace un par de años le comenté a Tatiana Metternich, una hermana de la autora que vive aún, cuánto me había llamado la atención la belleza de ella, su familia y sus amigos. Me miró pensativa:

- Dicen que es siempre así. Cuando un mundo va a desaparecer los jóvenes son especialmente guapos... Y luego mueren.


Si al odio no respondes con más odio
por el Marqués de Tamarón
ABC - Blanco y Negro Cultural, 30 de Octubre, 2004


(c) Marqués de Tamarón 2008

domingo, 26 de octubre de 2008

¿Todo está lleno de dioses?

Este heroico oficial de artillería austríaco y millonario judío, filósofo abstruso, admirador de Nietzsche y jardinero de los monjes agustinos, ingeniero aeronáutico y enemigo de la ciencia moderna, ese perpetuo rehén de la izquierda bienpensante llamado Ludwig Wittgenstein, debía de tener un día muy poco izquierdista --como casi todos los de su vida-- cuando escribió esto, pensé al descubrir una nota suya de 1938, incluida en su libro Cultura y Valor. Wittgenstein citaba un poema de Longfellow --en inglés y de memoria, pues se equivoca en la palabra crucial-- cuyo último verso dice "pues los dioses ven por doquier", y añade "esto podría servirme de lema". Ahora bien, ocurre que Wittgenstein se confunde --felix culpa-- pues cita "for the gods are everywhere", con lo que convierte en pietas lo que en el texto original era miedo y eleva el verso de consejo cauteloso a norma de vida.

Claro que el error de Wittgenstein quizá se debiese a un eco de Tales de Mileto, como me apuntó Javier Gomá. Tales opinaba que "todas las cosas están llenas de dioses". El aforismo puede entenderse como un enunciado animista, como una visión protocientífica de las fuerzas naturales o como una forma politeísta del panteísmo, según un reciente ensayo, que encontré en Internet (también allí hay dioses, aunque menores), de Frost-Arnold. Éste se inclina, convincentemente, por una cuarta interpretación de las palabras de Tales: la literalidad del aforismo, no muy lejana de la visión arcaica de Homero o Hesíodo. Me agrada pensar que Wittgenstein no hubiese estado en desacuerdo con una exégesis tan próxima a su divisa. Y que el filósofo más austero haya escogido un lema tan espléndido, violando, para colmo, su propio apotegma del Tractatus que prohibe hablar de lo inefable.

Cualquiera que lea la muerte y el entierro de Wittgenstein, aun contados por el descreído Monk, sentirá emoción, como al leer las últimas notas recogida en Cultura y Valor, un mes antes de su muerte, en las que habla de su juicio por Dios, y del diablo. Pero ya para entonces se refiere a cada uno de ellos en singular. En fin, otros siguen hasta lo último viendo o queriendo ver una variedad de epifanías. Van desde hierofanías mínimas, aunque siempre misteriosas, hasta grandiosas teofanías. Se manifiestan mediante rompimientos de gloria, desgarros de las nubes por la luz. Ningún clásico --antiguo o moderno-- carece de destellos así. Y es que ningún clásico, salvo Protágoras el sofista, cree que el hombre sea la medida de todas las cosas, gracias a Dios. O a los dioses.


¿Todo está lleno de dioses?

por el Marqués de Tamarón

ABC D las Letras, 5 de Mayo, 2007


(c) Marqués de Tamarón, 2008

jueves, 23 de octubre de 2008

Otra falacia patética

Otra falacia patetica. Imagen del diario ABC. Marques de Tamaron
UNA de las falacias más repetidas es que los españoles son indiferentes ante la Naturaleza. Sorprende esta afirmación reiterada y gratuita -auténtica falacia patética, que diría Ruskin- cuando todo a nuestro alrededor indica que en su mayoría los españoles no sólo no son indiferentes ante la Naturaleza, sino que con notable eficacia la detestan. Esa antipatía se manifiesta a veces de forma canallesca, quemando el monte o envenenando animales. En otras ocasiones el estilo es tan sólo achulado, y se desparrama basura en parajes de singular belleza, estridencias de discoteca y moto en el corazón del silencio, pintadas procaces o mitineras en las rocas. Es una manera de decir, con desplante de imbécil, «por aquí he pasado yo, que no soy menos que ese roble tan viejo o esa águila que salió huyendo».

Pero las más de las veces el odio rezuma por omisión más que por acción: los vecinos se sonríen ante el atropello, el juez se encoge de hombros, el Ayuntamiento se inhibe, los Gobiernos callan o fingen. Es la más sincera de las connivencias. «Vaya usted a saber quién lo hizo, sería muy difícil probarlo, además el bosque era muy viejo, y ya es hora de que esto beneficie a las personas y no sólo a los pajaritos». Y suspiran satisfechos los especuladores urbanos, tratantes de madera quemada, cazadores furtivos, extorsionistas, camellos de la droga, piariegos y retenes renegados.

El ejemplo perfecto de la mezcla de resentimiento y estupidez demagógica fue aquella brillante coletilla al lema de la vieja campaña contra los fuegos forestales: «Cuando arde un bosque, algo suyo se quema, señor conde». Añadiendo esas dos palabras, el gracioso -creo recordar que en La Codorniz- convertía el incendio en un acto progresista, puesto que fastidiaba a la oligarquía. Y además heroico, ya que en aquel entonces la Guardia Civil aún era o podía ser severa.

Huelga decir que esa bellaquería en particular no es ya políticamente correcta. Pero otras sí, pues casi todo es turbio en ciertas actitudes sociales. Ni siquiera los delincuentes, que deberían ser fieles a su imagen social de dechado de lógica -lógica egoísta y amoral, pero lógica al fin- son tal cosa cuando se dedican a destruir la Naturaleza. Rara vez actúan con la frialdad de un delincuente puramente racional, como por ejemplo un monedero falso. Éste tan sólo busca el estricto provecho económico, mientras que el incendiario, con independencia del posible lucro, suele disfrutar haciendo daño. Diríase que en ese terreno hay tanto o más odio que codicia. A veces cabe preguntarse si ciertos vertidos tóxicos o incendios no tendrán más en común con los crímenes de los violadores que con los de malhechores supuestamente racionales como los ladrones. Después de todo es de suponer que el sueño de quien aspira a hacer el mal perfecto es mancillar a su madre y luego matarla, y eso es, en exacta metáfora, lo que hacen miles de autores de delitos ecológicos al año, sobre todo en verano. Si tan sólo buscasen el lucro, es probable que escogieran otros delitos más rentables y que causan menos dolor innecesario.

Lo más triste, sin embargo, es que lo turbio de las motivaciones de los delincuentes parece desdibujar las propias reacciones de la opinión pública, de las autoridades y de los periodistas. No conozco otro ámbito donde haya menos ideas claras y menos acciones decididas. Abunda, eso sí, la palabrería. Todas las fuerzas políticas coinciden en sus ansias retóricas de «preservar el medio ambiente» (artículo 38 de la Constitución de 1978), pero ninguna muestra respeto siquiera por su propio nombre; se conoce que no va con ellas lo de nomen est omen. Los socialistas valoran muy poco en la práctica el primer bien social, que es la Naturaleza. A los conservadores no les interesa mucho conservar esta vieja piel de toro, tan llena de mataduras. Los verdes, absortos en la izquierda unida, tienen mucho más de izquierdistas que de verdes. Y los llamados ecologistas nunca se manifiestan cuando el desastre ecológico ocurre donde gobiernan las izquierdas.

Prueba de lo que antecede es la anarquía urbanística en casi todos los municipios españoles. Sea cual sea su militancia política, el sueño megalómano de un alcalde es benidormizar entero su término municipal, edificarlo del uno al otro confín. Yerran quienes atribuyen el anhelo a un afán de beneficio personal. Por lo común no se trata de cohecho sino de una fe pétrea en el progreso, entendido éste como un aumento acelerado del casco urbano y del número de automóviles en circulación.

Contra creencia tan firme no hay leyes que valgan, y menos en un país latino, donde la tradición es legislar profusamente pero sin luego aplicar las normas con demasiado rigor. A veces, sin embargo, triunfan paradójicos escrúpulos y ocurre, por ejemplo, que se paraliza la declaración de tal Parque Nacional para no verse obligados a entorpecer los negocios de la construcción ni sufrir la consiguiente pérdida de votos.

Quizá por el mismo prurito oficial de discreción -acaso para evitar la llamada alarma social- no sea posible averiguar cuántos están en la cárcel tras los incendios, casi todos provocados, de 180.000 hectáreas forestales en toda España durante el pasado año 2005, o por cualquier otro delito ecológico (se dice oficiosamente que nadie está en prisión por un quítame allá esas pajas, aun ardientes). Pero cuesta creer que haya voluntad oficial de sigilo, pues los poderes públicos no pueden ignorar el auténtico sentir popular ante todos estos abusos y delitos: la sonrisa suficiente. Como mucho, los políticos evitarán en lo sucesivo reconocer las amplias complicidades del pueblo soberano con los incendiarios, después del revuelo causado en agosto pasado por la franqueza de la ministra de Medio Ambiente al admitir que existía «tolerancia social» en Galicia y en el resto de España, que impedía la identificación de los culpables.

A la tolerancia podía haber añadido la desidia. Mientras escribo estas líneas y para no perder el sentido de la realidad más humilde, tengo a mi lado una bolsa de carbón vegetal para barbacoas hecho en el Paraguay y comprado esta primavera en unos grandes almacenes madrileños. O sea, que mientras ardían los montes españoles porque nadie era capaz de atajar el fuego, ya que el sotobosque no se mantiene limpio desde que desapareció el piconeo, estábamos importando picón de una selva situada a diez mil kilómetros de distancia.

Y es que aquí, como en otros asuntos nacionales, el problema no está tanto en el Gobierno o los Gobiernos de la nación cuanto en la nación del Gobierno. Un pueblo que no cree en él mismo -en su historia ni en su naturaleza- mal puede exigir fe y voluntad a sus Gobiernos. Y éstos -unos más que otros, es cierto- tendrán la perpetua tentación de zanjar los problemas «como sea». Es decir, sin resolverlos.
 
Leer el artículo en el ABC

Otra falacia patética
Diario ABC, 25 de Mayo, 2006

lunes, 13 de octubre de 2008

El español ¿lengua internacional o lingua franca?

Marqués de Tamarón

El texto que reproduzco a continuación fue presentado en el Congreso Internacional de la Lengua Española de Sevilla, 1992.

     DIMENSIÓN INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
     
     Permítaseme empezar con una cita que a algunos puede parecer inoportuna y a otros incluso irritante por venir de lo que muchos consideran el adversario lingüístico, es decir, el mundo de otras lenguas supuestamente rivales del español. George Steiner, uno de los pocos políglotas auténticos de este siglo, hasta el punto de que él mismo no sabe si su idioma principal es el inglés, el alemán o el francés, termina así un brillante estudio sobre el lenguaje y la traducción: «Qué ironía si la respuesta a Babel fuese el papiamento y no Pentecostés» (1).

     Resultaría en efecto irónico que la bíblica confusión de lenguas, la pluralidad idiomática del género humano, acabase no en la glosolalia o don de lenguas pentecostal —que hoy sería obra de la educación general, tan milagrosa para el hombre moderno como el Espíritu Santo para sus mayores— sino en una lengua vehícular mundial basada en el inglés. Esta sería una lingua franca corrupta y simplona, una especie de papiamento o pidgin que mezclaría las ochocientas cincuenta palabras del llamado Basic English con voces de otros orígenes y resultaría jerga más o menos inteligible en todo el planeta.

     De realizarse tal posibilidad —y no faltan ya presagios en aeropuertos, bancos y reuniones internacionales— asistiríamos a una triple desgracia. Una desgracia para el español, que al igual que otros idiomas quedaría relegado al papel de lengua muerta o de lengua familiar empobrecida. Una desgracia para el inglés, que resultaría degradado hasta un punto grotesco (2). Y una desgracia para la propia función comunicativa de las lenguas vehiculares, puesto que a la larga ningún papiamento puede ser universal sino que adopta diversas formas locales. Volveríamos, pues, a la babelización pero arrancando de cero, con léxicos y estructuras muy toscos.

     Es difícil hacer previsiones a medio y largo plazo, pero no inútil. Tales conjeturas nos obligan al saludable ejercicio de mirar con desapasionamiento el presente y preguntarnos sobre las tendencias discernibles que apuntan al futuro. ¿Cuál es hoy el peso internacional de la lengua española en comparación con otras? ¿Está ese peso internacional determinado tan sólo por elementos ponderables o también intervienen en él ciertos imponderables? ¿Es el español una lingua franca? Si lo es, ¿qué ventajas y qué inconvenientes acarrea tal condición? ¿Existen indicios políticos, económicos, culturales o puramente lingüísticos que permitan pronosticar el porvenir de nuestra lengua?

     Cualquier análisis racional (3) de la situación del español ha de apoyarse en un arduo inventario previo. Arduo porque no existen datos fidedignos de las realidades que más nos interesan. A ciencia cierta no se sabe ni siquiera cuántas personas hablan español (4) como lengua materna (GLM) o única. Peor aún, si queremos comparar el español con otras grandes lenguas internacionales nos encontramos con que tampoco se conocen datos exactos de éstas. Por un lado se comprende que sea más hacedero un censo de los hablantes del islandés que de los hispanohablantes, o del japonés que del chino. Mas por otro lado es extraño que ninguna organización internacional, pese a sus cuantiosos medios, haya resuelto estas dudas de manera satisfactoria. En lo que toca al español, confiamos en que el Instituto Cervantes, entre otros servicios a nuestra lengua, pueda decirnos pronto cuántos la hablamos. El desglose entre el GLM y los que usan el español tan sólo como lengua de relación no es tarea fácil puesto que se enfrenta con problemas censales y a la vez tropieza con prejuicios políticos de una u otra laya.

     Otra información básica de la que no se dispone es la referente al número de personas de todo el mundo que están aprendiendo el español y otras lenguas. Hay datos parciales (5), útiles pero insuficientes para establecer las oportunas comparaciones entre el interés mundial por el español y el que suscitan otros idiomas. Cuando en 1989 apareció un estudio económico muy completo sobre la lengua inglesa como mercancía mundial (6), su autor, Brian McCallen, se extrañó de la poca atención que hasta entonces se había prestado al mercado de lo que llamaba la «industria de la enseñanza del inglés como lengua extranjera». Él calculaba que tal mercado (sin contar los gastos de las administraciones públicas) generó en 1988 unos ingresos totales de 6 250 millones de libras esterlinas (incluyendo enseñanza y, libros de texto, y abarcando las actividades de este orden en todo el mundo, de las que el Reino Unido tan sólo se beneficiaba en un 16,4%). Un mercado, pues, que hoy, tras cuatro años de crecimiento sostenido, puede estar ya cerca de los dos billones (dos millones de millones) de pesetas anuales tan sólo en el sector privado. ¿Podríamos cifrar el correspondiente mercado del español? Me temo que no podríamos ni empezar a hacerlo, por falta de los datos más elementales. Quizá estemos desaprovechando buenas posibilidades de dar a conocer mejor nuestra lengua en el mundo. O, dicho con palabras más atractivas para oídos modernos, acaso los empresarios y los asalariados de todos los países hispanohablantes se estén perdiendo parte de un buen negocio. A fin de cuentas, basta con que haya una persona que quiera aprender español por cada diez que quieran aprender inglés para que estemos ante un mercado de dos mil millones de dólares al año, y eso sin contar con la enseñanza pública. No parecen cantidades desdeñables.

     Nos faltan, pues, datos para determinar con un mínimo de exactitud la importancia internacional del español en relación con las otras lenguas. Pero ocurre además que cuando hay datos de fiar hace falta interpretarlos con objetividad y eso no siempre es posible. Sirva de ejemplo el antes mencionado asunto de la enseñanza del español. Ciñéndonos al caso de Alemania, nos encontramos con que, como dice Gregorio Salvador, «hasta no hace muchos años, en los seminarios de Lenguas Románicas de las universidades alemanas el francés reinaba claramente y era la lengua escogida como principal por la mayoría de los alumnos; hoy la situación se ha invertido y es el español la lengua que se prefiere. La explicación es obvia: los más de doscientos millones en que nuestro GLM excede al francés resultan ahora determinantes para la elección desde una consideración utilitaria, que en el aprendizaje de lenguas es criterio decisivo» (7). Ahora bien, las estadísticas de la enseñanza secundaria en la República Federal de Alemania muestran que en el curso 1985-86 había 2 242 432 estudiantes de francés y tan sólo 61 287 de español (8).

     ¿Cómo explicar esta aparente contradicción? ¿Acaso los alemanes no se interesan por el español hasta que llegan a la universidad? Supongo que lo más verosímil es que en muchos colegios alemanes no haya profesores de español y sí de francés. En términos económicos, hay que pensar que la oferta de servicios lingüísticos es rígida (se tardan años en preparar a un profesor) y la demanda es flexible (la decisión de estudiar un idioma u otro se puede tomar en un segundo). Hay que suponer también que al ser mucho menor el número de estudiantes de lenguas en la universidad, ésta puede atender mejor sus preferencias que los establecimientos de enseñanza media, donde los programas de estudio serán más rígidos y más limitadas las posibilidades prácticas de escoger. Digo que supongo todo esto pero sin mucha seguridad, ya que la misma fuente nos dice que en el curso 1986-87 había en la universidad alemana 742 personas preparándose para ser profesores de lenguas con el español como principal disciplina, y 3955 que habían escogido el francés. Ahí ya la proporción es mucho menos desfavorable para nuestra lengua, pero no deja el francés de tener una gran ventaja.

     Refiero lo que antecede tan sólo para ilustrar las dificultades con que se enfrenta cualquier proyecto de cuantificar y luego interpretar los factores que pueden indicar la importancia relativa del español y de las demás lenguas. Creo, pese a todo, que el empeño vale la pena, sobre todo si se emprende sin perder de vista los aspectos políticos internacionales de la cuestión. Por eso hace ya dos años efectué un primer intento (9) de reducir, a una ecuación el índice de importancia internacional del español, y el de otras lenguas. Dicho índice es igual a la suma de otros seis índices (cada uno multiplicado por un factor de ponderación) dividida por la suma de los factores de ponderación. Los seis índices parciales son: el llamado por la ONU índice de desarrollo humano —que incluye la expectativa de vida, el nivel de instrucción y el producto interior bruto real per cápita—, el número de hablantes, las exportaciones, el número de países que tienen dicho idioma como lengua oficial, el uso como lengua en la ONU, y el número de traducciones de ésa a otras lenguas. Después, ya este año, he puesto al día los datos y he rehecho los cálculos, rectificado factores de ponderación, para incluir una versión más trabajada en este informe. El lector encontrará detalladas explicaciones metodológicas de las ecuaciones en el correspondiente apéndice.

     Tengo sin embargo que decir aquí que los resultados (inglés, 0,590; francés, 0,445; español, 0,394; ruso, 0, 371; alemán, 0,346; chino mandarín, 0,342; japonés, 0,325; sueco, 0,297; italiano, 0,296; hindi, 0, 134) me parecen ya que no injustos al menos poco equitativos, pese al cuidado escrupuloso puesto en todo el proceso. Mi insatisfacción no obedece al patriotismo lingüístico sino a una impresión algo más que intuitiva de que el español tiene un peso internacional mucho mayor —y no sólo un poco mayor— que el chino mandarín o el japonés. También y sobre todo creo que el peso internacional del inglés es muy superior al que aquí aparece en comparación con las otras lenguas mencionadas. Y quizás asimismo el alemán y el italiano quedan por debajo de su nivel real.

     En suma, faltan elementos de juicio. No sólo habría que tener en cuenta ciertos imponderables a los que me referiré después —como la imagen o percepción que en el mundo se tiene de cada lengua— sino también algunos semi-ponderables e incluso elementos que más que ser imponderables están hoy por ponderar. Entre estos últimos destaca uno que ya he mencionado: el número de personas que están aprendiendo cada idioma como lengua extranjera. No sólo carecemos de este dato, sino que ni siquiera sabemos cuántas personas conocen y usan ya esos idiomas como segundas lenguas. Tampoco hay estadísticas de otros indicadores menos generales pero muy significativos, como serían el uso de cada lengua en la actividad científica (10) o en el mundo del espectáculo. Todo lo más hay datos, en general poco rigurosos, del inglés y de alguna otra lengua, pero no de la docena que habría que conocer para tener una visión de conjunto.

     Entre las consideraciones que he llamado semi-ponderables hay tres que pesan a favor del español, como señalan el profesor Salvador (11) y otros. Una es su facilidad. La ortografía española es, en efecto, razonable si se compara con la complejidad de la francesa o la arbitrariedad casuística de la inglesa, y además es relativamente simple su correspondencia con la fonética. Otro extremo que hay que valorar es la primacía de una lengua dentro de su familia lingüística. El español es la más hablada de las lenguas románicas y constituye una llave natural para entrar en dicha familia, familia por lo demás menos heterogénea que otras. Por poner un solo ejemplo, parece natural que un banquero neoyorquino con negocios en México y en el Brasil empiece por aprender español y no portugués. La tercera consideración me parece más discutible o menos verificable. Se dice que el español es una lengua más unitaria que otras, y a veces se cita como ejemplo contrario el inglés. No estoy seguro de que sea más difícil para un londinense entender a un vecino de Chicago o de Melbourne que para un leonés comprender a un bonaerense o a un sevillano. En el uso popular de ambas lenguas existen variedades considerables de léxico, acento y sintaxis, y volveré a ese asunto más adelante.

     Pero tal vez algunos de los fundamentos más determinantes de la importancia internacional de un idioma sean del todo imponderables, y utilizo imponderable en su triple acepción: «que no puede pesarse», «que excede a toda ponderación» y «circunstancia imprevisible o cuyas consecuencias no pueden estimarse». Las tres cosas se pueden predicar del influjo que ejerce —en la importancia atribuida mundialmente a una lengua— un factor tan impalpable, tan singular y tan cambiante como es la imagen que en general se tiene de dicha lengua, su fama de moderna o anticuada, fácil o difícil, pujante o decadente, lengua de ricos o lengua de pobres, habla de científicos o de artistas. Merecedora a veces de figurar tanto entre los idola tribus como los idola fori de Bacon, esta imagen o fama general de cada idioma es en ciertos casos demasiado tornadiza para que la califiquemos de estereotípica, pero siempre influye poderosamente en el peso político de cualquier idioma. Por supuesto la imagen de una lengua depende en buena medida de la imagen de la cultura —nacional o multinacional— de la que dicha lengua es vehículo. Y la imagen popular de esa cultura depende a su vez de la sedimentación histórica y, —en proporción creciente, dado que nuestra época genera vastas cantidades de información, no siempre exacta pero sí «en tiempo real» de la actualidad más instantánea.

     Podemos, pues, hablar de ciclos cortos y de ciclos largos en la evolución de dichas imágenes. La imagen, por ejemplo, que el mundo tiene del francés pertenece a un ciclo largo. Conserva el prestigio de una lengua socialmente distinguida e intelectualmente refinada, con una doble legitimidad, conservadora (es la lengua del Antiguo Régimen) y progresista (en ella escribieron los enciclopedistas y los revolucionarios), y con el lustre de su uso continuo por todas las vanguardias literarias hasta 1980 y todas las retaguardias diplomáticas hasta 1920. Por eso —y porque la educación francesa sigue siendo excelente— tantos burgueses ilustrados continúan en todo el mundo mandando a sus hijos a los liceos. Por eso, repito, por un prestigio cultural que Francia ha sabido mantener gastando sumas astronómicas de dinero, y no porque los padres de los alumnos desconozcan el actual peso económico y político del francés, tan menguado que no sólo lo ha desplazado el alemán en Europa Oriental como segunda lengua extranjera (el inglés es la primera allí como en el resto del mundo) sitio que en Hispanoamérica parece que el portugués lo ha rebasado en la demanda de enseñanza de idiomas (12). La contradicción entre su menguante atractivo utilitario y el persistente prestigio socio-cultural del francés se ve muy clara en España, donde aparece plasmada en dos hechos significativos: mientras que en los centros públicos de enseñanza secundaria dicha lengua perdía en un solo año (del curso 1989-90 al siguiente) nada menos que el 22,46% de sus alumnos como primer idioma extranjero (13) seguía habiendo enormes listas de espera para ingresar en el Liceo Francés de Madrid, donde cursan sus estudios secundarios miles de alumnos, en su mayoría españoles. La imagen, pues, del francés ayuda a amortiguar su caída como lengua vehicular mundial.

     La imagen del alemán, determinada desde 1800 por un curso ascendiente de ciclo largo, sufrió dos bajas de ciclo corto, una entre 1918 y 1930 y otra entre 1945 y 1989. La caída del muro de Berlín y el derrumbamiento del comunismo fue un hecho simbólico de fuerte efecto en dicha imagen, aparte de su indudable importancia económica que algún día se podrá calcular pero que hoy sigue siendo difícilmente mensurable. Nadie sabe si las cuantiosas inversiones alemanas en toda la Europa Central y Oriental serán rentables, pero todos sabemos que el alemán vuelve a ser lingua franca en esa región, hasta el punto de que en algunos ámbitos de enseñanza está superando al inglés. Y nadie encuentra extraño que en todas las instancias internacionales, empezando por la Comunidad Europea, los alemanes comiencen a no aceptar sin más la primacía de otras lenguas. Si hace cien años el estereotipo habitual consideraba el alemán como la lengua de la ciencia, el francés de la diplomacia y el inglés del comercio, hoy la imagen del alemán ha recuperado tan sólo parte de su prestigio en las ciencias —donde es muy difícil competir con el inglés— pero en cambio ha aumentado su influencia en los medios políticos y económicos.

     El ruso, considerado en todo el mundo hasta hace doscientos años como una lengua exótica de mero interés regional, inició una larga fase ascendente con el prestigio cultural que le dieron sus grandes escritores del siglo XIX. Tras 1917, representó para muchos intelectuales occidentales la lengua de un gran imperio, no por impuesta menos grandiosa. En un lance probablemente único en la historia de las lenguas, la imagen del ruso cambió de forma tan radical y brusca que en unos meses de 1989 y 1990 pasó de ser casi todo a ser casi nada. Esta imagen tornadiza constituye el máximo ejemplo de la dificultad de reducir ciertos elementos a sumandos de una ecuación. Los factores demolingüísticos del ruso han variado muy poco, pero su estatus en el mundo está sufriendo un eclipse de duración incalculable. La imagen cuenta.

     ¿Y la imagen actual del español? En primer lugar hay que constatar que está mucho menos ligada a la fortuna de la nación que le da nombre que el francés, el alemán y el ruso a sus respectivas cunas, por evidentes motivos geográficos e históricos. En eso nuestra lengua se parece mucho más al inglés que a las otras grandes lenguas indoeuropeas. En segundo lugar, al ser plurinacional nuestra lengua, las diversas coyunturas políticas de nuestros países se compensan hasta cierto punto entre sí y la evolución de la imagen del español es lenta, propia de un ciclo largo. Eso, sin embargo, no quiere decir que los acontecimientos no influyan en la imagen. El que más cerca tenemos, la Exposición Universal de Sevilla, probablemente influirá en la imagen de España y por tanto en la del español, como también los Juegos Olímpicos de Barcelona han tenido su efecto. En una cultura de la imagen como es la contemporánea los grandes espectáculos —y las catástrofes— dejan huella muy extensa. En otro orden de cosas, «el desastre que no ocurrió» (como llama un banquero de los Estados Unidos la felizmente superada crisis de la deuda extranjera iberoamericana) (14) también modifica la imagen del español. De una manera sutil, muchos no oyen con los mismos oídos el español de 1989 —idioma que asociaban en América con la hiperinflación y el bajo crecimiento económico— que el español de 1992, que asocian con la recuperación económica de varios países hispanoamericanos.

     De ritmo más lento y quizá de huella más honda sea el cambio operado en la imagen internacional del español por obra del acercamiento de muchos de nuestros países al modelo socioeconómico que impera en el «mundo rico»: democracia más libre empresa. No digo que esa fórmula sea una panacea, simplemente que así lo ven los «formadores de opinión» en los países desarrollados. Por un mecanismo que no acabo de entender, lo que se vuelve en contra de la imagen de la lengua rusa beneficia a la lengua española.

     Pero en última instancia la imagen del español es de ciclo largo y ha permanecido muy estable desde 1800. Está estrechamente ligada a nuestra historia social, y quizá por eso arranca de principios del siglo XIX —quiebra del orden tradicional en todos los dominios de la corona hispánica, con la guerra napoleónica a un lado del Océano y la independencia al otro— y no de antes. De hecho, antes, entre 1500 y 1800, los estereotipos nacionales aplicados a los españoles, comparados por ejemplo con los ingleses, eran casi exactamente los opuestos a los actuales o al menos a los del siglo XIX. Se suponía hasta hace un par de siglos que los españoles eran graves, taciturnos, taimados y despóticos, mientras que los ingleses eran apasionados, inconstantes, vanos y borrachos (15). Algo así como si el mundo viese a España tal como la veía el propio Calderón de la Barca y a Inglaterra como la retrataba Shakespeare, pero no porque la opinión pública mundial se fundase en esos dramas sino porque así percibía la realidad. Luego se volvieron las tornas, por motivos que sería prolijo y acaso arriesgado explicar.

     El caso es que desde 1800 ó 1830 la imagen que circula de la cultura española es producto de una reelaboración romántica de los principales acontecimientos y situaciones que se han ido viviendo entre California y el Cabo de Hornos, y entre los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar. Esa imagen cultural de lo español es lo que ante todo determina la imagen lingüística del español con los consiguientes errores: como nuestro vivir ha sido turbulento y abigarrado, tan sólo se suele ver el lado dionisíaco de nuestra cultura, y se acaba atribuyendo a nuestra lengua una inexistente condición barroca, siendo así que el español es la lengua más clásica y lógica desde que murió el latín. Se considera más hispánico a García Márquez que a Borges, confundiendo el fondo y la forma, y olvidando que esa forma, la lengua, tiene mil años, y este fondo doscientos. Por lo mismo se piensa que Unamuno es un escritor más español que Ortega y Gasset. Al final concluimos acuñando un desafortunado lema publicitario de raíces machadianas, «España es diferente», que confirma los más caros prejuicios de los turistas foráneos. Desde los primeros viajeros románticos, el mundo busca esencialmente pathos en la cultura hispánica, y termina encontrando esas esencias patéticas aun donde menos abundan, en nuestra lengua.

     Tal malentendido tiene inconvenientes y ventajas en el terreno práctico del peso internacional del idioma. Muchos se sienten atraídos por el supuesto pintoresquismo de nuestra lengua, otros repelidos por una presunta singularidad que la haría distinta y distante de las demás y poco apta para la vida moderna. Esto último lo pueden creer incluso franceses que para traducir noventa tienen que decir quatre-vingt-dix o ingleses que a cada paso han de pedir el deletreo al escuchar su propio idioma.

     Pero en conjunto la lengua española «cae simpática». Algunos le reprochan su aspereza fonética, pensando en la modalidad castellana y no en la atlántica (andaluza e hispanoamericana). La imagen psicológica de nuestra lengua, con todo, es cálida; se asocia hoy con un conjunto de pueblos llenos de imaginación y vitalidad. Claro que esta vitalidad no es sólo cordial sino genesíaca. El crecimiento demográfico del mundo de habla española es un hecho, pero un hecho susceptible de diversas valoraciones. Para unos es garantía de un futuro multitudinario luego grandioso, para otros es indicio de una condición en esencia proletaria, como la del chino o el indostánico. En general se ve con mucha más esperanza el porvenir económico y social de casi toda Iberoamérica que el de buena parte de Asia y casi toda África. De nosotros depende inspirar más simpatía y menos compasión, aunque ambos términos sean etimológicamente sinónimos. El pathos está bien en pequeña cuantía, pero a la lengua y su decoro les va mejor el logos, palabra y razón a la vez.

     Hay que añadir, sin embargo, que lo que más influye en la imagen internacional de un idioma es la impresión que produce de ser o no lingua franca, entendiendo por tal la que se usa regional o mundialmente por hablantes de otras lenguas (16). Me refiero a la impresión y no a la certidumbre, pues repito que tampoco hay datos fehacientes de cuántas personas conocen y usan una lengua ajena para tales menesteres cosmopolitas. Pero está claro, con o sin estadísticas, que ciertas lenguas sirven para moverse entre hablantes pertenecientes a diversos GLM, y que algunas de ellas tienen una utilidad meramente sub-regional (como el hausa en tres o cuatro países de África Occidental), otras se usan en vastas regiones del orbe (como el árabe o el francés) y una, tan sólo una, el inglés, ha llegado a desempeñar el papel de lingua franca mundial. Es muy probable que si se encuentran un mexicano y un brasileño hablen en español, un finlandés y un sueco en sueco, un húngaro y un austriaco en alemán, pero si se reúnen los seis se tendrán que entender en inglés, que no es la lengua materna de ninguno de ellos. Según un estudio reciente (17), más del 60 % de los científicos de todo el mundo puede leer inglés, el 70 % de todo el correo va escrito en inglés y el 80% de la información almacenada en todos los sistemas electrónicos está en inglés. La importancia mundial de esta lengua tiene, pues, poco que ver con el hecho de que sea la lengua madre de media docena de naciones ricas, numerosas e instruidas. En un revelador sondeo de opinión (18), los jóvenes suizos que estudiaban inglés dieron nueve razones para ello, entre las cuales la primera (97,4 %) era que dicha lengua sirve en todo el mundo y la última (10,3 %) que sirve para saber más sobre Inglaterra (el saber sobre los Estados Unidos tampoco les atraía mucho, y menos aún el leer la literatura en lengua inglesa). Una lingua franca es por definición una lengua sin fronteras, lo que es tanto como decir una lengua desarraigada e indefensa.

     Pero también tiene sus ventajas, claro está, para quien la posee como lengua materna. Para empezar, no tendrá que molestarse en aprenderla como lengua extranjera, aunque es posible que tenga que aprender a usarla de otra forma, simplificando su discurso. Podrá utilizarla con mayor soltura que quienes la tienen como segundo idioma, y eso resulta provechoso en el trato económico, científico, cultural y humano. Puede escribir en su idioma a sabiendas de que su posible público se cuenta en millones y no miles de lectores, y al leer tiene acceso a una cultura de miles y no de docenas de autores, con ricas variaciones regionales. Pero de casi todas estas ventajas (las culturales y algunas de las prácticas) dispone en mayor o menor grado no sólo el hablante nativo de una lingua franca sino el de una gran lengua internacional, hablada por muchas naciones aunque pocos de fuera de ellas.

     ¿Es el español una lingua franca o una gran lengua internacional? Más bien parece lo segundo, si se repara en que la mayoría de los hispanohablantes no tiene otra lengua materna. No significa lo mismo que un chileno o un cubano hablen en español en la ONU a que lo haga en francés un congoleño o en inglés un paquistaní. El chileno o el cubano no están empleando una lengua vehicular extranjera, están usando su propia y a veces única lengua. El español es propiedad mancomunada de una veintena de naciones. El inglés ya no es de nadie; por muy codiciado y manoseado que esté, es, en rigor, un bien mostrenco.

     Las cosas, sin embargo, están cambiando en el español, para bien y para mal. El creciente interés que en todo el mundo despierta su aprendizaje escolar, el que ya no resulte insólito que un diplomático japonés o un periodista húngaro nos hablen en correcto español y, sobre todo, las crecientes minorías hispanohablantes en los Estados Unidos y otros lugares, son hechos halagüenos para nosotros y azarosos para nuestra lengua. No quiero razonar como purista, sino como convencido de la utilidad práctica de mantener la unidad de la lengua española. Si eso ya es difícil con trescientos millones de hablantes esparcidos en doce millones de kilómetros cuadrados, pero en su inmensa mayoría pertenecientes al GLM español, lo será más aún si nos ocurre como al inglés, hablado hoy por más gentes como segunda que como primera lengua. Son muchos los filólogos que pronostican al inglés una evolución que lo llevaría a ser la lingua franca absoluta, luego a la pidginización y, por último a la fragmentación en diversos creoles o criollos lingüísticos. ¿Podría ocurrir lo mismo con el español?

     La primera contestación posible, y no del todo satírica, sería afirmar que tal fragmentación del español —similar a la del latín hace un milenio— ha ocurrido ya y no nos hemos enterado. Eso sería una exageración, pero el hecho es que no se sabe cuándo exactamente se produjo la fragmentación del latín. Cabe pensar que cuando tarde o temprano se produzca la de nuestra lengua acaso no nos demos cuenta cabal del acontecimiento histórico. Puede haber una etapa intermedia entre la unidad y la disgregación lingüística durante la cual las personas cultas hablen entre sí un idioma distinto del popular de cada rincón hispánico, como ocurre ahora con el árabe literario y el dialectal. Es más, cada persona podría usar, según las ocasiones, distintas modalidades del idioma ¿No lo hacemos ya, no se ha hecho siempre?

     Ya hoy buena parte de nuestro léxico cotidiano está diferenciado por naciones, por comarcas dentro de éstas y por clases sociales y profesionales. Los ejemplos citados por Dámaso Alonso (19) y por Manuel Alvar (20) para señalar la variedad terminológica de objetos tan comunes como el volante, manubrio, timón, rueda, cabrilla, guía o manijera del automóvil o el boli(grafo), birome, punta bola, lápiz pasta, esfero(-gráfico) o lapicero, ejemplos que yo me he entretenido en completar, podrían ser multiplicados. Por referirnos tan sólo a palabras de las antes llamadas malsonantes o groseras, la variedad equívoca del español es tan enorme que para estar seguros de no ofender involuntariamente a ningún hispanohablante habría que acudir sin cesar a algún diccionario especializado (21).

     Todo eso es ya inevitable, pero hay nuevos elementos disgregadores que podrían ser frenados, como la distinta traducción que se da a los nuevos términos científicos y técnicos ingleses en los países hispánicos. Parece que ha habido más de un intento de arbitrar traducciones únicas, válidas para todos los hispanohablantes, y no se ha conseguido gran cosa, ni siquiera con los vocablos de nuevo cuño. No es esto un buen presagio.

     Quedaría, eso sí, un meollo común del idioma. Todos nuestros descendientes seguirían probablemente diciendo «te quiero» o «te amo», aunque esto último no demostraría nada pues es latín casi puro y en una reductio ad absurdum podría probar que la fragmentación románica no tuvo lugar (22). Se seguiría entendiendo por doquier oraciones como «tengo hambre» o «tengo sed», porque tocan lo más hondo y permanente de nuestro ser. Pero el resto de nuestro lenguaje se podría diversificar hasta extremos babélicos.

     No hemos llegado, ciertamente, a ese punto. Ni mucho menos. Aquí estamos hablando en español personas de muy distintos orígenes geográficos y nos entendemos sin sombra de dificultad. Lo que ocurre es que dentro de cada uno de nosotros coexisten varias normas lingüísticas. Alguno acaso hable con acento y léxico andaluz en casa y castellano en el trabajo, y emplee expresiones con sus hijos que no usaría con sus padres. El caso de ciertas jergas juveniles es ilustrativo: muchos jóvenes saben en el fondo que su habla es, más que un idioma, un juego que terminarán abandonando junto con otros signos distintivos de la mocedad, y que la lengua de comunicación general es la otra que también conocen.

     Además en las lenguas nunca actúan solas las fuerzas centrífugas; las centrípetas también empujan. Si la imprenta fue decisiva para evitar la fragmentación lingüística del español durante la Edad Moderna, es evidente que las comunicaciones fáciles durante la Edad Contemporánea también han pesado mucho. Hoy, la televisión y el cine son factores importantes de homogenización. Pero falta voluntad política y social de mantener la unidad del idioma, o al menos fomentar su conservación. Muchos, a ambas orillas del Atlántico, somos conscientes de que esa unidad nos beneficia a todos, pero pocos hacen algo práctico para mantenerla. Sin llegar a creer, como las autoridades francófonas, que en este campo todo se puede conseguir con leyes, dinero y esfuerzo, sí podríamos hacer mucho más (23).

     Algún día, sin embargo, desaparecerá nuestra lengua, por ley de vida. Como insistía Dámaso Alonso, lo que hemos de hacer es retrasar por todos los medios ese momento. Para eso hay que trabajar y también usar la imaginación. Imaginar el futuro, vuelvo a decir, es sano ejercicio pues nos obliga a comprender el presente y a veces nos permite precavernos de ciertos riesgos. Dejo a imaginaciones más fértiles que la mía la previsión de las consecuencias para el español de una posible no integración lingüística de los hispanos en los Estados Unidos (24). No creo que tal enclave lingüístico dure, pero tampoco podemos descartar nada. Si perdurase, ¿se crearía algo parecido a lo que representa Quebec en el Canadá? ¿O cuajarían varios papiamentos de origen hispánico pero distintos entre sí? Si ocurriese lo primero, puede que resultase beneficioso para la imagen internacional del español, aunque quizá no tanto para la unidad de la lengua. Si lo segundo, tal unidad quedaría rota. Una de las paradojas de la historia de la cultura es que las lenguas ecuménicas son tan vulnerables como las de aldea, aunque de distinta manera.

* * *

     Durante la realización de este estudio he mantenido largas conversaciones con doña M.ª Paz Battaner, don José Manuel Blecua, doña Silvia Cortés, don Antonio Fontán, don Emilio García Gómez, don Valentín García Yebra, don Fernando Lázaro Carreter, don Ángel Martín-Municio, don Francisco Moreno, doña Pilar Palanco, don Gregorio Salvador y don Alfonso Urzáiz. A todos agradezco su paciencia y ciencia al atender a mis consultas; a todos también debo exonerar de cualquier responsabilidad por cuanto aquí digo.
     Intervino muy directa y eficazmente en el acopio de datos y la elaboración de las ecuaciones don Jaime Otero, al que debo gran reconocimiento aunque asimismo me declaro único responsable de esa parte del trabajo.

APÉNDICE

ÍNDICE DEL PESO INTERNACIONAL DEL ESPAÑOL

Estudio comparativo de diez lenguas

Lo que fija y conserva la lengua de una nación, así como sus ciencias y su historia, es únicamente la fuerza de su imperio político, acompañado del bienestar alegre y del vagar de sus habitantes.
Ibn Hazm, siglo XI.
     Notas generales. La selección de lenguas
     Entre las diez lenguas sometidas a examen, puede llamar la atención la ausencia de algunas de las más habladas del mundo —el portugués, el bengalí, el malayo, el árabe—, y la presencia de otras cuya importancia numérica no es relevante. Precisamente uno de los sentidos de este índice es mostrar que no es tan sólo el número lo que da fuerza a una lengua en el mundo. Por ello se han incluido idiomas, como el italiano o el sueco, con un sólido respaldo cultural (reflejado en sus traducciones o el índice de desarrollo humano de sus hablantes). El árabe, lengua con gran acervo cultural y ampliamente extendida, plantea enormes problemas a la hora de contar a sus hablantes, entre otras cosas por su gran variedad de dialectos. El portugués es un caso en buena medida representado ya en el español. Otros idiomas no europeos con peso demográfico carecen verdaderamente de importancia política, y podrían reflejarse en los casos del hindi o el chino.

     La educación

     El índice se ha elaborado conforme a la siguiente ecuación:

     Donde el índice (I) es igual al sumatorio (1) del producto de cada índice (In) por su correspondiente factor de ponderación (Wn), dividido por el sumatorio de los factores de ponderación, teniendo en cuenta para calcular cada índice la media ponderada de los respectivos componentes (hablantes, exportaciones, traducciones...). En el caso del índice de Desarrollo Humano se ha realizado una evaluación adicional, afectando con un factor de población relativa al valor correspondíente a cada nación dentro de un idioma. El denominador es la suma de los factores de ponderación (=1)

     El índice, componente por componente

     El número de hablantes (ponderación, 0,26). En el cómputo de los hablantes de cada lengua se ha buscado el equilibrio entre la aplicación de un rasero común a todas las lenguas, y el reflejo de la realidad de las mismas, más allá de las cifras oficiales. Así, por lo general se ha equiparado el número de habitantes con el de hablantes, sin tener en cuenta la existencia de importantes GLM minoritarios en Estados Unidos (el hispano, por ejemplo), España (el catalán, el gallego o el vasco), Perú (el quechua), etc. Se ha entendido que en estos países el conocimiento de esa lengua es imprescindible para la integración de cualquier minoría en la realidad estatal. Del mismo modo, tampoco se ha tenido en cuenta a los hablantes de una lengua cuando forman minorías en países de las características señaladas (vale el ejemplo a la inversa, y otros, como los de las minorías alemanas de Europa central y del este, o las orientales de América). Este criterio, por tanto, ha afectado negativa y positivamente a todas las lenguas.

     Excepciones a esta regla son: a) la exclusión de los habitantes de microestados, por ser las cifras poco significativas y alterar en cambio la realidad del número de países que hablan una lengua (véase más abajo); b) en China y la India, y con reserva de acatar opinión más experta, se ha optado por segregar los hablantes de otras lenguas que no son el mandarín o el hindi, a pesar de la oficialidad y el dominio de ambas en los respectivos Estados, por la efectiva fragmentación lingüística existente en estos; c) al contar por separado sus diferentes comunidades lingüísticas se ha tratado a Canadá, a Bélgica y Suiza como Estados plurilingües: hay lenguas objeto de nuestro estudio que son co-oficiales en estos países, expresan la cultura propia de dicha lengua, y forman una identidad con un territorio continuo y una población homogénea, es decir, con una nación; asimismo se ha sumado la población de Puerto Rico al grupo de hablantes de español.

     Otra precisión: hay importantes grupos de población que conocen una de las lenguas consideradas, y la utilizan como lengua vehicular o segunda lengua para entenderse con compatriotas que hablan otra lengua, o en determinados sectores de actividad (el ejército, los negocios, la enseñanza, la ciencia, la administración... ), y que no han sido contados como hablantes. Es el caso del inglés en la India o el francés en Argelia, y en muchos otros países. Esta laguna del índice (que lo es también de los sistemas censales existentes) perjudica sobre todo al inglés, al francés y al ruso. En los dos primeros casos también existe una particularidad: los dialectos criollos, asimismo excluidos del GLM.

     Por último, es necesario advertir sobre la imprecisión de los datos sobre minorías lingüísticas, en especial en países en desarrollo. Véase a este respecto la nota explicativa de la tabla «Language», en el anuario Britannica Yearbook 1991, pág. 774.

     El Índice de Desarrollo Humano (ponderación, 0,2 l). Es éste un índice elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que lo revisa cada año. Consta de tres componentes: la renta nacional de un país, la expectativa de vida al nacer de sus habitantes, y su nivel de instrucción, expresado por el grado de alfabetización y el término medio de años de escolarización. Se ha vuelto a calcular para cada conjunto de países que hablan una sola lengua.

     Somos conscientes de que la heterogeneidad estadística de este indicador le da un peso desproporcionado en la ecuación, pero de otro modo ésta se convertiría casi en mero reflejo del número de hablantes de cada lengua.

     El número de países (ponderación, 0, 19). Se trata del número de países donde el idioma considerado es lengua oficial o co-oficial. El índice correspondiente se ha obtenido como relación entre el número de países que tienen uno de estos idiomas como lengua oficial, y el número total de países que tienen como lengua oficial cualquiera de las consideradas (110).

     El sentido de este componente es una vez más reflejar el peso internacional de una lengua, midiendo su fuerza potencial en organizaciones internacionales o como bloque cultural y lingüístico.

     Las exportaciones (ponderación, 0, 15). Para calcular las «exportaciones de una lengua» se han sumado las de los países que la tienen como lengua nacional. En los casos del Canadá, Bélgica y Suiza se han repartido las exportaciones totales proporcionalmente entre los grupos lingüísticos. En el caso de Rusia se han descontado, también proporcionalmente, las exportaciones de los nuevos Estados resultantes de la fragmentación de la antigua Unión Soviética, pues aún no se dispone de datos que reflejen la nueva situación. En los casos de la India y China se ha preferido no descontar del total de exportaciones la proporción correspondiente a los hablantes de otras lenguas de estos países, por no considerarse ninguna de ellas en este estudio, por ser el chino y el hindi las lenguas internacionalmente más importantes de ambos países, y por ser irrelevante su cantidad.

     Este es uno de los indicadores más variables en el tiempo de los que componen la ecuación, ya que en él cuentan no sólo la pujanza económica de un país en un momento dado, sino también las paridades de cambio (las exportaciones se expresan en millones de dólares). Se trata con él de reflejar el peso internacional de una lengua en su aspecto económico (es el aspecto externo más visible de la renta de un país, incluida en el índice de Desarrollo Humano), pero también algo que llevan implícito las ventas mercantiles de un país: la exportación de la cultura y la imagen de una nación. No refleja las transacciones no comerciales (turismo, inversiones), por lo que se podría pensar en sustituirlo por la comparación de las balanzas por cuenta corriente, por el turismo u otros indicadores económicos. Pero, ¿qué significan las inversiones extranjeras, por ejemplo, que el país que las recibe es atractivo o que el que las envía es poderoso?

     El número de traducciones (ponderación, 0,12). Este componente recoge los datos de la Unesco sobre el número de traducciones de cada lengua objeto de este estudio (traducciones contadas por un procedimiento que desconocemos, aunque suponemos que suma sencillamente los títulos traducidos, y, las lenguas a las que se traducen si son más de una).

     Intenta reflejar la importancia de una lengua en términos del interés despertado en otros países por su cultura y, producción intelectual (en las traducciones se incluyen no sólo las de títulos de ficción, sino también de libros científicos, manuales, etc.).

     Una objeción importante a la representatividad de este componente es la antigüedad de los datos disponibles: el Anuario Estadístico de la Unesco de 1991 tiene datos de 1985. Es previsible que tras la caída del régimen socialista en la Unión Soviética los datos referidos al ruso (que figura en segundo lugar a mucha distancia del inglés) serán muy diferentes. Aun contando con la relevancia de la literatura de ficción en ruso, el lugar ocupado en la clasificación de autores más traducidos por Lenin, Chernenko, Andrópov y otros autores políticos nos hace sospechar que los datos más recientes colocarán al ruso por detrás del francés e incluso del alemán.

     La oficialidad en la ONU (ponderación, 0,07). La única forma de contar este componente es de modo binario (sí= 1, no= 0), a menos que se establezca una diferencia entre lengua de trabajo y lengua oficial.

     De esta manera se intenta reflejar la importancia diplomática de las diferentes lenguas, en su aspecto institucional. Parece evidente, sin embargo, que fuera de la aparente igualdad de las lenguas internacionales oficiales, la lengua diplomática en nuestros días es el inglés. Cabe preguntarse, por otra parte, si la propia oficialidad no intenta reflejar precisamente el poderío internacional de una lengua; en este caso, y como en otras instancias de la ONU, quizás sea hora para esta organización de plantearse el «ingreso lingüístico» de los dos grandes económicos, Japón y Alemania. No se ha atendido al ordenamiento lingüístico de otras organizaciones internacionales, por carecer de la universalidad de las Naciones Unidas.

     Las fuentes

     Para el índice de Desarrollo Humano, Human Development Report 1992, publicado para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) por Oxford University Press, Nueva York, 1992.
     Para el número de hablantes, Anuario El País 1992 y Britannica Yearbook 1991.
     Para las exportaciones, Britannica Yearbook 1991.
     Para las traducciones, Anuario Estadístico de la Unesco 1991.

Cuadros












Notas:

1. George STEINER, After Babel (Nueva York y Londres, 1975), pág. 474 (la traducción de la frase es mía).
2. En un editorial a medias irónico (titulado Lingua franca, lingua dolorosa) el semanario británico The Economist (24 de agosto de 1991) señalaba que para un país poseer un idioma internacional es como tener una divisa que sirva de reserva a otros: le trae ventajas a corto plazo y disgustos a la larga.
3. Por análisis racional entiendo lo contrario de esto: «España es víctima de una sistemática campaña de difamación. Y no es todo desdén: ¡no! Allá en el fondo acaso haya, bien que subconsciente a las veces, su parte de envidia. Nos sienten vivir y resurgir. Y sienten que nuestra lengua llegará a ser la primera del mundo, y no nos lo perdonan» (carta de Unamuno a Azorín, 13 de septiembre de 1907, publicada por primera vez en El País, 4 de enero de 1981). Con igual justicia se podría presentar como ejemplo de lo contrario a un análisis racional cualquiera de las lucubraciones que a veces se leen en la prensa de Barcelona, Bilbao o Madrid y que coinciden en asegurar gratuitamente, sin ninguna clase de pruebas, que el español es una lengua inútil e inadaptable al mundo moderno.
4. Véanse «Los alegres guarismos de la demolingüística», en Lengua española y lenguas de España (Barcelona, 1987), de Gregorio Salvador, y «Situación y futuro de la lengua española», en Política lingüística y sentido común (Madrid, 1992), del mismo autor.
5. Por ejemplo en el estudio sobre Enseñanza de lenguas extranjeras en la Comunidad Europea elaborado por la Unidad Europea de Eurydice (Bruselas, 1988), aunque tan sólo reseña la enseñanza en la CE de las lenguas oficiales de la propia CE, con lo cual quedan excluidos los datos correspondientes al ruso y a otras lenguas de cuya enseñanza sería útil tener más información a efectos comparativos.
6. Brian Mc CALLEN, English: A World Commodity. The international market for training in English as a foreign language (The Economist Intelligence Unit, Londres, 1989).
7. Gregorio SALVADOR, Política lingüística y sentido común, pág. 35.
8. Cf. el citado estudio sobre Enseñanza de lenguas extranjeras en la Comunidad Europea.
9. Las conclusiones provisionales aparecieron en un artículo publicado en El Sol, 3 de agosto de 1990, bajo el título «Paradojas de la lengua española en el mundo». Un año después Philippe Rossillon me hizo llegar su trabajo «L’avenir de la latinité» (en Civilisation Latine, obra de diversos autores, París, 1986), donde aparecen alusiones poco explícitas a posibles ecuaciones demolingüísticas. Supongo que existirán varias y que serán más científicas que la elaborada por mí, pero yo no las he encontrado.
10. Hay datos parciales pero útiles en España, fin de siglo, de Carlos Alonso Zaldívar y Manuel Castells, Madrid 1992 (vid. pág. 365 y sigs.).
11. Gregorio SALVADOR, obras citadas, passim.
12. Cf. «Language of Romance loses out to economics», The European, 6 de agosto de 1992.
13. Informe sobre el estado y situación del sistema educativo, Min. de Ed. y Ciencia, Madrid, 1992, pág. 95.
14. William R. RHODES «The disaster that didn’t happen», The Economist, 12 de septiembre de 1992.
15. Cf. esa riquísima mina de datos que es Ideas de los españoles del siglo XVII, de Miguel Herrero García (Madrid, 1966), y «Mapa intelectual y cotejo de naciones» en el Teatro crítico universal de Feijoo (Madrid, 1986).
16. Por eso uso la expresión lingua franca y no «lengua franca». Cf. el D.R.A.E. de 1992, An encyclopaedia of language (Londres, 1990), pág. 982, y David CRYSTAL, The Cambridge encyclopaedia of language (Cambridge, 1987), págs. 357-358.
17. Brian Mc CALLEN, op. cit. pág. 1.
18. Ibid, pág. 25.
19. Dámaso ALONSO, «Defensa de la lengua castellana» (1956), en Del Siglo de Oro a este siglo de siglas (Madrid, 1962) y «Para evitar la diversificación de nuestra lengua» (Actas de la Asamblea de Filología del I Congreso de Instituciones Hispánicas, pub. en Madrid, 1964).
20. Manuel ALVAR, « Planificaciones y manipulaciones lingüísticas en el mundo hispánico», en El español de las dos orillas (Madrid, 1991).
21. Como el de Manuel CRIADO DE VAL, Diccionario de español equívoco (Madrid, 1981).
22. De hecho todavía en el siglo XVIII y con tan sólo forzar un poco la ortografía se podía componer un majestuoso soneto con sentido perfecto en latín, castellano, catalán, tanto que sigue siendo válido hoy. No resisto la tentación de reproducir esta prueba sorprendente de la relatividad de lo lingüístico:
Sol de Aquino, de Sphera peregrina.
Heroica, excelsa, clara, prodigiosa;
Gloria de ltalia, Gracia mysteriosa,
Arca de Sciencia, Fama de doctrina:
Cathedras de infinita Disciplina,
Academia de Sapiencia gloriosa,
Methodos de Obediencia religiosa,
Thronos fundas de sacra Medicina.
Si declaras Sentencias tan profundas:
Si tu frequentas Citharas Phebeas,
Si Apollineas, cantas circunstancias:
Amplifica, Thomas, venas fecundas
Administra Poeticas ideas;
Metricas representa consonancias
(Compuesto por Jaime de Portell y Font en honor de Santo Tomás de Aquino, y reproducido en Arte Poética Española, de Juan Díaz Rengifo, Barcelona 1759, pág. 105. Aunque la primera edición de dicha obra es de 1592, este soneto debe de ser del siglo XVIII ya que no aparece hasta la edición revisada por Joseph Vicens en 1703)
 23. Para empezar, tomarnos en serio las graves advertencias del Informe Danzin a la Comisión de las Comunidades Europeas (Vers une infrastructure linguistique européenne, 1992), que señala el peligro que corren las lenguas que no sepan aprovechar la revolución informática de este fin de siglo.
24. Sobre este asunto sigo pensando casi lo mismo que hace un lustro expuse en «La lengua española en los Estados Unidos», recogido luego en El guirigay nacional (Valladolid, 1988).